Fernando Lasso Echeverría
Miguel Hidalgo Costilla y Gallaga. El conspirador y el soldado
Al final de la Colonia, los curas de pueblo eran una figura muy importante en la vida social de la comunidad. Respetados y consultados para casi cualquier asunto, su presencia garantizaba el orden y la tranquilidad de las localidades, quizá –incluso– más que la de las autoridades civiles.
Estos personajes eran criollos, pues la discriminación que imperaba entre las clases sociales de la Nueva España, impedía que mestizos o indígenas pudieran ser curas. Los sacerdotes criollos –miembros del bajo clero– eran asignados a los peores pueblos, a las comunidades más pobres e incomunicadas, en áreas con climas hostiles a donde nadie deseaba ir; muchas de ellas sin iglesia o capilla para celebrar el culto y por lo tanto, los comisionados a estos pueblos estaban obligados a promover la construcción del templo donde iban a evangelizar, y sus prestaciones –emanadas de las aportaciones de la población a la que servían– eran sumamente raquíticas, pues percibían de mil a dos mil pesos anuales, cuando el arzobispo de México por ejemplo, recibía130 mil pesos al año. Por esta razón, hubo tantos sacerdotes metidos en el movimiento revolucionario de independencia de España, ya que los curas criollos –además de su inconformidad con el alto clero, por el trato que recibían– fueron testigos presenciales de las miserias de la población colonial con la que convivían.
Lucas Alamán describe descarnadamente la situación que vivía la sociedad existente en esa época: “En 1808, existían 60,000 peninsulares en la Nueva España, ubicados en la cúspide de la pirámide social de la colonia, desempeñando los puestos más altos de la burocracia, la milicia y el clero, o dueños del gran comercio existente en la colonia; eran así mismo, dueños de caudales, fincas y otras propiedades, y monopolizaban la riqueza y los derechos políticos. Inmediatamente después, se encontraban los inmigrantes recién llegados, buscando empleo y fortuna por medio de sus paisanos ya establecidos y luego, los criollos; estos últimos, formaban parte del clero intermedio y bajo, eran abogados, militares o burócratas de medio pelo, estaban en busca permanente de empleos en la administración, y constituían la mayoría del personal de los ayuntamientos. Más abajo, estaban las castas infamadas –encabezadas por los mestizos– que no podían obtener empleos, que no eran admitidas en las órdenes religiosas y tenían prohibido portar armas; sus mujeres tenían vedado usar oro, perlas y mantos. Los mestizos trabajaban en las minas, desempeñando puestos de confianza en el campo y las ciudades y formaban parte de las plebes de estas últimas, además de que no tenían derecho a la educación por considerarse peligroso para la seguridad del virreinato. En la base de esta pirámide social estaba la gran masa de los indígenas, explotada por todas las otras capas de la sociedad, y que se dedicaban fundamentalmente a trabajar las tierras de los encomenderos”.
Todo lo anterior provocaba en la sociedad colonial un profundo malestar social, que hacía que la mayoría de sus miembros buscaran la destrucción de esos contrastes artificiales, creados por leyes hechas en beneficio de una casta privilegiada, despótica y racista de corto número, lo que aunado a una serie de acontecimientos externos, como la independencia de las colonias británicas en América; la Revolución Francesa con sus ideas reformistas que se proclamaron en su Asamblea Constituyente y cruzaron después el Atlántico en forma impresa, y vinieron a iluminar a los pueblos coloniales; la hostilidad hacia la dominación española de la orden religiosa de los jesuitas en el exilio, que favorecía abiertamente la revolución independentista que se aproximaba, y el trabajo organizado de las logias masónicas establecidas en Europa –con ramales en las colonias de América– en contra del absolutismo y en pro de las ideas revolucionarias de los pueblos americanos, incitaron en los naturales un rencor especial hacia España y hacia el despotismo de los españoles avecindados en la Nueva España, y ya no solamente soñaban su liberación sino que la creyeron posible.
En 1808, poco antes de la abierta lucha libertaria iniciada por Hidalgo en Dolores, en el Ayuntamiento capitalino, aprovechando la invasión francesa a España y que los reyes españoles fueron hechos prisioneros, un grupo de criollos entre los que estaban los regidores Francisco Primo de Verdad, Juan Francisco de Azcárate, Melchor de Talamantes y otros (algunos de ellos masones) impulsan la idea de que ante esa situación, la soberanía debía radicar en el pueblo, y que había llegado el momento de desligarse de la política dictada en España, proponiendo la creación de una Junta que fuera depositaria de los derechos de Fernando VII; sin embargo, esta idea fue intolerante para los peninsulares, y el movimiento “autonomista” fue frustrado por las armas, y los activistas hechos prisioneros, incluyendo al virrey Iturrigaray que había simpatizado con la idea, quizá pensando en convertirse en el rey de la Nueva España. No obstante, es necesario hacer hincapié en que este movimiento fue motivado por los intereses del grupo de los criollos, mismos que nunca pensaron en mejorar la situación de las otras clases sociales inferiores. En cambio, Miguel Hidalgo Costilla y Gallaga, a quien se le habían negado los más altos puestos en el clero –a pesar de sus méritos intelectuales y académicos– no por sus debilidades humanas sino por ser criollo, inicia su lucha tomando en cuenta ya a las clases sociales que formaban la base de la pirámide social de la Nueva España: la indo-mestiza; seguramente influido por su cercana convivencia con esta modesta gente, en su práctica sacerdotal pueblerina.
