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Tomás Tenorio Galindo

OTRO PAÍS

*El informe Ayotzinapa y la encrucijada de Peña Nieto

“Me une a ellos el deseo de conocer la verdad de lo que ahí, lamentablemente, haya ocurrido”, dijo el presidente Enrique Peña Nieto el lunes 7 en referencia a los padres de los 43 normalistas desaparecidos y el informe del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Añadió que “soy el primero en asumir el pleno interés, no sólo como presidente de la República, sino porque la sociedad mexicana demanda y tiene razón en saber con verdad qué fue lo que ahí ocurrió”.
Con esas palabras Peña Nieto parece haber puesto punto final a la historia de la “verdad histórica” elaborada por la PGR de Jesús Murillo Karam en el caso Ayotzinapa, y abrió la posibilidad de reencauzar las investigaciones para conocer “con verdad qué fue lo que ahí ocurrió”.
Esa postura no implica necesariamente el respaldo presidencial a las conclusiones del grupo de expertos de la CIDH, pero sin duda pone en evidencia que ni el presidente pudo sustraerse a la contundencia y seriedad de su trabajo. Es un cambio trascendente, pues si alguien defendió con toda la fuerza de su investidura la versión de la PGR pese a los grandes cuestionamientos que advertían de su falsedad, fue Peña Nieto.
En respaldo de la versión oficial, el presidente echó mano de todos los recursos a su alcance. En noviembre del año pasado, apenas presentada la explicación de que los estudiantes habían sido calcinados en el basurero de Cocula, la indignación social que se expandía en las calles provocó una crisis en el estado de ánimo de Peña Nieto, que se manifestó en expresiones de incomprensión, fastidio y enojo, y en una abierta y poco disimulada advertencia del uso de la fuerza pública contra las movilizaciones encabezadas por los padres.
El amago fue muy claro: “No dejaremos de agotar toda instancia de diálogo, acercamiento y de apertura para evitar el uso de la fuerza para restablecer el orden, es el último recurso, pero el Estado está legítimamente facultado para hacer uso del mismo cuando se ha agotado cualquier otro mecanismo para restablecer el orden”.
A esa advertencia, Peña Nieto sumó dos semanas después, el 4 de diciembre, el ya clásico discurso de Coyuca de Benítez, en el cual pidió a los padres de los normalistas “superar” el dolor por la desaparición de sus hijos, en el supuesto de que el caso ya estaba resuelto y los responsables detenidos, pues para entonces ya se encontraban en prisión el ex alcalde perredista de Iguala, José Luis Abarca Velázquez, y algunos miembros del cártel Guerreros Unidos. El presidente anticipó aquel mismo día en Acapulco, otra vez, el empleo de la fuerza pública para garantizar el “libre tránsito” en la Autopista del Sol, que como se recordará se convirtió en el teatro de la protesta normalista.
Simultáneamente a las manifestaciones de enojo presidencial, irrumpió en la escena pública, desplazando a la palabra civil, un discurso intimidatorio blandido por los secretarios de la Defensa Nacional y de Marina. El 20 de noviembre, en su discurso para conmemorar el aniversario de la Revolución de 1910, el general Salvador Cienfuegos utilizó la frase “son problemas de Estado, no de gobierno”, en referencia a la inseguridad pública y el crimen organizado vinculados con los hechos de Iguala. Y el 8 de diciembre, cuatro días después del discurso de Peña Nieto en Coyuca de Benítez, el titular de la Defensa fue todavía más enfático. “Ante estos hechos que han cimbrado al país, la mentira, el reproche, la crítica infundada, la violencia y la intolerancia poco abonan; debemos unirnos para hacer frente a la adversidad”, dijo. Planteó que “sólo el esfuerzo convergente de todos los sectores de la sociedad –cada quien en su respectivo ámbito de responsabilidad– permitirá un México en paz y seguro. Sólo con el esfuerzo de todos, con la suma de voluntades y con unidad nacional, podremos consolidar el rumbo hacia el progreso y el desarrollo. Los grandes retos que afrontamos, como la inseguridad y el crimen organizado, son problemas de todos y sólo juntos podremos vencerlos… ¡son problemas de Estado, no de gobierno!”.
