Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

*Arrebatos carnales / 17

Isabel Motecuhzoma Tecuichpo, la princesa furiosa

De entre los Arrebatos que llevamos de Francisco Martín Moreno, el dedicado a Isabel Motecuhzoma Tecuichpo, La Princesa Furiosa, es el más extenso y dramático. En el relato circulan las versiones no siempre claras del canibalismo de los aztecas, de la severidad con que éstos mantenían sometidos a los pueblos circundantes y, con énfasis y detalladamente, de la crueldad animalesca con que los conquistadores españoles fueron asesinando, engañando, mutilando e incendiando pueblos enteros en su enfermiza ambición por el “maldito” oro. En contraparte, abundan también minuciosas descripciones del mundo azteca, de sus creencias religiosas y conformación social, de sus costumbres y vida cotidiana, vocaciones artísticas y diversiones, todo envuelto en el halo de virtudes perdidas que suele pergeñar la añorante y trágica visión de los vencidos.
El largo monólogo de Isabel Motecuhzoma empieza con Hernán Cortés intentando violarla y –“¡suélteme, hijo de la gran puta, ¡suelteme!”– con ella resistiéndose con furiosa desesperación. “El malvado capitán de las hordas de bárbaros euroafricanos” buscaba abrirle las piernas “para manchar mis entrañas con su asqueroso veneno, de la misma manera en que lo había hecho con mis hermanas mayores, Inés y Ana, y hasta con Xochicuéyetl, de sesenta y nueve años de edad, la madre de Motecuhzoma, el gran Huey Tlahtoani, entre otras tantas mujeres…” Es el arrebato carnal que explicará, de entrada, el coraje y la tristeza con que Isabel se aplica en su relato y el gancho con que Martín Moreno nos llevará a recorrer Tenochtitlan y los pasos reconocidos de la Conquista, mientras pone los puntos sobre las íes.
Isabel Motecuhzoma era hija del emperador azteca Motecuhzoma Xocoyotzin. Nieta de Axayácatl. Esposa de Cuauhtémoc. Su violación semeja la destrucción de un mundo que se creía divino y eterno, de un pueblo culto y noble destruido por bandoleros analfabetas en el nombre de España y de dios. “Su llegada a México Tenochtitlan había significado no solamente la extinción de una civilización de la que propios y extraños estaban tan sorprendidos como orgullosos, sino que había enlutado la inmensa mayoría de los hogares, destruido templos, casas, jardines, bibliotecas y palacios, incendiado campos y arrasado con sistemas eficientes de producción de la tierra, así como haber quemado a la gente viva en sus hogueras de horror o colgada de las ramas de nuestros ahuehuetes. Eso sin contar a los miles y miles que habían muerto en las minas buscando oro, el teocuitlatl, causa de nuestra destrucción, una maldición por la diabólica avaricia de los españoles”.

El calmecac

Motecuhzoma entró a los diez años (1478) al Calmécac de Quetzalcóatl, “el centro educativo reservado a los nobles y a los plebeyos prometedores…, de donde salían los grandes hombres que gobernaban al pueblo”. Ahí y en el Telpochcalli “aprendíamos a difundir información oral y a manejar aparatos de contabilidad, calculadoras, memoriales o registros, signos de comunicación a distancia por medio de tambores y hogueras, conjuntamente con nuestros métodos de expresión pictográfica, rollos, códices, mapas, archivos y bibliotecas…” Los huehue nahuatlatos eran los ministros de la palabra, quienes “memorizaban hechos acontecidos con toda fidelidad y corrección” y servían de mensajeros y embajadores. En el Calmécac aprendió Motecuhzoma la ciencia de las cuentas, el conocimiento del cielo y de los astros, el libro de los días, el arte de hablar con elegancia y el arte de la guerra, la ciencia de los censos y la del gobierno, lo relativo a las genealogías o heráldicas, a las plantas y medicinas, y a la historia. Además, los dichos de los ancianos, el arte de pintar y representar en glifos, la ciencia del impulso o ímpetu vital…, la prudencia en el hablar y, por supuesto, “las artes militares en las que Motecuhzoma fue todo un maestro, según lo demostró la expansión y consolidación” del imperio azteca.
“Luchar como soldado en el campo de batalla –explica Isabel–, hacer cautivos de guerra y morir en la acción, daba seguridad, un gran prestigio en la vida y acompañar al sol en su ciclo diurno aseguraba un lugar privilegiado en el lugar donde se disfrutaba de los más refinados placeres”.
Con rabia recuerda Isabel cómo los españoles incendiaron las Amoxcalli o casas de los libros. “Ahí está el primer obispo de la Nueva España, fray Juan de Zumárraga, el despiadado inquisidor apostólico, ese generoso hombre de su dios, que no sólo mandó quemar vivos a muchos de nosotros en la hoguera en condena por nuestro supuesto salvajismo, sino que también ordenó destruir en un auto de fe nuestros códices y bibliotecas, alegando que era menester quemar todo lo nuestro porque no teníamos ‘cosa en que no hubiese superstición y falsedades del demonio’”. Cortés destruiría “archivos y bibliotecas en el palacio de Axayácatl donde fue alojado” y en todos los pueblos que encontró a su paso, para que quedara “nada de lo nuestro”.

