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Silvestre Pacheco León

Milagros, castigos, promesas y anécdotas

Los milagros, como llama la gente a los acontecimientos que a veces se suceden como si fueran resultado de un deseo ferviente, o como la evidencia de algo en lo que se cree, a menudo refuerzan la fe que amalgama las creencias en torno a las cuales se forjan las tradiciones de los pueblos.
Los milagros generalmente involucran a los santos y al sistema de creencias erigido por la religión, aunque en el caso de la católica, quizá por ser la mayoritaria, los milagros suelen ser tantos que a menudo es la reticencia oficial a darles veracidad lo que los hace más atractivos.
Es de esa confrontación de posturas ante los hechos inusitados que muchos llaman milagros, lo que marca la distancia entre las creencias populares y lo que dicta la autoridad eclesiástica: dos fuerzas en tensión que en México revitalizan la convivencia de lo pagano o indígena con lo católico.
De eso habla lo que aconteció hace no muchos años en Quechultenango cuando el cura tuvo que rendirse ante la evidencia de que lo vivido por él fue un milagro, aunque se le haya presentado como forma de un reclamo.

Mi casa está a oscuras

Que llegaran a tocar la puerta del curato en la madrugada hasta hacerlo levantar era algo normal en la vida del cura. Su magisterio tenía ése inconveniente que él aceptaba con resignación.
El motivo para interrumpir su sueño era variado, pero siempre tenía que ver con algún problema de salud de los feligreses cuyos familiares lo buscaban, ya para confesar, ya para dar los santos oleos, o la extremaunción, como llaman los católicos al acto de ungir con aceite bendito la cabeza del moribundo por parte del cura.
En esos casos el sacerdote solícito se vestía como era debido, roquete sobre el pantalón y el libro con el rosario y la estola en la mano.
Al rato, si el enfermo terminaba difunto, los familiares buscaban al sacristán en su domicilio para que fuera hasta la iglesia a tocar a doble las campanas.
Así era la vida en Quechultenango. La gente del pueblo se despertaba atenta esperando que después del doblar de las campanas, se escuchara la noticia propalada por el aparato de sonido, sobre la persona fallecida, luego de lo cual los dolientes invitaban “a quienes quieran acompañar” al velorio.
Pero a diferencia de esas veces, los toquidos de aquella noche despertaron al cura con sobresalto porque los golpes a la puerta sonaban fuerte y violentos en la tranquilidad de la noche.
El cura se levantó con movimiento mecánicos de la cama y ya camino a la puerta preguntó quien era, pero no tuvo respuesta, sólo se escuchó la voz imperiosa de un hombre respondiendo:
–¡Mi casa está a oscuras!
La respuesta sorprendió al párroco y su reacción inmediata fue asomarse a la calle para reconvenir a quien según su entender se había equivocado de puerta, despertándole para un asunto en el que nada tenía que ver, pero mientras se dirigía a la puerta recapacitó en la seguridad con la que escuchó que tocaron.
–No es para que se hayan equivocado, se dijo el cura en voz alta comentando para sí mismo.
Su confusión fue mayor cuando al abrir la puerta miró que en la calle no había nadie, y ni para dudar del llamado a la puerta porque hasta el perro vecino había ladrado.
Entonces se le vino a la cabeza lo ocurrido horas antes en el templo donde se había quedado esperando a que el último trabajador se retirara para cerrar.
Desde la tarde el cura se había quedado en el templo revisando los avances del trabajo de decorado que se realizaba en el interior.
Los trabajadores recién habían terminado el mural en altorrelieve, al fondo del altar mayor, con la escena que muestra al apóstol Santiago en su caballo blanco y la espada en la diestra peleando contra los moros.
Mientras recorría con su vista los detalles del decorado “comercial” como lo había definido la decoradora venida del vecino pueblo de Mochitlán, el cura recordaba que en la planeación del trabajo que se realizaba para el embellecimiento del templo, había intentado persuadir a la Hermandad para representar al santo patrón en acciones menos violentas, recordando que el apóstol más querido de Jesús había muerto martirizado.
Pero su propuesta no prosperó frente a la postura intransigente de los señores que defendían la tradición popular del santo belicoso, como aún puede verse en la iglesia. Lo mismo le había sucedido cuando intentó contradecir la idea de que el baile del ocoxúchitl estaba alejado de cualquier ritual cristiano. La fama de que el cura era opuesto a las tradiciones del pueblo llegó hasta el obispo quien le pidió mesura, recordándole que era precisamente de esa fiesta prehispánica del ocoxúchitl de donde más limosnas llegaban a la diócesis.
Todos esos pensamientos se agolparon en la mente del cura aquella noche en que la ausencia de su ayudante le obligó a ser él quien cerrara la puerta de la iglesia.
En contra de la costumbre del sacristán, al cura se le ocurrió apagar todas las luces, inclusive las lámparas votivas que arden permanentemente iluminando la imagen del santo patrón.
Con la pesada sombra que dejaba a sus espaldas, el cura caminó hasta la puerta de la iglesia mientras su pensamiento volaba hasta repetir el momento en que miró los ojos de Santiago brillando en la oscuridad.
Todo eso recordó el cura aquella noche cuando la voz imperativa desde la puerta lo despertó:
–¡Mi casa está a oscuras!
–¿Y si fue el santo quien me vino a reclamar? se repitió desconcertado.
Después de ése pensamiento el cura fue víctima de una gran ansiedad que sólo a fuerza de rezos volvió a la tranquilidad.
Ya en calma pareció aclarársele la mente, y no lo dudó más, salió con rapidez del curato para dirigirse a la casa del sacristán.
–Por favor vete ahorita mismo a la iglesia y prendes todas las luces, le ordenó.
El sacristán obediente cumplió en seguida con la orden mientras el sacerdote, de regreso al curato, tomó su libro de oraciones y comenzó a leerlo con avidez hasta que el sueño lo condujo nuevamente a la cama hasta quedarse dormido.
Al otro día lo sucedido en el curato fue la noticia con la que despertó todo el pueblo, cuentan que desde ése año el cura tomó como manda bailar el ocoxúchitl cada octava de la festividad del santo patrón, costumbre que para los fieles que aún lo ven, confirmó el milagro del santo.

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