Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Anituy Rebolledo Ayerdi

Alcaldes de Acapulco (XXXIX)

Los albores del veinte

Cuenta Jorge Joseph Piedra en En el viejo Acapulco, de su hija Luz de Guadalupe, que allá por 1868 el gobierno municipal creó dos escuelas, una para niñas y otra para niños subsistentes hasta 1925. La de varones se llamó Miguel Hidalgo y Costilla y la de damitas tomará en 1906 el nombre de Ignacio M. Altamirano. La primera estaba en la hoy calle 5 de Mayo y la segunda en la calle Progreso. Sus directores fueron don Miguel Carrillo Robledo y doña Hipólita Orendain de Medina, respectivamente.
Sobre la suerte de la escuela para varones, el doctor Manuel Adolfo Pintos Carvallo, hijo de don Chendo, afirma que estuvo en el domicilio señalado hasta que el gobernador Damián Flores la desalojó. No para mejorar sus instalaciones sino para vender el terreno a una compañía gringa . “Por mis tompiates azules”, dicen que argumentó el mandatario de Tetipac y todo mundo se hará cruces de incredulidad. Y es que el militar había sido pupilo del maestro Ignacio M. Altamirano, era profesor de matemáticas de la Escuela Nacional Preparatoria, ex diputado federal por Guerrero y mucho antes compañero de armas del general Porfirio Díaz. Con esta última información, sin embargo, se disipará cualquier duda.

Normalistas ¡No!

Más adelante, el ex alcalde acapulqueño afirma orgulloso que ni en la escuela para varones ni en la de mujeres hubo maestros normalistas. Y remata: “quizás por ello el aprendizaje fue tan bueno”. Antes de que llegaran, por ejemplo, niñas y niños de segundo año leían de corridito y escribían con puntuación. Se sabían las tablas, los quebrados, los denominados y la regla de tres simple; la Historia patria y la geografía de Guerrero. Ora que los de quinto dominaban matemáticas, geografía, química, física, anatomía, fisiología, mineralogía, botánica y zoología. Por su parte, los de sexto resolvían operaciones algebraicas con dos ecuaciones, además de trigonometría y cosmografía.

Homenaje

Rinde don Jorge un justo homenaje a los maestros y las maestras entregados con pasión a la tarea de enseñar a los niños acapulqueños. Todos orgullosos de sus resultados en tanto que forjaron hombres y mujeres de bien. Entre tales profesores, llamados “hechizos,” figuraron Paula Velarde, Bocha Tabares, Chagua y Sara Liquidano, Merceditas de López, Marianita Altamirano, Chucha Ramírez, María Rivas, Anita Avalos, Guillermina Altamirano, Roberto Muñoz, Herculano Escobar, Angel Leyva, Tocho Tabares, Arturo Gómez, Juan Berdeja , Gerardo Bello y más.

La profesora Chita

La Escuela Oficial para Niñas no era la única dedicada aquí a ese género. Estaba otra pero para niñas bien, de bucles dorados, ceceo al hablar y vestidos de shantú. Colegio Guadalupano era su nombre y estaba dirigido por doña Nicolasita Vizcarra, ejemplo clásico de la educadora de aquél tiempo
Estamos en la Escuela Oficial para Niñas. Aquí los padres de familia redondean una petición ante la autoridad estatal. Que sea una profesora normalista la que supla la ausencia de la directora Hipólita Orendáin. La respuesta no tarda mucho anunciando que el relevo solicitado lo cubrirá la profesora Felicitas V. Jiménez. Una mentora egresada con notas laudatorias de la Escuela Normal de Chilpancingo, proveniente a su vez del Colegio Teresiano de Chilapa.
Cuando la aludida llega al puerto es recibida en la terminal camionera por una comisión de padres; los encabeza su presidente don Prudencio Aldoz, comerciante “fuereño”. Se da en aquél momento una situación desconcertante porque aquellos esperan a una recia matrona. Quienes componen la recepción se han imaginado esperar a una matrona hecha y derecha y por ello no le hacen caso a una muchachita pequeña y flacucha: la señorita Jiménez. Resuelta la confusión se da la bienvenida a la nueva profe.
La primera propuesta de la recién llegada tiene que ver con la reubicación del plantel a un sitio, “la mera verdad, menos sucio tenebroso”. Lo localizan luego de mucho andar en la calle Vicente Guerrero (así llamada entonces la mitad de la ya entonces calle de La Quebrada). Se trata de una antigua bodega con dos patios amplios ocupada hasta hacía poco por la Aduana Marítima. El inmueble es propiedad de los hermanos Uruñuela: Alfonso, Nicolás y Manuel, con quienes entra en tratos el señor Aldoz. No tardará en convencerlos de que, por tratarse de la educación de los niños acapulqueños, le cobren una renta módica.
“Bueno, por tratarse de lo que se trata, 20 pesos mensuales y ni un centavo menos. ¡Ah!, por ello mismo el timbre corre por nuestra cuenta”, responde don Alfonso.

