Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Silvestre Pacheco León

Milagros, mitos, promesas y pecados

El caballo acosador

Aquella madrugada a don Juventino lo despertó el trote del caballo que se oía en la calle empedrada de su casa.
Aún no amanecía y el ruido de los cascos del caballo sobre las piedras desató el ladrido interminable de los perros.
Don Juventino se dio vuelta en la cama y miró que su mujer también había despertado. No se dijeron nada pero a los dos les llamó la atención que el caballo no terminara de pasar la calle a pesar del trote que traía.
Era el mes de junio, la época en la que los campesinos madrugaban para ir a sabanear sus bueyes que luego uncían como yunta para la siembra. En esos pensamientos se enredó don Juventino tratando de conciliar nuevamente el sueño, hasta que llegó la hora de levantarse.
El día transcurrió de acuerdo con la costumbre de los pueblos, y ni don Juventino ni su mujer comentaron lo del caballo, ocupados cada quien en las labores propias de su sexo.
Fue en la madrugada siguiente cuando el matrimonio se despertó por el mismo ruido que habían escuchado el día anterior, con la diferencia de que ya no era el paso apresurado del caballo lo que se oía, sino el ruido peculiar de los cascos del caballo cuando el jinete lo hace bailar. Todo eso se oía exactamente frente a la casa del matrimonio.
Los perros también ladraban de un modo distinto, ya no era el ladrido natural de esos animales tratando de llamar la atención de sus dueños ante algo que los alarma, sino el ladrido un tanto desesperado, como lo hacen cuando saben que su escándalo no sirve de nada porque a nadie logran asustar.
Con el ruido del caballo tan cerca don Juventino hizo el intento de levantarse de la cama para asomarse a la calle con la intención de conocer al jinete, pero su mujer lo contuvo con un ligero jalón en el brazo. Nada se dijeron pero los dos pensaron lo mismo.
–“A quien se le ocurre andar bailando el caballo en la oscuridad de la noche”, “Eso no parece cosa buena”, fue lo único que comentó el matrimonio durante la mañana.
Fue durante el tercer día cuando nuevamente al matrimonio lo despertó el ruido del caballo que ahora corría a todo galope, se frenaba de pronto parándose de manos, y luego continuaba la carrera. Cuando menos eso era lo que se adivinaba por el ruido que se escuchaba. El caballo iba y venía en esa sola cuadra donde vivía el matrimonio de don Juventino y doña Aurora, en el centro del pueblo.
–Eso no es cosa buena, Juventino, le dijo su mujer.
Pero esa vez doña Aurora no detuvo a su esposo cuando éste se acercó decidido para abrir la puerta.
Apenas se disponía a quitar la tranca que aseguraba la puerta de madera cuando ésta pareció ceder como efecto de los golpes secos de las coces del caballo.
Don Juventino se retiró asustado hasta encontrarse con su mujer quien casi a gritos pedía a los santos su auxilio contra aquello que los acosaba.
Los dos estaban aterrados y rezaban cuanta oración se les ocurría.
Luego el galope del caballo cesó, igual que el ladrido de los perros. El silencio de la noche se impuso y la pareja volvió a la cama esperando que pronto amaneciera.
Lleno de congoja el matrimonio pasó el día elucubrando con los vecinos sobre lo acontecido en las madrugadas sin encontrar una explicación convincente sobre el hecho, hasta que don Juventino volvió a mirar la puerta de madera donde vio las cruces que habían quedado marcadas por las coces del caballo.
Al principio se negaba a creer lo que imaginaba, hasta que llegó la tarde y escuchó la flauta y el tambor que llamaban al inicio de los ensayos de la danza de las Cueras.
En seguida buscó a su mujer y la encontró con la noticia:
Se trataba del caballo de Santiago el que había golpeado la puerta, le dijo a su sorprendida mujer, quien se convenció de todo cuando su marido le contó lo de las cruces que quedaron marcadas por las herraduras del caballo en la puerta.
El susto que eso les había provocado era el recordatorio de una promesa incompleta que don Juventino había ofrecido al santo patrón el año anterior.
Habiéndole ofrecido al santo patrón una yunta para sacrificarla en su fiesta, solamente le regaló un toro con el pretexto de que necesitaba el otro para la siembra.
En cuanto don Juventino tuvo claro que el reclamo del santo era real, no esperó a que llegara la noche para llevar el toro que tenía pendiente a la casa del mayordomo.
La noche siguiente y todas las demás la pareja durmió sin sobresaltos.

Los asalta caminos

Everardo había caminado buen tramo desde su casa en El Naranjo arreando un par de marranos gordos para su venta en Quechultenango.
Aprovechó lo fresco de la noche para caminar sin poner en riesgo la vida de esos animales que había engordado con esmero para venderlos y tener dinero en la fiesta patronal que se acercaba.
Cuando los animales empezaron a mostrarse agitados por el ejercicio de caminar, su dueño se salió del camino de terracería para dejarlos descansar un rato.
Los marranos cansados y agitados por el camino se echaron en el suelo en cuanto pudieron, y en poco rato se quedaron dormidos y roncando.
Everardo hizo lo mismo que sus marranos después de que los amarró, uno del otro, para que no escaparan. Luego todos se pusieron a descansar bajo la sombra de un árbol de tepehuaje.
No transcurrió mucho tiempo cuando a Everardo lo despertaron ciertas voces que se acercaban por el camino. Eran dos personas armadas que por su plática Everardo entendió que se trataba de asaltantes de caminos.
Se alumbraban con un foco de mano y muy a propósito les gustó el mismo lugar que Everardo había escogido para descansar.
Apenas unos cuantos metros separaba a los asaltantes de Everardo y sus marranos gordos que dormían echados, un tanto ocultos entre el zacate.
Sabiendo del peligro que corría de ser asaltado y quizá muerto, Everardo sólo acertó encomendarse al Señor Santiago pidiéndole que lo cuidara y ofreciéndole que si salía con bien de ése trance, donaría uno de los marranos gordos para su fiesta.
Everardo consideró como un milagro que en ése momento los marranos dejaron de roncar y que los asaltantes ni siquiera hubieran volteado donde él estaba acostado hecho un ovillo.
Los asaltantes no duraron mucho tiempo en el lugar, quizá porque les llegó el mal olor de los marranos, pero pronto se levantaron y continuaron su camino.
Everardo dio gracias al santo de su devoción cuando miró que los asaltantes se alejaban, y decidió esperar a que amaneciera para reanudar su caminata.
Cuando llegó a Quechultenango lo primero que hizo fue dirigirse a la casa del mayordomo del santo patrón, donde entregó el marrano más gordo de los que llevaba para que lo sacrificaran en la fiesta que se avecinaba.
Después Everardo se fue en busca de la matancera del pueblo para negociar la venta del marrano que le quedaba, y se regresó luego a su pueblo, satisfecho de haber recibido un milagro.

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