Don Miguel siguió con interés los acontecimientos ocurridos en el Ayuntamiento de la ciudad de México, pues muchos de los arrestados eran amigos cercanos de gente allegada a él, y empiezan a organizar tertulias con objetivos literarios, que pronto se convirtieron en reuniones políticas secretas, donde se discutían las últimas noticias y se organizaban posibles acciones, que terminaron en juntas de conspiradores en las ciudades importantes del país. Las principales fueron las de Querétaro y Valladolid. La primera, organizada por la esposa del corregidor: Josefa Ortiz de Domínguez, y a la cual concurrían personajes como Ignacio Allende, Juan Aldama y el mismo Hidalgo, perfilándose éste como el ideólogo soñador que deseaba reivindicar a los indígenas, y Allende como el militar práctico y objetivo muy apegado a los ideales criollos, hecho que provoca el inicio de sus rivalidades. La Junta de Valladolid no fue muy cuidadosa en sus acciones, y fue descubierta y aprehendidos los conspiradores a finales de 1809; sin embargo, éstos declararon que lo único que perseguían era “organizarse para defender a la Nueva España, si España sucumbía ante los franceses, que la habían invadido”, confesión que provocó que el virrey y arzobispo Lizama ordenara que se les retirara la acusación, quedando libres poco tiempo después.
En este punto es conveniente enfatizar que los conspiradores de Querétaro, a pesar de su trabajo en equipo, no tenían claros sus propósitos; la mayoría eran criollos, y no tenían una interpretación precisa sobre los acontecimientos ocurridos en el Ayuntamiento. Para Allende estaba claro –al igual que los “autonomistas” del Ayuntamiento– que los criollos debían gobernar la Nueva España de manera independiente a los dictados de España, sin fijarse otras intenciones; algunos pensaron que debía haber una autonomía, pero no precisamente una independencia de España, y otros como Hidalgo, empiezan a usar el concepto de “pueblo” con un sentido más amplio de la palabra, que abarcaba ya a todos los habitantes de la Nueva España sin importar su clase social. No obstante, en algo coincidían que los mantenía unidos, y era que debía cesar la tiranía de los españoles peninsulares.
Luego, la conspiración de Querétaro también es denunciada y se ordena la aprehensión de los conjurados, pero Allende y Aldama logran huir avisados por doña Josefa, antes de que ella fuera detenida, y se reúnen en Dolores con Hidalgo. Allende y Aldama, proponen huir y esconderse, con la finalidad de organizarse mejor, y es en ese momento que Hidalgo interviene y les dice: “Señores, aquí no hay más opción que luchar o morir”. Las primeras acciones se realizan en el mismo pueblo de Dolores: se aprehende a todos los españoles del lugar, y luego se libera a los presos de la cárcel, prometiéndoseles libertad a cambio de combatir por la patria. En la madrugada del 16 de septiembre, Miguel Hidalgo manda tocar las campanas de la iglesia reuniendo a sus feligreses, y de pie en el atrio frente a la multitud, llama a todos a defender a la patria, a luchar contra el mal gobierno, e incongruente o mañosamente, a garantizar los derechos de Fernando VII; todo ello, acompañado de vivas a la Virgen de Guadalupe y a la religión católica. La multitud lo aclama y la mayoría se apresta a seguirlo, acudiendo a su casa a despedirse de sus familias y regresando con palos, piedras e instrumentos de labranza como armas. Muchos tienen miedo; la mayoría no sabe lo que está pasando, pero Hidalgo es su pastor, confían en él, y se preparan para seguirlo.
Al medio día, la plaza de Dolores estaba abarrotada con una multitud de partidarios de Hidalgo, quien confió a Allende su organización, haciendo éste lo que pudo con aquella desordenada y mal armada turba popular; luego parten a San Miguel y a su paso por Atotonilco, Hidalgo recoge un estandarte de la virgen de Guadalupe que le serviría en delante como bandera. La entrada a San Miguel se hace no solo sin oposición, sino que el Regimiento de Dragones de la Reina se adhiere casi completo al movimiento. Los españoles del lugar son arrestados y se les lleva junto a los de Dolores. Sin embargo, la masa que Hidalgo había reunido carecía de disciplina; el cura había echado a andar un resentimiento de siglos, y éste se vuelca contra las viviendas y comercios de los ricos. La ciudad es saqueada sin control, y esto provoca el primer desacuerdo abierto entre los jefes. Allende está furioso con los hechos provocados por la turba de Hidalgo; éste trata de justificar lo acontecido como un mal necesario, pero a pesar de sus contrariedades, los acontecimientos los obligan a continuar juntos. Separarse equivalía a ponerse en manos de sus enemigos.
