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Soberanía secuestrada

Jaime Salazar Adame

Los actos de corrupción en los que se ha involucrado al gobernador del vecino estado de Morelos, Sergio Estrada Cajigal, han llegado al extremo del cuestionamiento público con la puesta en marcha de un juicio político en su contra, pero como era de esperarse, la politización que este acontecimiento trascendental ha alcanzado en los medios, con los cañonazos de ocho millones de pesos que se ha dicho recibió un diputado priísta para torpedear tal procedimiento de desafuero, vale la pena recordar que es a partir de la teoría clásica del liberalismo fundado por el inglés John Locke cuando se establece que la soberanía pertenece al pueblo perpetuamente y no reside en los gobiernos para hacer y deshacer a voluntad.

Si la politización del novísimo escándalo interno –el de Ahumada/ Cuba ya es internacional– ha colocado en el ojo del huracán el favoritismo de las convenciones en lugar de las convicciones políticas, así como la sustitución del método de consenso por las deslegitimaciones morales y la total ausencia de la obligación política como deber absoluto de obediencia a las decisiones populares, se debe precisamente porque en la práctica política partidista se concibe a las leyes y las instituciones como creaciones artificiales del hombre y las evalúa por sus resultados y no por su concordancia con principios legales que eviten el reforzamiento arbitrario de la autoridad.

Desde el Segundo Tratado del Gobierno Civil (1690) escrito por Locke quedó establecido que por siempre la soberanía pertenece al pueblo y, por lo tanto, puede recuperarla si sus representantes no cumplen con los programas que los llevaron al poder. De tal manera que si el Poder Legislativo o alguno de sus miembros no acata la voluntad popular, el pueblo puede cambiarlo y sustituirlo por otro. Si es el Ejecutivo el que incumple sus funciones se sitúa en estado de guerra con el pueblo y este tiene el derecho de oponerle la fuerza y removerlo.

Así surge en la ciencia política el derecho a la insubordinación del pueblo si los poderes que lo representan han dejado de cumplir con sus funciones, como todo apunta con lo ocurrido en Morelos con la permeabilidad del gobierno por el narco. Es verdad que Santo Tomás ya planteaba ese derecho pero Locke lo desarrolla basándose en la concepción de que la soberanía reside en el pueblo por derecho natural.

En toda clase de estados y situaciones, el verdadero remedio contra la fuerza ejercida sin autoridad consiste en oponer otra fuerza a esa fuerza (parágrafo155). Aquí sienta Locke las bases de su teoría. La fuerza sin autoridad devuelve al hombre al estado de naturaleza, viola los objetivos para los que fue creada la sociedad y autoriza al pueblo a recurrir a esa misma arma para defenderse.

Desde luego vale destacar lo sorprendente de esta argumentación expuesta después de que el absolutismo a lo Luis XIV sostenía que el monarca lo era por origen divino y que era pecado tanto oponérsele como levantarse contra su príncipe. Luego entonces a quien ejerciendo autoridad abusa de ella se le puede ofrecer resistencia, lo mismo que a cualquiera que atropella el derecho de otro (&202) tanto como si es un funcionario menor como y –con                           más razón– si es el propio príncipe.

Únicamente debe oponerse la fuerza a la fuerza injusta e ilegal (&204), escribe Locke sin dejar lugar a dudas. Si por ejemplo el gobierno intentara arrebatar –como ha sucedido en muchos casos en Guerrero y la urbanización del puerto de Acapulco es el mejor ejemplo porque se ha edificado sobre la base del despojo de la tierra– o arrebatara la propiedad se colocarían en un estado de guerra con el pueblo y no tendría éste sino el recurso común que Dios otorgó a todos los hombres contra la fuerza y la violencia (&222) es decir, la fuerza.

No sólo tiene el pueblo este derecho natural sino que Dios mismo está de su lado. Inusitadas palabras en el siglo XVII, porque Locke revisa ciertos textos que se oponían al derecho a la rebelión del pueblo sosteniendo que esta debía darse de manera respetuosa y responde con unos pasajes llenos de ironía y verdad, como el siguiente: “A quien se le permite resistir, no hay más remedio que reconocerle el derecho a golpear. Y una vez reconocido ese derecho, que el autor en cuestión, u otro hombre cualquiera, dé el golpe en la cabeza o haga el chirlo en la cara con toda la reverencia y el respeto que crea conveniente. Soy de la opinión de que quien es capaz de conciliar los golpes con el respeto, bien merece que se le premie con una cortés y respetuosa tanda de palos, en cuantas ocasiones se presente tal oportunidad” (&235).

Es conveniente señalar que Locke consideraba rebelión el oponerse no a las personas sino a la autoridad, de ahí que, en sentido estricto, el derecho del que él habla, más que de derecho a la rebelión, es más exacto llamarlo derecho a la insurrección.

Ahora cabe preguntar: ¿quién será el encargado de juzgar si hay tiranía o abuso del poder? En palabras de Locke es el pueblo. Cuando no hay juez o árbitro al pueblo sólo le queda apelar al cielo. Esta afirmación contenida en el parágrafo 243, hace alusión a que cuando no hay juez en este mundo no queda sino apelar a Dios, como ocurre con la soberanía popular secuestrada por los partidos políticos o mejor dicho por la partitocracia.

El gobierno puede disolverse desde el interior cuando el Poder Legislativo es derribado o cuando el Poder Ejecutivo se desentiende y no hace aplicar las leyes –es la anarquía–. Cuando el Poder Legislativo o el gobernante actúan contra su misión de velar por el interés común o cuando arrebata las propiedades a sus ciudadanos.

Como se puede comprender, Locke es el primero de los grandes filósofos que sitúa al pueblo como el gran actor en la vida social. Como todo clásico es un reflejo de su tiempo a la vez que lo trasciende. Lamentablemente el pueblo sólo ejerce su soberanía el día en el que vota, por eso debe hacerlo alejado de promesas demagógicas.

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