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Sueños de agua y abundancia en San Pedro Petlacala

Celebran los habitantes de este pueblo de La Montaña en el Día de San Marcos un antiguo ritual

Todavía no son las 7 de la mañana en San Pedro Petlacala, municipio de Tlapa de Comonfort. O mejor dicho las 6, porque este pueblo nahua se rige por la “hora de Dios” y no adelantó sus relojes.

Apenas amaneció y desde el caserío se ve a las personas que ya empezaron a subir al cerro Coajpotsatsi. Cargan bolsas del mandado llenas de cosas, guajolotes vivos y ramos de flores. Algunos niños van en mulas mansas guiadas por sus madres, liberadas ellas del peso de los pequeños en sus espaldas.

El 25 de abril, Día de San Marcos, es la fecha en que siempre realizan una ceremonia de petición de lluvias para que el agua haga que la tierra sea fértil y la cosecha abundante. Sin embargo, este año el ritual se realizó un día después porque el 25 era domingo y el tlalmaquetl de la comunidad, el rezandero, consideró que era de “mal agüero” hacerlo en día de descanso.

El cerro se impone con su paisaje de aridez, de rocas, de arbustos secos y espinosos. El camino a la cima es cruel con quienes no solemos adentrarnos frecuentemente en el corazón de la Montaña. Duelen las piernas, falta el aire, se cierra el pecho. Hay que detenerse a descansar. A respirar. Mientras tanto, pasan mujeres, hombres y niños. Se adelantan y llegan antes. Están acostumbrados a transitar esos senderos. Para ellos el cerro no es sólo el espacio físico para realizar sus ceremonias. También es el cerro bueno que, según cuál sea la época del año, les da la leña que necesitan para encender fuego, animales silvestres para comer y flores para adornar ofrendas. El Coajpotsatsi es parte de sus vidas.

La ceremonia se realizará en tres lugares distintos y los asistentes se desplazarán de uno a otro, bajo el sol que ya empieza a hacerse notar. Todo comienza en un claro del Coajpotsatsi, cerro masculino cuyo nombre quiere decir “culebra que grita”. Aquí hay un pozo, al que el tlalmaquetl entra sólo luego de quitarse sus huaraches. Su borde es de piedras y en ellas depositarán una ofrenda abundante, tan abundante como quieren que sean las lluvias y la posterior cosecha. Tamales, mole rojo de pollo, tortillas hechas a mano, chocolate caliente, pan dulce, cigarros, guirnaldas de cacalotxóchitl (unas flores blancas cuyo perfume dulzón se mezcla con el aroma del copal humeante) y aguardiente para representar la alegría. En este lugar del cerro las ofrendas son para la madre tierra. A ella le dan lo que a estos indígenas nahuas más les gusta. También colocan las varas de mando del comisario municipal. Es para que este funcionario público “pueda hacer bien su trabajo”.

Las ofrendas son preparadas ahí. Para ello, subieron con sus ollas, platos y tazas y encendieron fuego con las ramas secas que el cerro les proveyó. Pero la ofrenda más importante son los chivos que están atados a un árbol. Uno es blanco y otro es color café. Tienen flores en sus cuernos y parecen presentir su fin. Cuando van por ellos, se resisten. El blanco es sacrificado primero y grita como una criatura. Parece que llorara. El segundo lucha aún más. Un cuchillo filoso entra en sus pechos y la sangre se vierte en un recipiente. Les quitan los corazones y los ponen en el pozo. Son el regalo más preciado: representan la vida y esta comunidad le da vida a la madre tierra y a Tláloc, amos ellos de la lluvia, del agua buena o del agua mala, de la fertilidad.

“Si los recibe (a los corazones), quiere decir que va a llover bien, seguro”, explica el comisario Gabino Santos Melchor. Pero “si viene un animalito y se lo lleva, quiere decir que no lo recibe. Entonces no llueve”, agrega.

El rezandero

Todas las ofrendas son presentadas por el rezandero. “Siempre es él” quien desempeña esa tarea porque “no hay otro”, comentan. Repite sus oraciones una y otra vez, durante la mañana y la tarde, cada vez que un obsequio deber ser presentado. Él es intermediario entre la comunidad y las fuerzas de la naturaleza, entre las personas y lo sagrado. Y cada ofrenda, ya sean alimentos, animales vivos, velas o flores, debe pasar por sus manos y por sus rezos. Sus palabras son en náuhatl, aunque en su murmullo se reconocen algunas en español: “una herencia, una riqueza, un presente”.

“Había otro señor que venía, murió y en el pueblo le comenzaron a hablar a él (al actual tlalmaquetl)”, relata Santos Melchor.

“Ahorita Don José, nuestro rezandero, se va a un lado de Olinalá, porque lo vienen a alquilar. Dicen que hubo un tiempo que no llovía para allá. Lo llevaron, subieron a un cerro a orar y en la tarde se soltó un aguacero, y llueve. Entonces ya creyeron. Por eso ahora cada año lo vienen a buscar”, prosigue.

Por su parte, la preparación espiritual de este hombre no es fácil. Hay requisitos que este anciano debe cumplir desde dos días antes: debe ayunar, no puede mantener relaciones sexuales y tiene prohibido emborracharse o enojarse, ya que si él hace las peticiones enojado, los dioses también se enojarán.

A su vez hay cuatro ancianas que ayudan al tlalmaquetl. Sus cabellos son blancos y visten delantales, porque son ellas quienes van y vienen atareadas con los platos de las ofrendas.

