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Federico Vite

El mensaje es el pretexto para hablar del medio

El ejercicio de la sátira como método de conocimiento, eso es La estrella de Ratner (Traducción de Javier Calvo. Seix Barral, España, 548 páginas, 2014), del estadunidense Don DeLillo. Este libro monstruo le dio a su autor un halo de culto, un toque de misterio que lo volvió como Fantomas, una amenaza elegante. Siguió la influencia de William Gaddis, autor de Los reconocimentos, pare recordarnos que la paranoia y el sarcasmo son herramientas ideales para criticar a una sociedad edificada sobre simulacros.
DeLillo se enfocó en lograr con este libro, publicado por primera vez en 1976, una sátira menipea (caracterizada por el ataque a ciertas actitudes mentales, más que a las personas), protagonizada por Billy Twillig, un genio de las matemáticas de 14 años, quien ha sido galardonado a tan tempranísima edad con el Nobel. Este chico del Bronx es trasladado a una megaestructura, lejos de la civilización, para trabajar con un exquisito grupo de locos geniales. La tarea de Billy es descifrar una señal de radio procedente de un astro lejano, presuntamente se trata de un mensaje emitido por una inteligencia alienígena. Esa es la excusa para que el escritor nos muestre la demencia del mundo académico.
Dividida en dos partes, la novela recrea, más que un viaje iniciático por las crestas y valles de las ciencias exactas, la patética lucha de egos que define a los científicos de este libro como cretinos sabelotodo, envidiosos y megalómanos (un parecido asombroso con los escritores y los filósofos). Pero la importancia de la novela no es la traducción del mensaje sino la fuente de éste. De ahí que los bordes rocosos del relato nos lleven del tingo al tango a las zonas oscuras de la ciencia mimada por la locura.
Don mezcla el lenguaje científico con andanadas filosóficas y exposiciones mito-poéticas sobre la posibilidad de que esa emisión radiofónica sea un simple error. Expande las posibilidades dialécticas de la ciencia y de la locura. ¿Cómo logra esto el autor? Pareciera una ridiculez, pero con ejercicios descriptivos asistidos por la retórica. Es decir, describe el hábitat, más que a los personajes, con mucho cuidado; la prosa no excede lo fijado por la observación de esos artefactos en movimiento, es la plataforma donde poco a poco van cobrando aplomo las ideas que encarnizadamente iniciarán la escaramuza. Don cuida la producción de los escenarios, la luz y oscuridad en ellos, y cuando es claro el espacio por el que transitan los científicos, siempre un espacio enrarecido por la frialdad metálica de los silencios, inician los diálogos que tienen por meta confundir y confrontar al protagonista. Confundir y confrontar, acciones mediadas por la minuciosa descripción de un sitio, una plataforma de combate retórico. Espacio y palabra. El bagaje matemático impresiona y sirve de eje para darle continuidad al desarrollo de las anécdotas, no para presumir la sapiencia de un escritor que se salió del redil al proponerse una empresa tan compleja como la referida: traducir una casualidad extraterrestre en una sentencia humana. Billy recorre los vericuetos del Campo Número Uno. Piensa, juzga y calla. Observa. Él no se divierte, el lector sí. El tono desquiciante del relato se consuma por la acumulación de contradicciones, simulacros de sabiduría enmascarados por diversos tipos de ignorancia.
Don señaló en una entrevista publicada por Paris Review en el 2011 que La estrella de Ratner es un libro que gira a gran distancia del resto de sus novelas. “No forma parte de los temas que han caracterizado a mi obra. Diría que gira muy lejos de todos mis libros, de las preocupaciones estéticas que han ido creciendo con mi escritura. La estrella de Ratner me hizo temer por mi salud mental. Experimenté con las relaciones entre arte y ciencia de un modo radical. Me sentí a ratos desbordado por el reto que me había impuesto a mí mismo, pero mantuve el pulso firme y al cabo de dos años de trabajo conseguí acabar el libro, aunque cuando lo tuve entre mis manos no supe muy bien qué era. Ahora la veo como una tremenda empresa, pero mucho más grande para el lector”, destaca el también autor de Libra.
Más que un libro de divulgación científica, al leerlo encontramos el humor negro como estandarte, la única vía para agilizar el cisma académico planteado. No podemos ignorar la exhaustiva forma en la que crece este libro, a ratos pareciera que requiere de una podada en ciertos párrafos y escenas donde uno termina diciendo: “Ya entendí, ya. Avanza”. Sin duda, una pifia normal para un escritor que iniciaba su trayectoria como novelista, porque hablamos del joven DeLillo, el que apenas tenía en mente la creación de Submundo, Los nombres, Ruido de fondo y Mao II. Es un Don que se parece mucho más a otro novelista enorme, Thomas Pynchon, sobre todo en El arcoíris de gravedad, donde la ciencia armamentista y el sexo se dan la mano para replantear aspectos históricos esenciales de la Segunda Guerra Mundial. Recurre a lo esperpéntico para cimentar una estética de lo malogrado.
Las novelas como La estrella de Ratner nos sirven para asimilar enormes áreas de la experiencia humana, como si uno fuera hijo de una atmosfera enrarecida y definiera a ésta como una estupefacción constante que forma parte del crecimiento personal, son libros para quienes se interesan en la militancia de una literatura dura que no permite distracciones, una literatura exigente, sobre todo porque proponen un juego en serio, un juego en el que para bien o para mal se aprende a pensar el mundo de otra manera, con un toque de paranoia, sarcasmo y otra cosita. La estrella de Ratner se publica por primera vez en castellano casi 40 años después de su aparición en la industria editorial anglosajona. Toda la energía de Don fue convocada para hacernos ver que el futuro se entiende mejor si se plantea como una sátira menipea, porque la ciencia no es más que una acumulación de asombros. Que tengan buen martes.

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