Pero fue el secretario de Marina, Vidal Soberón Sanz, quien reflejó con más nitidez la exasperación a la que había llegado el gobierno por las protestas de los padres. “Me enoja más todavía que manipulen a los padres de familia, que manipulen a esta gente, porque eso es lo que están haciendo para no reconocer o para seguir incrementando esto”, dijo el 10 de diciembre en referencia a los bloqueos de carreteras y las movilizaciones en demanda de la aparición de los estudiantes. “Más coraje me da que esta gente que está manipulando a los padres de familia no les interesan ni los padres ni estos muchachos. No les interesa”, agregó. “Me da tristeza que haya personas que lucren con los padres de los normalistas porque realmente dicen una cantidad de mentiras, sin hechos, que muchos de ellos no son ciertos, y esta gente trata de manipular la información para lograr objetivos individuales o de grupo”. Y reprochó que se vieran con suspicacia los resultados de las investigaciones realizadas por la Procuraduría General de la República, la “verdad histórica”.
Al mismo tiempo, Peña Nieto desarrolló personalmente una campaña en defensa del Ejército, cuyo papel en el ataque era motivo de suspicacia. Esa campaña alcanzó su punto culminante en febrero de este año, cuando en la ceremonia realizada para celebrar el Día del Ejército, el presidente dijo que “la honorabilidad de las Fuerzas Armadas está por encima de cualquier sospecha o duda, bajo la guía de sus elevados valores e ideales”.
Esa era la posición oficial en el caso Ayotzinapa y la respuesta del Estado a los padres, un acuerpamiento del gobierno en torno a la “verdad histórica” y la exaltación de las fuerzas armadas, exculpadas de toda responsabilidad por el ataque contra los estudiantes. Es útil recordarlo para valorar la profundidad del giro que el informe de los expertos de la CIDH arrancó a Peña Nieto.
Si el pronunciamiento presidencial no fue de dientes para afuera o una estratagema para ganar tiempo, y por lo tanto es cierto que Peña Nieto está dispuesto a buscar la verdad de lo sucedido la noche del 26 de septiembre en Iguala, debe entenderse que también está dispuesto a asumir las consecuencias de esa verdad, que difícilmente serán cómodas para su gobierno.
Si es falso que los estudiantes fueron incinerados en el basurero de Cocula como sostiene el grupo de la CIDH, deberá establecerse qué pasó con ellos y dónde están. Si el Ejército y la Policía Federal intervinieron en los hechos pero no en favor de los jóvenes sino de la delincuencia, y si además del gobierno municipal, también el gobierno estatal y el federal estuvieron al tanto de todo, es imposible que las responsabilidades se limiten al ex alcalde José Luis Abarca. Y si el detonante de los hechos fue la existencia de un cargamento de drogas colocado en uno de los autobuses tomados por los normalistas, que aparentemente estaba bajo la custodia de sicarios, policías municipales, policías federales y eventualmente militares, debe ser aclarado.
Si todo eso se lleva a la práctica, el resultado quizás traiga un poco de consuelo a los padres, alivie la presión pública hacia el gobierno y reabra la esperanza de que no todo está perdido en el país. Pero la pregunta es si Peña Nieto de verdad está dispuesto a encarar el impacto que el hallazgo de la verdad provocará en su gobierno y en el Ejército, porque todo indica que esa noche en Iguala entró en acción el tan temido narco Estado, una grave realidad incluso si tan sólo se circunscribiera al ámbito de esa ciudad. Porque si no es eso precisamente lo que pretendía ocultar la “verdad histórica”, ¿qué otra cosa?

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