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Tomás Tenorio Galindo

OTRO PAÍS

*Un año

Si algo quedó claro en la reunión del jueves pasado entre el presidente Enrique Peña Nieto y los padres de los normalistas desaparecidos, es que la versión oficial sobre los hechos de Iguala no será rectificada.
Con todo el poder que representa, ese día el presidente erigió otra muralla en torno a la “verdad histórica” y ratificó su respaldo al trabajo realizado por el ex procurador Jesús Murillo Karam. Lo que significa que se mantendrá el rechazo del gobierno a que los integrantes del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos se reúnan con los militares que presenciaron la violencia ejercida contra los estudiantes en las calles de Iguala la noche del 26 de septiembre de 2014.
Dicho más claramente, se mantiene la posición oficial de que ni los efectivos del Ejército ni de la Policía Federal tienen responsabilidad en el ataque contra los estudiantes, postura que implica una declaración de inocencia sin que para ello medie una investigación como lo dispone la ley.
Si eso es así, de nada servirá la fiscalía que Peña Nieto ofreció crear para el caso de los 43 desaparecidos y para todos los demás casos documentados en el país, en respuesta a la petición de los padres de estructurar una unidad dedicada exclusivamente al caso Ayotzinapa. ¿Para qué crear otra instancia en la PGR si de todos modos tendría limitada su acción al radio ya establecido por la versión de Jesús Murillo Karam?
La actitud asumida por Peña Nieto en el encuentro con los padres de los 43 normalistas tiene una visible carga de hipocresía y es congruente con la conducta que ha desarrollado a lo largo del año transcurrido desde el estallido de este caso. Dice estar del mismo lado de los padres y de la sociedad en la búsqueda de la verdad, al mismo tiempo que pretende imponer la versión de Murillo Karam como la verdad última de los hechos.
Y lo hace a pesar de las evidencias públicas que muestran la incoherencia interna de la “verdad histórica” y a pesar de que las conclusiones del Grupo de Expertos de la CIDH destruyeron por completo la versión que el gobierno federal ofreció sobre el ataque contra los jóvenes.
Es cierto que es una presunción la conclusión de los enviados de la CIDH de que los jóvenes no fueron incinerados en el basurero de Cocula, lo mismo que la teoría de Murillo Karam de que ahí fueron quemados, pero el análisis científico de los expertos tiene la consistencia, la seriedad y la credibilidad de la que carece la versión oficial. Eso debería bastar para echar abajo la “verdad histórica” de la PGR y para reemprender las investigaciones. Pero lo que está fuera de toda duda es la información hecha pública por los expertos, de que todas las autoridades, incluido el Ejército y la Policía Federal, conocieron y siguieron todos los pasos de los jóvenes y presenciaron los hechos aquella noche, pero no hicieron absolutamente nada para impedir el ataque.
¿Por qué, entonces, el presidente Peña Nieto se muestra ciego y sordo al reclamo de rectificar las investigaciones, e insensible a los llamados de los padres?
En este contexto no se sostiene ya la especie de que el presidente fue engañado por sus colaboradores e inducido a avalar una versión producto de los errores de Murillo Karam. Al contrario, todos los indicios apuntan a que la “verdad histórica” fue fabricada con la complacencia de Peña Nieto y quizás por instrucciones suyas, lo que explica por qué está tan comprometido con ella.
Tienen razón los padres, como la señora Carmelita Cruz, al expresar que ellos, los del gobierno, saben dónde están sus hijos. Así parece. El informe del grupo de la CIDH demostró, a partir de las mismas indagaciones de la PGR, que las autoridades ocultaron hechos, como el caso del quinto autobús en el que –de acuerdo con el análisis de los expertos– pudo haber sido escondido un cargamento de droga, lo que habría provocado la feroz reacción de policías municipales y miembros de la delincuencia. O la presencia de militares y policías federales en el teatro de la violencia a lo largo de la noche, pero sin que hicieran nada para proteger a las víctimas.
Como hemos señalado, detrás de todo ello podría encontrarse una “razón de Estado”, el concepto utilizado para justificar cualquier acción gubernamental, hasta la más pavorosa, con el argumento de que se defiende la integridad del Estado. Pero si con su cerrazón pretende Peña Nieto cuidar el honor del Ejército, que es lo que podría estar ocurriendo, esta operación de encubrimiento ha generado un riesgo más grande que el disgusto de los mandos militares y más grande que el descrédito que se abate sobre su gobierno: el derrumbe moral de su gobierno.
La dimensión del agravio infligido a los normalistas no tiene precedente en la historia nacional, y ameritaba la intervención extremadamente cuidadosa, pulcra y comprometida del gobierno, pero no sucedió así. Al contrario, el gobierno de Peña Nieto, y él mismo, reaccionaron como si el país estuviera en los años dorados del autoritarismo priísta, y en lugar de esclarecer el sangriento episodio se obstinan en mantenerlo en la oscuridad.
La corrupción, la simulación y la impunidad son la peste bubónica en el México del siglo XXI, y una muestra de ello la encontramos en el manejo que el gobierno de Peña Nieto da al caso Ayotzinapa. Como en el Londres que en el siglo XIV moría en su propia suciedad, México hoy muere por los males que acarrea la falta de ética y moral pública. No se trata del desamor y la ausencia de pureza de corazón que ha denunciado el Papa, sino de la pérdida de la perspectiva mínima que un país necesita para no colapsarse.
Ahí, en esa descomposición, nació la “verdad histórica” que el gobierno federal pretende imponer al país para explicar el ataque contra los estudiantes. Ya fuera del gobierno muy pocos dudan que las corporaciones policiacas y el Ejército sean ajenos a los acontecimientos de la apocalíptica noche de Iguala, y crece en la sociedad la conciencia de que este episodio no podrá ser asimilado si no se produce un castigo profundo que alcance a los responsables de todos los niveles y no solamente a los peones encarnados por los policías municipales y los sicarios del grupo de Guerreros Unidos. Lo anterior implica investigar a los militares y policías federales que resulten involucrados, así sea por haber exhibido una conducta pasiva ante los hechos, que por esa razón deriva en complicidad, y a los gobernantes situados por encima del ex alcalde de Iguala, como el ex gobernador Angel Aguirre Rivero. Es eso o es la incertidumbre generalizada. Un año después del ataque contra los normalistas, la estafa de Peña Nieto está al descubierto, la indignación permanece y la crisis se agiganta.

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