La Altamirano

Lo de Escuela Oficial para Niñas no le dice nada a la señorita Jiménez y propone por ello darle a la institución el nombre de un maestro ameritado. Ella misma propone el de uno muy distinguido que además es paisano suyo, el maestro Ignacio M. Altamirano. Y así se le llamará la escuela a partir del 6 de enero de 1906, fecha en que la inauguran el alcalde Antonio Pintos Sierra y un representante del gobernador Damián Flores. Por las dudas de acentuar o no la primera “i” de Felicitas, todo Acapulco la llamará a partir de entonces “Chita”, la querida maestra Chita.

Solidaridad

A partir de entonces no faltarán las muestras de simpatía y apoyo para “La Altamirano” por parte de los porteños , de tal manera que su administración no esté atenida únicamente a los magros y tardadísimos subsidios estatales. Así, al poco tiempo un grupo de actores aficionados ofrece una función teatral en beneficio de la institución. Se presenta en una sala del palacio municipal la obra Lazos familiares, de Luis Larra, con las actuaciones de María Balboa, María Tovar, Jesús Véjar, José G. García, Juan de Esesarte, Manuel de la Barrera, Antonio Lacunza y el joven Roberto Liquidano.
Cierra la función Caerse de un nido, comedia en verso de Miguel Echegaray, con Natalia Berdeja, el joven José G. Tellechea, Pedro Macías, Rosendo Batani y Fernando Leyva. Las sillas de adelante eran de a peso y las de atrás de a tostón, lográndose una recaudación suficiente para cubrir por lo menos ocho meses de renta.

Escuela de música

José Agustín Ramírez habría nacido en Acapulco el 11 de julio de 1903, hijo del ex sacerdote católico José Ramírez Pérez y Apolonia Altamirano Victoria. El “habría” es en razón de que, dada la pasión errabunda de la pareja, varias poblaciones de la entidad y fuera de ella se disputan tal honor. Agustín, por su parte, nunca aclaró nada sobre el asunto. “Soy –decía–, un hombre del mundo, de donde quiera la gente: de San Jerónimo, de Atoyac, de Técpan, de Acapulco e incluso de Izúcar de Matamoros”. ¿A quién carajos le puede importar?
La familia Ramírez Altamirano albergó aquí en una casa localizada en el graderío del callejón “Del Piquete”, más tarde Francisco I Madero, con salida a Lerdo de Tejada. Patio con patio pero sin tapia primero con la familia Tabares y más tarde con los Rebolledo Ayerdi.
La última voluntad testamentaria del compositor de Acapulqueña, dictada mucho antes de su muerte en 1958, no ha sido cumplida. Lo han recordado en diferentes momentos amigos íntimos del compositor. Conocieron estos desde siempre la decisión de Ramírez de donar a Guerrero las regalías de su obra. Estaba convencido de que la acumulación de ellas podían dar lo suficiente para el sostenimiento de una escuela de música, en Chilpancingo o en Acapulco.
“Será cosa del gobierno si le ponen mi nombre, yo no estaré en posibilidad de negarme”, decía.
Ramírez Altamirano murió sin hijos. Lo fueron sus canciones, confesaba orgulloso.