Motecuhzoma águila cabeza rapada

Murió Axayácatl. Tizoc, su sucesor, falleció “posiblemente” envenenado por Tlacaélel, y cuando “Ahuizotl fue elegido Huey Tlahtoani por el tlahtocan… se ofrendaron algunos cautivos de guerra en honor a Huitzilopochtli, puesto que el nuevo tlahtoani había determinado ofrecer muchos más cautivos de los que nunca se hubieran presentado al sol”. Éstos serían capturados en correrías guerreras por el valle de Oaxaca y parte de Guatemala, en las que Motecuhzoma se mostró como “un guerrero resuelto, disciplinado e intrépido, los requisitos necesarios para alcanzar el grado de Tlacochcálcatl, de la misma manera que llegó a ser un guerrero águila con cabeza rapada, rango reservado a los militares que hubieran efectuado proezas atrevidas y excepcionales”.

Sobre el amor…

Mientras “los jóvenes guerreros tenían permiso de regocijarse con las mujeres consagradas a Tlazohtéotl, manifestación femenina del amor carnal…, los indios acomodados acostumbraban bañarse en temazcallis o baños de vapor donde eran lavados por sirvientes que los azotaban mesuradamente con racimos de hojas de mazorca para estimular el cuerpo”.
En el mes dedicado a Tláloc, el dios de la lluvia, se guardaban cinco días de abstinencia sexual. “Las viudas sólo se podían casar con el hermano del esposo muerto. Entre los ritos previos al matrimonio, la pareja ofrecía algunas veces la sangre virginal de la novia a Ometéotl, la esencial dual creadora”.
Para Isabel, su padre conoció el “placer” por las mujeres a los diecisiete años. Como el matrimonio “no era libre, sino un negocio concertado” entre familias, y a sabiendas de que “tenía que casarse con una princesa de Texcoco o de Tlacopan, descendiente del linaje de tlahtoanis”, Motecuhzoma se fijó en Tecalco, hija de Tototquihuatzin II, quien a la postre sería la madre de Isabel.
Isabel recuerda que “las mujeres mexicas contraíamos nupcias entre los doce y los trece años de edad”, y, dispuesta a contarnos “todo” sobre su pueblo, asegura que “las indias adolescentes éramos muy precoces y disfrutábamos ávidamente del macho. Adorábamos presumir nuestras grandes tetas, la prueba necesaria de que podríamos amamantar niños fuertes…” Si querían abortar, “simplemente” iban con el Tláloc Tlamacazque, quien “recomendaba las hierbas necesarias” y el rito de canto y baile para lograr su cometido. Isabel atribuye la fecundidad de las mujeres aztecas “al atole caliente en las mañanas y a no traer los pechos apretados”.
Reconoce Isabel que gobernantes y señores “tenían derecho a la poligamia” y que Motecuhzoma “llegó a tener nueve esposas y veintiséis hijos, pero en ningún caso –aclara– llegó a tener ciento cincuenta y dos mujeres embarazadas al mismo tiempo, como es falso que Nezahualcóyotl hubiera tenido sesenta y dos hijos varones y cincuenta y siete hijas y Nezahualpilli ciento cuarenta y cuatro vástagos”.
Y es que, dice, “los narradores españoles faltaron a la verdad cuando afirmaron que en el palacio de Motecuhzoma existían tres mil mujeres, entre señoras, criadas y esclavas. Estas cifras fueron exageradas, aunque acertaron al describir a las bellas doncellas que lo rodeaban, ya que éstas andaban ricamente aderezadas y si se bañaban muchas veces al día no era sólo porque al tlahtoani le disgustaban los malos olores, sino porque la limpieza era entendida como un ritual de purificación ante los dioses. Utilizábamos el fruto del copalzocotl, llamado por los españoles ‘árbol de jabón’, y la raíz de la saponaria, que producen la espuma necesaria para el aseo personal y el lavado de ropa. Un buen aroma despedido por el cuerpo es señal de educación, de salud e higiene, por lo que es muy sencillo concluir que los invasores no eran educados ni sanos ni limpios”.

…y otros detalles

Como todos los personajes que Martín Moreno ha puesto en escena, Isabel Motecuhzoma sabe todo sobre el mundo que rememora y deja testimonio del mismo con innumerables detalles. Éstos engrosan el relato y (además de las escenas arrebatadas, en uso del diálogo y demás recursos literarios) otorgan la vida novelesca de que gozan las profusas investigaciones académicas de Moreno. En lo que acaba la página, con Isabel podemos ver a las mujeres mexicas frente a un espejo de pirita pulida, acicalándose con cremas y perfumes. “Como nuestra piel es morena…, nos gustaba pintarnos con un tinte amarillo claro, con el cual aparecemos representadas… en los códices. El aspecto lo lográbamos utilizando un ungüento llamado axin o una tierra amarilla, tecozauitl, tan buscada que algunas provincias la suministraban como tributo. Nos encantaba pintarnos los dientes de negro y de rojo oscuro, de acuerdo a la tradición huasteca. Por lo que hacía al pelo, la moda dictaba que fuese levantado sobre la cabeza hasta formar dos capullos parecidos a cuernos pequeños”. “Con frecuencia” algunas llevaban “el busto descubierto y caminaban con los pies desnudos, con sandalias con suelas de fibras vegetales o de piel atadas al pie por medio de unas correas entrelazadas y provistas de taloneras”, aunque las nobles –asienta Isabel– siempre usábamos el huipil y hasta sandalias con la base de oro”, al modo de Motecuhzoma. Éste abría “las fiestas del mes Tecuilhuitl” en que las mujeres danzaban con los guerreros, “personificaban a las deidades y despedían las fragancias más exquisitas de todo Tenochtitlan” y en las que los indicados consumían un cactus llamado nanacatl o peyote, “la medicina correcta” cuando “se quiere mirar la realidad con los ojos”.

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