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Federico Vite

Una pizca de chistes y un conflicto

Un holograma para el rey (traducción de Cruz Rodríguez Juiz. Random House Mondadori, México, 2014, 287 páginas), de Dave Eggers, es una novela de trama sencilla, protagonizada por un hombre de su tiempo, una víctima de las malas decisiones empresariales, quien se somete a una prueba más en la histeria de los días: impresionar al rey Abdalá con una presentación holográfica para que su majestad contrate los servicios de Reliant, sociedad en la que el grisáceo Alan Clay ha puesto todo lo que le queda en la vida.
El relato se enfoca en la reunión con el rey, pero el problema es que Abdalá cancela consuetudinariamente la presentación holográfica. Ese in pass le permite al autor abrir subtramas y generar tensión en el asunto principal del libro: la posible venta de un servicio estadunidense al rey de Arabia Saudi. Eggers tiene muy claros los motivos y el rumbo de sus personajes, ese hecho habla de lo bien pensada de su trama; es decir, creó una estructura cerrada, donde todos los recursos utilizados tienen una función dentro del relato, no sobra ni falta elemento alguno.
El protagonista del libro encuentra su símil en una imagen que atraviesa la novela, una obsesiva estampa que meses antes del viaje a Yida, en Arabia Saudí, presenció Alan: vio que su vecino Charly se metía a un lago, ese hombre extraviado se sumergió poco a poco en el agua fría del invierno, a pesar de que varias personas se dieron cuenta del hecho, nadie pudo evitar el suicidio. Esa estampa, símil de Alan, da cuenta con precisión quirúrgica de cómo las decisiones equivocadas se toman a la ligera y terminan letalmente.
Hay un punto que el autor trabaja muy bien, la crítica certera a la excesiva manufactura asiática. Una región del mundo que prácticamente se encarga de hacer a un bajo costo todos los productos del planeta. Alan, y otros de sus colegas gringos, se han ido a la banca rota porque los asiáticos encuentran la forma de ofrecer el mismo servicio o producto pero a menor costo que el presupuestado por las empresas norteamericanas. En este aspecto, resulta atractiva la idea de que un novelista sondee el abismo de la manufactura (si le interesa este tema, coteje una obra mayor: Leviatán, de Joseph Roth), pero la intención de Eggers, con este libro, va por otro lado mucho menos ambicioso: dotar de humor la banca rota emocional de un personaje que simple y sencillamente no tiene la voluntad para cambiar el rumbo de su existencia.
La vida de Alan expresa un binomio: la incompetencia empresarial va ligada a la incompetencia afectiva. Sobre esas dos bancas rotas trabaja el novelista, pero sus miras son cortas, no busca una indagación ética en el personaje, muy apenas una historia que se sostiene por anécdotas y, así como lo lee, se sostiene por chistes. Pues una de las aficiones de Alan es contar chistes cuando no tiene nada que decir. Hay grandes momentos en los que la tensión crece, el interés por los hechos atrapa, pero para desgracia del lector, son muy pocos.
La vitalidad de la industria editorial no exige que todas las novelas publicadas y anunciadas como grandes éxitos de venta deban ser ambiciosas o propositivas estéticamente hablando. De hecho, suele ocurrir todo lo contrario. Todo. En este caso, Random House Mondadori apuesta por lo exótico del paisaje (que Eggers retrata muy bien) y por la serie de obstáculos que el protagonista va sorteando hasta sucumbir en sus propias decisiones. Claro, a Mondadori realmente le interesa tener al autor en su catálogo, no por esta novela, sino por la influencia de ese hombre en la industria editorial de Estados Unidos y por todo lo que significa vender en español los libros de una promesa literaria que está muy lejos de la camada de escritores estadunidenses que lo preceden.
Si alguien está interesado en escribir, como lo mandan ciertos cánones editoriales, este libro puede funcionar a la perfección de manera didáctica. Basta con esforzarse lo suficiente como para crear un personaje grisáceo, reunirle una serie de problemas afectivos y/o financieros, y ponerlo a caminar en la sucesión de anécdotas que dan forma a la trama, peripecias que no aceleran los hechos ni mucho menos benefician la progresión dramática del protagonista. La hazaña de este documento radica en la recreación de los escenarios, pues prácticamente presenciamos la obra negra de un país que vive de la especulación, igual que Alan, con la esperanza de salir de la tenebra económica.
Finalmente, se escribe lo que se puede, lo que el capital simbólico de una historia ofrece.
No me parece que sea una novela mala, pero hay en ella una sensación de medianía que preocupa. Eggers no se esforzó lo suficiente como para llevar al lector a una compresión mucho más poderosa de la densidad del fracaso, no redondea en términos emocionales la intensidad de lo vivido por Alan. No porque deba sucumbir a las fauces de la tragedia o a las agridulces mieles del melodrama, sino porque la exigencia de todo autor, aparte de escribir bien, es por lo menos bordear los límites de lo ya dicho y hecho por otros escritores. Es un libro medido, para sonreír, para embriagarse con la técnica del narrador, para comprender lo pusilánime de ciertas personas en el mundo, pero es un documento con cierta mezquindad, pues conserva todas las buenas costumbres de quien hace un retrato de un ser horrendo, pero no se atreve a mostrarlo por completo, guarda para sí mismo lo portentoso de un derrumbe ante el reconocimiento de la desgracia. Que tengan buen martes.

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