Educación

Acapulco estuvo durante el Porfiriato siempre a la cola en materia educativa. Y no fue que la Revolución triunfante lo haya colocado siquiera a la mitad de la fila. Un ejemplo: Quince presidentes de la República llegaron y se fueron sin que el puerto contara con una escuela secundaria, siquiera. Será el presidente Lázaro Cárdenas quien en 1939 dote a Acapulco de su primera escuela de enseñanza secundaria, la Federal Número 22.
La estadísticas hablan por sí mismas de tamaña inequidad. Ya en los albores del siglo XX funcionaban en México 16 escuelas preparatorias, 19 de Jurisprudencia, nueve de medicina, ocho de ingeniería, una para prácticas de minería, una de estudios militares y una de estudios navales. Varias normales para maestros de primaria, dos de agricultura, dos de comercio, siete de artes y oficios, una para ciegos, una para sordomudos y cuatro conservatorios. A los costeños no les entra el ABC, se decía.

El corsé

Hablando de modas en el afrancesado Porfiriato, el corsé fue una prenda que sí bien hacía lucir la esbeltez de la mujer (la clásica silueta de “S”), al mismo tiempo la hacía sufrir por lo apretado de la faja. Los soponcios por la falta de aire estaban a la orden del día y se hablará incluso de defunciones por el uso de prenda tan ceñida. Y es que el corsé se ajustaba tanto al talle que moldeaba el cuerpo eliminado cualquier sospecha de vientre y, además, lo mero principal, realzando el derriere, o sea, las nalgas. Será botado apenas se inicie el siglo XX.
Se habla, pues, de la mujer de la clase privilegiada porque todo en la moda femenina venía de París y por consiguiente vendido aquí a precios solo cubiertos por las damas ricas. El guardarropa incluía, además, corpiños, miriñaques, enaguas, crinolinas y camisolas. Prendas todas confeccionadas con telas finas, regularmente sedas. Agréguese al atuendo mínimo para salir a la calle sombreros casi siempre exagerados, guantes, pañuelos, cuellos de encaje, zapatos de tacón no muy altos pero sí con muchos adornos, botines tan recargados como los sombreros y muchas alhajas preferentemente pendientes. Un colguije era señal de clase, además de la sombrilla del mismo color que el ajuar. Todo francés, mais bien sur.

Las morenitas

Era entonces imposible que una capitalina rica visitara Acapulco para tomar baños de sol. Y es que en la sociedad capitalina no estaba bien vista la piel morena y todo porque morenas eran las mujeres que tenían desempeños al aire libre. El Sol ¿you know?. Desde Francia vendrá el remedio para aquellas angustiadas morenitas. Una sustancia para blanquear la piel que si bien era efectiva al momento, a la postre provocaba trastornos serios e incluso la muerte por contener grandes cantidades de plomo y arsénico.
Por lo que hace a la moda masculina, don Porfirio, ya se sabe, usaba uniformes confeccionados con telas francesas e incluso lo eran sus calzones largos. Ya para entonces, y algo tenía que ver la edad, el dictador juraba nunca haber usado calzones de manta, típicos de los indios mexicanos. Esa negación lo llevará a tomar la decisión de no querer ver a ningún indio calzonudo durante las fiestas del Centenario: “Que no nos avergüencen ante el mundo enseñando sus miserias ante los invitados extranjeros. ¡Y es que, ¡carajo!, “México es ya una nación culta y respetable como la mejor que le quieran poner enfrente”.
La solución llegará a oídos del dictador por conducto de la voz meliflua de su consejero favorito (¡insospechable, mi general!). El gobierno asume la empresa de confeccionar hasta cinco mil pantalones de mezclilla o tela similar para obsequiarlos a los indios. Los que residan en la ciudad y los que vengan a las fiestas del Centenario. Que se haga una enorme pira con miles calzones de manta, fue la orden. No cumplida porque no serán muchos los naturales que se deshagan de ellos. Por el contrario, en la Lagunilla se rematarán miles de aquellas prendas.

Un alcalde quisquilloso

A propósito, tuvo Acapulco un alcalde quisquilloso que imitó al don Porfirio. Solo que este no regalaba pantalones, los prestaba mientras los indígenas hacían sus compras o tramitaban asuntos oficiales en el puerto. La idea era hacerlos aparecer “gente de bien” ante los visitantes y no sujetos de desconfianza y repulsión.
El retén policíaco se estableció en La Garita de Juárez, donde se obligaba la mudanza. Cumplidas las misiones que los habían traído al puerto, “los disfrazados de ciudadanos” regresaban en busca de sus calzones de manta, seguros de que nadie querría cargar con ellos. Una queja era recurrente: las severas rozaduras producidas en las partes nobles por los pantalones de la “gente decente”.

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