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Silvestre Pacheco León

Milagros, mitos, promesas y pecados

Entre las tareas que tiene la Hermandad del Santiago en Quechultenango en torno a la tradición de las festividades anuales, se cuenta la supervisión del lugar que el mayordomo destinará dentro de su casa para la estancia de la imagen del santo como nuevo inquilino.
Un espacio limpio, amplio e iluminado, con un horario que facilite la visita de los fieles durante el año; un altar con flores rojas y frescas; velas y veladoras encendidas todo el tiempo.
Supervisan que el mayordomo mantenga limpia y en buen estado la imagen del santo, que no se acumule el polvo ni en su ropaje ni en el caballo que monta.
Precisamente cuando revisaban esos detalles el año en que la mayordoma fue doña Ofelia, la señora que vivía al final de la calle de las Flores, muy cerca del río, sucedió aquel hecho que se contó como un milagro:
Mientras la comisión de la hermandad cumplía con la supervisión, la mayordoma platicó que un día en que se encontraba limpiando la imagen del santo, descubrió lodo en la pezuña que el caballo del Santiago tiene levantada, como si la cabalgadura hubiera salido a caminar durante la noche.
–¡Claro que el caballo sale en la noche!, dijo la hija de doña Ofelia.
–Si no, cómo cree que le hace el santo para atender a tanta gente que lo llama, insistió la muchacha.
Todos se quedaron tan convencidos de que la presencia del lodo en la pezuña del caballo era un milagro, que desde entonces se tomó la costumbre de ponerle un traste con agua durante la noche para la sed del caballo y un vaso para el santo.
Después del suceso, don Tomás Ríos, que era entonces el Hermano Mayor contó que un año, en plena festividad del santo, llegó a verlo un hombre pidiéndole que le ayudara a cumplir su manda.
El visitante venía desde la frontera dispuesto a cargar en andas la imagen del santo. Después de haber cumplido su promesa, el visitante contó que cuando a punto estaba de ser detenido por los agentes de migración en la frontera de Nogales, un hombre a caballo lo salvó llevándoselo en ancas hasta esconderlo.
Después supo que había sido Santiago quien le hizo el milagro porque le había pedido con fervor que le ayudara a pasar la frontera para llegar a los Estados Unidos.
Dijo que un amigo de Quechultenango le había regalado su reliquia en el tercer intento que hacía para cruzar.
–Encomiéndate a mi santo, y si tienes un apuro pide que te ayude, verás que te hace el milagro, recuerda que eso le dijo.

