Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Federico Vite

Muy parecido en realidad

La banda de los Sacco (Traducción de Juan Carlos Gentile Vitale. Planeta, México, 2015, 183 páginas.) es un fragmento de la historia italiana que vendría muy bien revisar en México para entender ciertos porqués, algunos cómos y, de paso, refrescar el concepto de vergüenza nacional. Andrea Camilleri, famosísimo por haber creado la saga que protagoniza el comisario Montalbano, noveló la tragedia de una familia que se opuso a la mafia y, como si esa valentía desestabilizara todo el sistema judicial, generó un efecto bola de nieve en el que el Estado persiguió, encarceló y castigó ejemplarmente a los Sacco. Hablamos de una injusticia épica, muy bien narrada por este siciliano que durante años estuvo investigando el hecho que solía comentarse, como muchos en este país, en las charlas de sobremesa.
Más que una fábula de índole moral y a favor de las buenas costumbres, Camilleri detalla los motivos que tuvieron los Sacco para negarse a cubrir ‘la cuota’ que exigía la Cosa Nostra a cambio de respetar el ganado y la cosecha. Desde las primeras páginas se ponen en marcha los mecanismo del asombro.
En primera instancia, pareciera que asistimos a un melodrama en el que la eterna pugna de los malos contra los buenos dará inicio, pero hay ciertos giros que dotan de interés el relato. Aspectos que el autor tuvo que cotejar con más de cinco fuentes. Camilleri refiere que no creyó del todo la versión de los Sacco (justamente por las vueltas de tuerca de apariencia fantástica), pero en la medida que conocía más testimonios se dio cuenta que los detalles de corte fantástico necesitaban un punto de vista racional para no perder verosimilitud, pues aunque fueron hechos reales debían ser reelaborados para conservar su naturaleza sorprendente, para no parecer disparates a ojos del lector.
Aparte de iniciar la batalla contra los delincuentes, los Sacco sientan un precedente legal, pues comenzaron a denunciar los atracos y sobornos de los mafiosos. Antes de ellos, nadie se atrevía a levantar la voz, incluso los mismos policías recomendaban que las acusaciones no se hicieran de manera formal. Los campesinos siguieron adelante con el proceso; pero como suele pasar en historias desafortunadas, la justicia se revierte y acusan de robo e intento de homicidio a uno de los hermanos, lo encarcelan pero escapa de la prisión de una manera asombrosa: sin proponérselo. Vaciaron el reclusorio para que él pudiera salir por su propio pie, sin testigo alguno. Nadie lo vio salir. La fuga nunca fue reportada. El autor cree que otros capos de la mafia le otorgaron un permiso para que vengara la muerte de su padre, quien fuera estrangulado en un paraje montañoso, a unos kilómetros de la penitenciaría, cuando iba a visitar a su hijo.
Los Sacco se vuelven un mito cuando los capos de la delincuencia organizada comienzan a ser asesinados por un experto tirador de largo alcance, como Vanni, el hijo que había escapado de prisión. La policía no tiene manera de comprobar que él es el homicida. El azar juega en favor de la leyenda, pero en detrimento de los hermanos que poco a poco comienzan a vender sus propiedades y, para cerrar el círculo, sufren el hostigamiento reiterado del Estado. Se inicia un capítulo más de la injusticia cuando los Sacco son considerados una banda de forajidos. Viven a salto de mata, pero con el apoyo de la población, la gente los ve como reivindicadores de la dignidad. La policía, en cambio, se encarga de hacerles mala fama, les fabrica los siguientes delitos: extorsión, robo, intimidación y asesinato. Es decir, las mismas infracciones por los que los mafiosos deberían ir a la cárcel.
Con todos los elementos mencionados, tenemos una trama que fácilmente puede ser comprendida como un western italiano. El libro no busca ninguna orilla artística, pero sí estética: mantiene la estructura de una novela narrada en tercera persona que lejos de generar suspenso de manera obscena (engolando la prosa con estiletes oxidados, escandalosos), se limita a contar casi telegráficamente los hechos. Conserva un tono neutro sin enfatizar frases ni ahondar en especulaciones. Camilleri sabe que el lector desea llegar al fin del libro para conocer el desenlace de la historia. Así que el asunto a destacar en este documento es el trabajo a favor del suspenso; Camilleri, un todo terreno del oficio literario, encontró un mecanismo para unir los hechos sin perder la intensidad del relato. La estructura de este libro se fundamenta en la suma de motivos por los que los Sacco iniciaron la transformación a lo bárbaro. Es decir, no se opusieron a la mafia porque se sintieran poderosos sino porque el espíritu familiar era cercano al socialismo. Recordemos que en ese momento lo de moda era el fascismo. Creían en la fuerza de la comunidad.
La lectura de los hechos que ofrece Camilleri se torna política cuando muestra las pifias en el juicio de los Sacco (detenidos por una cantidad ingente de policías y torturados una vez que depusieron las armas); los testigos cambian los testimonios, incluso afirman que fueron contratados por la mafia para culpar a los Sacco, pero el tono neutro del narrador, insisto, uniforma el cuerpo del relato, como si el autor nos dijera que no son necesarios los aspavientos para generar empatía con el lector. Y justamente, sumando los hechos, Camilleri nos suelta la tremenda revelación, en ese tono monocorde, por la que los Sacco no podían ser libres: el Estado los vio como la semilla de la rebeldía, un germen peligrosísimo que fue capaz de poner en jaque a la mafia.
Ya se imaginará el desenlace de una historia como ésta, pero de la misma manera en la que opera el destino para hacer de los Sacco unos forajidos, lo azaroso de la existencia también los acerca con intelectuales de la época, como Antonio Gramsci, y logran mantener un diálogo con un senador, quien inicia una promoción para revisar el caso.
Lo asombroso del proyecto de Camilleri no es el corte policiaco de la historia; tampoco la exploración del mal en Raffadali, Sicilia, sino la cotidianidad con la que aborda la injusticia. Habla de lo podrido, de lo absurdo de un sistema judicial temeroso y, sobre todo, de la imposibilidad del Estado para garantizar la seguridad de sus ciudadanos. Algo tan cercano a nosotros que casi casi duele leerlo en el papel.
El Estado invirtió 9 millones de liras en la captura de los Sacco; les robó 40 años de vida a estos campesinos y los dejó en la ruina económica. Cuando se organizaban las pesquisas espectaculares para atraparlos, la gente se preguntaba, ¿de qué se acusa a esos hermanos? Nadie sabía la respuesta. El único motivo por el que se metieron en problemas fue simple: se defendieron.
“Con este libro he intentado contar cómo la mafia no sólo mata sino que ahí donde el Estado está ausente, también condiciona y trastorna irreparablemente la vida de las personas”, explica Camilleri el nacimiento de este documento asombroso y nos pone de nueva cuenta una pregunta en la cabeza, ¿qué pasó para que seamos los hilachos que ahora somos?
Durante al redacción de este texto se oyen ráfagas de una pistola de bajo calibre a unos metros del domicilio; en seguida, detonaciones de un arma de alto poder. Aceleran los motores de los autos, de las motocicletas. Los perros ladran. Se escucha el griterío pavoroso de los vecinos; de nueva cuenta suenan las ráfagas y choca el plomo contra los muros de las casas, contra los autos. Es una balacera breve. Minutos después vuelve el silencio. Veo la portada de La banda de los Sacco. No creo que esa realidad planteada por Camilleri esté muy lejos de mi presente. No, no creo. Que tengan buen martes.

468 ad