Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Las fotos del dolor ajeno

 Jorge Zepeda Patterson  

La postal de un hombre negro colgado de un árbol, con todos los signos de haber sido vejado y arrastrado momentos antes de su muerte, es un espectáculo macabro. Pero verlo en el centro de una romería de familias blancas en traje de domingo que celebran el linchamiento es mucho mas que una imagen desconcertante. El libro Without Santuary sobre estos linchamientos recoge una gran cantidad de postales de principios de siglo pasado, en las que las hijas pequeñas de estos sureños de Carolina y Alabama posaban con sus sombreros de palma al pie del negro torturado. Lo más desagradable de la escena no era el asesinato mismo, sino el evidente deleite de las familias blancas que estas fotos revela.

Esta semana he vuelto a experimentar esta sensación de extrañeza y desconcierto que provoca ver a otras personas solazarse con el dolor ajeno. Lo que aquellas niñas y sus padres disfrutaban al pie de un árbol con un negro desnucado a la vista, no es muy distinto de lo que parecen sentir los soldados norteamericanos ante los prisioneros iraquíes torturados, según las fotos difundidas la semana pasada. Lo que sorprende no es el hecho de la tortura y la humillación a la que someten a los detenidos –sólo un ingenuo puede creer que los marines son visitadores de los derechos humanos–, sino la imagen de una joven soldado, delgada y de sonrisa encantadora, que festeja el martirio de una docena de hombres sometidos a su voluntad.

Se supone que una mujer que todos podríamos querer como vecina no encaja con la descripción de un torturador. Lo que ofende no es la escena del flagelo, sino el hecho de que la torturadora es uno de nosotros.

Hace unas semanas Susan Sontag, una de las inteligencias más agudas de nuestra época, publicó un libro valiente e inquietante: Regarding the pain of others, edit. Picador, 2004 –Contemplando el dolor ajeno, aún sin editar en español–. La autora hace un breve repaso de la extraña fascinación que ejerce en los hombres las desgracias de los otros. El libro es una exploración, no tanto de las motivaciones que llevan a una persona “normal”, incluso educada, a convertirse en un victimario despiadado y brutal. Ese tema ha sido abordado con frecuencia a partir del nazismo alemán o más recientemente con motivo de las purgas étnicas de los serbios en contra de los bosnios y musulmanes. Existe una abundante literatura que intenta explicar los motivos que llevan a un ciudadano respetuoso de las leyes y obediente de su moralidad cristiana, a convertirse en descuartizador de su vecino.

El tema que aborda Susan Sontag es mucho más sutil y turbador: analiza el hechizo voyerista que ejerce la contemplación pasiva de las desgracias ajenas, particularmente a través de las medios de comunicación. Gracias a la fotografía las masacres se han convertido en un elemento consustancial del entretenimiento de la vida moderna en los hogares occidentales.

En materia de noticias y los raitings que éstas generan, nada compite con la guerra. Las escenas de hogares destruidos, soldados heridos y cadáveres de civiles desperdigados alcanzan una difusión máxima, por la misma razón que solemos bajar la velocidad al mínimo al pasar ante un accidente de carretera. Lo más espeluznante es constatar lo que los editores de periódicos saben desde hace mucho tiempo: las fotos más “vistas” por los auditorios son aquellas que involucran víctimas inocentes de las guerras –mujeres, niños–. De allí el inmenso impacto de aquella escena durante la guerra vietnamita, en la que unas niñas corren con el rostro desencajado y desnudas por las quemaduras de napalm.

¿Qué ha sucedido con nuestra percepción de la guerra luego de 40 años de este tipo de fotos? ¿Se ha desplazado nuestra capacidad de indignación por la reiteración de imágenes insoportables? ¿El efecto acumulativo ha terminado por vacunarnos o, por el contrario, somos ahora más intolerantes de las injusticias que la generación anterior?

El estudio de Sontag rompe algunos mitos. Primero, contra su propia tesis –establecida en su libro Sobre Fotografía, de 1977–, ella concluye que la reiteración no provoca insensibilidad como había creído antes. Simplemente nos hemos hecho más discursivos. Todo depende de la interpretación que acompaña la imagen. Para empezar la distancia geográfica y social es clave. El rostro de los cadáveres, por ejemplo, sólo se muestra si las víctimas son habitantes de países subdesarrollados o no occidentales –es inaceptable ver muertos que se parezcan a “nosotros”.

Pero cuando las desgracias suceden a personas con las que uno puede identificarse, cuando hay el riesgo de que uno de nosotros sea la víctima, nuestra respuesta podría ser mayor que antes. Después de todo, la televisión nos ha permitido tener la capacidad de imaginarnos en el papel de víctima.

La reacción del pueblo norteamericano ante la imagen de sus soldados practicando la tortura ha sido desalentadoramente apática. Todo indica que el ataque a las torres sacudió de tal manera sus propios miedos que están dispuestos a justificar cualquier atrocidad en tierra ajena, con tal de disminuir el riesgo de sufrir dolor en casa. Al final, es una cuestión de imágenes: nunca más un avión sobre un edificio de Nueva York, aunque eso signifique muchos Bagdad incendiados. ([email protected]).

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