El improvisado ejército insurgente toma el camino a Celaya, el día 19. Los españoles del lugar, aterrorizados, piden auxilio a Querétaro, pero no obtienen respuesta. Desde Apaseo, Allende envía una nota de intimidación, y el ejército insurgente entra a esta ciudad nuevamente sin un solo disparo. A cuatro días del grito en Dolores, ya se han conseguido dos ciudades para la causa independentista, pero nuevamente empiezan los saqueos, a pesar de los esfuerzos de Allende y Aldama por evitarlos. En esta ciudad, los insurgentes toman una decisión importante, con la finalidad de imponer un poco de orden: a Hidalgo lo nombran capitán general y a Allende teniente general, reconociendo a Hidalgo como el verdadero símbolo del movimiento. Luego, Hidalgo reparte grados militares de acuerdo con su criterio, hecho que nuevamente causa contrariedad en Allende, quien comenta que Hidalgo es un mal general de ejércitos.
Después, siguen a Guanajuato el 28 de septiembre, en donde los españoles y los criollos ricos se niegan a rendirse y se atrincheran en la Alhóndiga de la ciudad hasta su caída, resultando tres mil atacantes y 400 defensores muertos y un gran saqueo popular nuevamente, que continúa enfrentando a los jefes revolucionarios; después, Hidalgo decide marchar a Valladolid, cuya importancia y valor estratégico y el objetivo de arreglar viejas cuentas, lo alentaban a tomar esta ciudad, misma que es conquistada también sin ningún disparo, pues las tropas realistas que protegían a la ciudad al mando de Iturbide, huyen a la ciudad de México. El Cabildo cardenalicio lo recibe con honores, y se realiza un gran desfile triunfal. Es en Valladolid donde don Miguel ordena sus pensamientos libertarios, y empieza a concretar su idea de una nación nueva, que excluye todo lo español y prioriza los derechos del pueblo americano. Así mismo, es ahí donde se le presenta para ponerse a sus órdenes, un cura regordete y ex alumno de él llamado José María Morelos y Pavón, a quien le encomienda la misión de irse al sur y liberarlo.
En Valladolid, decide irse directamente sobre la ciudad de México, con un ejército de 80 mil hombres mal armados, y que a pesar de ello, ya estaban causando terror en los habitantes de la capital. Los niños y las mujeres habían sido llevados a los conventos para su protección. En Maravatío se topa con Ignacio López Rayón, quien esperaba a los insurgentes y se pone a sus órdenes, e Hidalgo –al ver la preparación de éste– lo nombra su secretario personal; toman Toluca el 25 de octubre y se acercan a la ciudad de México. La rapidez de la campaña de Hidalgo había sobrepasado los preparativos de la defensa realista, pues su ejército estaba muy disperso e incomunicado en el enorme territorio virreinal, situación que impedía que el gobierno pudiera apagar la insurrección con prontitud.
Apenas el 14 de septiembre había llegado a la ciudad de México el nuevo virrey mandado desde España. Se trataba de Francisco Javier Venegas, militar de carrera y héroe de la resistencia contra los franceses, quien recibió la mala noticia de que el cura de Dolores se había levantado en armas. Venegas nombra a Félix María Calleja, comandante en jefe del ejército realista para acabar con el movimiento. No obstante, Venegas teme lanzar a la lucha a los regimientos disponibles, pues sólo los altos mandos estaban a cargo de peninsulares; el resto de la tropa eran criollos y mestizos y Venegas teme que deserten y se cambien de bando, como lo hicieron la mayoría de los elementos de los batallones de San Miguel y Celaya.
Todo estaba a favor de Hidalgo y sus huestes revolucionarias para la acción final: la toma de la ciudad de México. Poco antes, un oficial apellidado Trujillo a cargo de la defensa de la ciudad, sale con mil 500 hombres a encontrar a los insurgentes tratando de evitar la invasión de la capital, pero es derrotado el 30 de octubre en el Monte de las Cruces; luego, Hidalgo ubica su campamento en Cuajimalpa, y Venegas rehúsa parlamentar con una embajada que envía el líder insurgente y se sella –al parecer– el destino de la ciudad; pero inesperadamente –con el triunfo al alcance de su mano– don Miguel, ahora con la reprobación de Allende, retira inexplicablemente sus tropas hacia Toluca y luego hacia el Bajío, acontecimiento que marca el fin de las victorias insurgentes, en esta primera etapa revolucionaria. Se ha especulado mucho sobre los motivos de tan insólito suceso, sin embargo, la verdad, nunca la sabremos.
*Presidente de Guerrero Cultural Siglo XXI.