En los alrededores del pozo está “la rueda”: 8 piedras dispuestas en el suelo separadas una de otra. En estas piedras, que representan a los límites territoriales y a los otros cerros altos, también ponen tamales, tortillas y flores. Como no pueden ir a ofrendar a todos los cerros que los rodean, les colocan presentes aquí para que éstos no se enfaden. Y es en una de ellas donde se encuentra la culebra, la serpiente que simboliza al agua y que no se debe enojar, porque sino traerá mucha agua a la comunidad, pero no el agua deseada, sino tormentas o granizo.

El ritual continúa en un lugar aún más elevado del Coajpotsatsi. Hasta allí se dirigen todos. Aquí hay una cruz y las ofrendas dispuestas son para San Marcos. Nuevamente, hay abundancia de presentes y oraciones a cambio de fertilidad para los meses venideros.

“Es el que da todo”, dicen de este santo del catolicismo que ha sido agregado a una tradición de años de sabiduría y cultura indígenas.

La ceremonia de petición de lluvias se realiza el día de este santo por una azarosa cadena de relaciones: la imagen de San Marcos es acompañada por un león, y en este animal se visualiza al jaguar, que era el dios de la lluvia en la cultura olmeca.

Una de las ancianas que ayudan al rezandero se llama Rosa y tiene 70 años. Ella afirma que al cerro hay que subir “con ofrenda o limosna porque sino castiga”. Y habla de “los ídolos que viven” en la Montaña, que son representados en figuras sagradas hechas en piedra que guardan celosamente en una caja. A ellos también les solicitan lluvias.

“Los antepasados, nuestros abuelitos, adoraban mucho a los ídolos que no tenían templo. Adoraban a las piedras. Y ahorita, pues, todavía le seguimos”, cuenta el comisario.

Ya es el mediodía y el sonido de las chicharras es fuerte, grave, constante. Parecen contentas por el calor de este día de sol furioso. Ahora todos se dirigen a la cima de otro cerro un poco más bajo, al Ehécatl zihuatl. Este cerro es femenino y su nombre significa “mujer del viento”. En ella hay algunos árboles de ramas aún verdes y bajo su sombra se realizan sacrificios de animales.

“Allá arriba (en Coajpotsatsi) es para llamar al agua, y aquí, si quieres pedir algo, dicen que viene uno y pide gallinas, guajolotes. Aquí viene mucha gente”, asegura Santos Melchor, y señala a unas mujeres que tienen a sus aves de corral bajo el brazo, quienes esperan su turno para ofrendarlas.

“Esas tres señoras no son de aquí. Son de Axoxuca. Y cada año vienen”, informa este hombre de modales amables.

Cerros que son hombres y mujeres

Yhajaira tiene dos años y llora porque sacrificaron a un guajolote. Minutos más tarde vuelve a llorar porque mataron a un pollo.

“¿Te dan lástima?”, le pregunta su mamá, al tiempo que una de las ancianas le explica a la niña que ese pollo les traerá “muchos pollos más”.

Es importante señalar que la cosmovisión nahua no considera la existencia de cerros solos: siempre que hay un cerro hombre, cercano hay otro que es mujer. Es necesario hacer rituales para los dos, para juntarlos y contentarlos, porque si no se unen la fertilidad no es posible. Pero si se realiza un ritual de acercamiento y se logra que los cerros “duerman juntos”, entonces nacerá el maíz.

La banda de viento llega horas tarde, mucho después de que empezó el ritual.

“Es que un muchacho, el que mero los dirige, no está. Se fue a trabajar para el otro lado”, se lamenta Santos Melchor. El “otro lado” del que habla es Estados Unidos. Nueva York, para ser precisos. Ciudad a la que emigraron muchos indígenas de Petlacala, pueblo que vio reducirse a 180 su número de habitantes.

Con esta petición de lluvias se inicia un ciclo de rituales que buscan atraer a las nubes, al viento, a la lluvia. Una de las prioridades de esta ceremonia es pedirle permiso a la tierra para sembrar, porque ararla es una forma de herirla. Entonces es necesario evitar que se enfade, hay que hacer que esté contenta y ayude a que las semillas crezcan.

Cuando caiga la tarde, luego de haber compartido las ofrendas y de comer en el cerro, el grupo volverá al pueblo. Pasará por la iglesia e irá a la casa del comisario, bailará y cenará barbacoa de chivo (el mismo que sacrificaron en la mañana). A eso de las 11 de la noche todo habrá terminado.

Los participantes del ritual estiman que el agua deseada comenzará a caer en sus campos el 20 de mayo. Más tarde, el 1 de junio, llevarán a cabo otro pedido de lluvia. Y a partir del 15 de junio, “si ya empezaron las lluvias, sino más tarde”, empezarán a sembrar maíz, fríjol y calabaza. Ciclo agrario que será cerrado el 29 de septiembre, día de San Miguel, con una ceremonia de agradecimiento.

En esta pequeña comunidad nahua, donde la economía de autoconsumo se centra en la agricultura, el aseguramiento mágico de la fertilidad de la tierra brinda la esperanza de que la felicidad de todos será posible pronto.

Ante la pregunta de qué pasaría si no cumplieran con este ritual agrario, el comisario responde sin dudar: “pues ya no iba a llover”.

Aquí la felicidad adopta una forma sencilla, humilde, y se reduce a lograr que los vientos no arranquen las semillas sembradas, a que no se aleje la ansiada agua y a que las lluvias traigan una cosecha próspera.

Se trata, simplemente, de la felicidad de no tener hambre.

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