Jorge Zepeda Patterson
¿Cuánto más tenemos que caer?
¿Cuántas masacres más tendrán que darse en escuelas estadunidenses antes de que las autoridades hagan algo con la circulación indiscriminada de armas entre la población? ¿Cuántos actos de corrupción puede soportar una sociedad de parte de sus dirigentes antes de que los deponga? ¿Hasta dónde se puede caer en materia de violencia salvaje sin que se ponga un alto? En fin, ¿cuál es el límite al que debe llegar la indignación y la desesperanza antes de que explote masivamente en las calles y presione de manera decisiva a las instituciones?
La capacidad de resistencia del ser humano frente a la adversidad es una de las virtudes de la especie; en ocasiones también puede ser su defecto. Según el diccionario la resiliencia es la capacidad de los seres vivos para sobreponerse a periodos de dolor emocional y situaciones adversas. Cuando un sujeto o grupo es capaz de hacerlo, se dice que tiene una resiliencia adecuada, y puede sobreponerse a contratiempos o incluso resultar fortalecido por estos.
El problema es cuando esa capacidad de adaptación opera en contra nuestra y nos conduce a un estado de adormecimiento que deriva en la indefensión. De otra manera no se explica que nos acostumbremos a vivir frente a agresiones del entorno y de las autoridades sin que hagamos algo para impedirlo.
La ciencia política en realidad tiene muy poco de ciencia y mucho de adivinación. Es muy fácil en retrospectiva encontrar las claves para entender los hitos e incidencias que fueron montado y al final detonaron las revueltas de los pueblos árabes hace cuatro años; un movimiento telúrico que sacudió al norte de África y fue capaz de derrumbar dictaduras que databan de varios lustros. Un exceso de la autoridad por aquí, un acto de valentía ciudadana por allá, una breve coyuntura internacional favorable, etcétera. Pero nada que no pudiese encontrarse seis u ocho años atrás. Lo mismo puede decirse de la sociedad guatemalteca, que hace unas semanas consiguió deponer y llevar ante los tribunales a su presidente, Otto Pérez, por delitos de corrupción. Insospechado en un pueblo que había resistido genocidios, represión masiva y despojo endémico de parte de sus autoridades. Súbitamente optó por “aparcar” su resiliencia y decidió que el acto de corrupción más reciente resultaba demasiado (ni siquiera más grave que los demás: comisiones y contrabando en el sistema de aduanas).
Y tampoco es que en México se necesite mucho para sacudir el tapete. En una dictadura se trata del todo o nada; no hay maneras de abrir puertas en la muralla, es necesario derrumbarla, lo cual exige la revuelta, la insurrección. Hace rato que no es nuestro caso. Las presiones de las sociedad mexicana en los años ochenta y noventa obligaron al sistema a abrir ventanas; algunas se han cerrado otras siguen allí pero ya son absolutamente insuficientes para procesar las necesidades de una sociedad más compleja y global. En tiempos de Uber o Netflix, con su enorme menú de opciones abiertas, el sistema no puede seguir planteando que sólo hay de dos sopas: o te jodes o te aguantas.
Por fortuna ya no hay en México una presidencia monolítica y todopoderosa enfrente de la sociedad civil. El poder está fragmentado en una gran cantidad de polos que si bien tienden a reproducir el status quo que les conviene, también operan con flexibilidad para adaptarse a las exigencias del entorno.
En otras palabras bastaría que pusiéramos en hold la resiliencia y exigiéramos en muchos y diversos frentes para obligar a los gestores de la muralla a multiplicar puertas y ventanas. No lo harán por motu proprio, tampoco lo hicieron en los noventa, pero ya ven, incluso el PRI debió aceptar ceder la presidencia en 2000.
Lo peor que puede suceder es que normalicemos tragedias absolutamente inadmisibles como las que padecimos en Tlatlaya y en Ayotzinapa. No hay peor respuesta que asumir que no se trata sino de un escalón más en el desplome y cargarlo a la colección interminable de infamias mexicanas. Un fatalismo que no hará sino cavar el siguiente escalón a los infiernos.
Ya lo dijo el bueno de Bob Dylan: ¿Cuántas veces puede un hombre voltear la cabeza pretendiendo que no ve? ¿Cuántos oídos debe tener alguien para poder oír a los que lloran? ¿Cuántos muertos tomará antes de que se entere de que ya han muerto demasiados? La respuesta, dice él, está en el viento. Bueno, ¿y si le soplamos?
@jorgezepedap
www.jorgezepeda.net