Los zapatos tenis de José Luis

Como casi todos los danzantes de las Cueras, José Luis era un muchacho joven que se vio en el compromiso de cumplir la promesa que su mamá le hizo al Santiago, el santo patrón del pueblo.
Doña Sara le “endonó” a su hijo al santo patrón para que no muriera de un tlasolayo que le dio cuando estaba tiernito.
El niño se salvó de milagro, como se dice, y doña Sara quedó comprometida con el Santo.
Cuando José Luis creció, primero bailó como macehual en la danza de las Cueras. Él no sabía nada del milagro que había obrado para que se salvara, y nunca preguntó si era en cumplimiento de una manda vestirse de macehual, simplemente lo vio como parte de las costumbres del pueblo en esa festividad, por eso no le desagradó vestirse con el llamativo y elegante traje rojo, ni participar en los ensayos semanales para aprenderse los pasos de toda la danza.
Como la mayoría de sus amigos festejaban la fiesta vestidos de macehuales, José Luis se convirtió en uno más de los jóvenes danzantes y aprendió con alegría cada uno de los actos de iniciación con los que las costumbres se convierten en tradiciones.
El llamado de la flauta y el tambor comenzó pronto en el adolescente a producirle el efecto de los seguidores del Santiago quienes sin pensarlo comienzan mecánicamente a prepararse para atenderlo.
Los padres del joven se abocaron a cumplir su parte en la promesa: uno labrando el machete en madera y la otra bordando la capa con lentejuela.
El niño cumplió bien su compromiso de macehual y conservó hasta la edad adulta la foto donde lucía su traje, un mameluco rojo hasta las rodillas, con calcetas largas del mismo color, un vestido entallado de mangas largas y sobre los hombros una llamativa capa con flecos que su mamá adornó con lentejuelas.
Su sombrero rojo con moños del mismo color y el machete de madera, eran el complemento del atuendo. Sólo en los pies, a falta de zapatos, se le veían los huaraches de correas terciadas que “de tanto bailar” le hicieron ampollas, contaba de grande José Luis.
Fue después de que salió de la secundaria cuando el joven alcanzó la edad y la estatura para vestirse de Cuera para cumplir efectivamente con la promesa de los papás.
Para entonces no tanto le llamaba la atención andar vestido de danzante, y aunque recordaba que ya de niño había vivido la experiencia como macehual, creía que cargar puesta la máscara era lo más difícil de una Cuera porque impedía respirar con libertad, sobre todo en el momento en que la propia danza hace que uno se agite por el ritmo frenético que alcanza.
Doña Sara, en cambio, se mostraba alegre porque al fin se quitaría del compromiso cumpliendo la promesa que hizo al santo patrón por el milagro de haberle salvado la vida a su hijito.
Para abonar en el ánimo de José Luis como danzante los papás le ofrecieron comprarle zapatos tenis para estrenar con su traje de Cuera.
–Pero que sean Super Faro, le condicionó José Luis a su mamá.
Eran unos zapatos blancos de media bota con la clásica estrella a cada lado.
Los zapatos llegaron a su casa el mismo día en que le entregaron el atuendo que vestiría como Cuera: la máscara roja de madera, con vivos blancos resaltando los pómulos, la barba y las cejas; el sombrero en forma de canasta, cubierto con papel plástico tricolor y unas tiras negras semejando la melena; las cueras sobre los hombros con las que los danzantes se uniforman como los modernos chalecos antibalas, y encima de ellas la pañoleta blanca bordada de colores contrastantes.
Cuando José Luis estrenó los tenis fue en la ceremonia de la festividad en la que se avisa al pueblo de que la feria del santo patrón va a comenzar. Ése día, en el recorrido que simula el camino que los peregrinos europeos acostumbran realizar para llegar a Compostela, en la Coruña, España, sus amigos le pidieron el remojo por el estreno de los zapatos blancos, pisándoselos adrede para ensuciarlos y hacerlo enojar.
La oportunidad que José Luis tuvo para vengarse de sus compañeros fue en el primer baile formal que los danzantes hicieron el 25 de julio frente a la casa del mayordomo; con premeditación pisó excremento de marrano que se encontró en la calle y embarró con ella a sus compañeros, aprovechándose de que ninguno podía hacer relajo sin que lo reconvinieran.
Después de haberse burlado así de sus compañeros cuya venganza la vieron como un exceso de su parte, los danzantes se dirigieron a la plaza municipal donde efectuaron el segundo baile de ése día.
El lugar estaba a reventar y la gente miraba atenta el baile. Casi al final de la danza, cuando el Santiago arremete contra el ejército pagano, a José Luis como Cuera le correspondía el turno de enfrentarlo, acometiéndolo con rudeza en una carrera de extremo a extremo de la cancha para encontrase en el centro, con recio choque de machetes.
José Luis emprendió la carrera con ímpetu sabiendo que en ése momento de la danza era su estelar y que los ojos del público se fijaban en él.
Cuando sólo unos pasos le faltaban para encontrarse con el Santiago, sintió que algo raro le dificultaba la carrera provocándole un tropiezo que lo hizo caer a los pies del enemigo. No entendía lo que pasaba hasta que tirado en el suelo se dio cuenta de la tragedia.
Las dos suelas de sus zapatos nuevos, recién estrenados, se le habían desprendido misteriosamente.
En ése momento su madre llegó para asistirlo en el suelo y cuando miró los zapatos deshechos del muchacho, no tuvo duda que era el justo castigo del santo por no atender con seriedad su promesa burlándose de sus compañeros cuando sabía que la danza requiere seriedad.

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