Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Rogelio Ortega Martínez

Guerrero en estos días: Max Weber y la política práctica

(Doceava entrega)

Nuevamente, con la dispensa de mis cuatro lectores, me desprenderé parcialmente de mi función gubernativa para ir a mi formación académica y, también, dejaré por esta ocasión mi devoción por la cultura griega para construir, en esta entrega, una ruta de reflexión y argumentación a partir de la influencia de uno de los principales teóricos y maestro clásico de mi educación como sociólogo y politólogo. En las ciencias sociales, el alemán Maximilian Carl Emil Weber, conocido en la cotidianidad académica sólo como Max Weber, ocupa un merecido pedestal en el panteón de los más ilustres. A veces limitamos su figura al reducirlo en las categorías de economista y sociólogo, lo que no da la medida real de sus aportaciones al derecho, a la filosofía, a la ciencia política e, incluso, a la musicología. Fue en cierto modo un renacentista tardío, ya que, como Leonardo da Vinci, se ocupó de cuanto asunto humano fue de su interés.
Le tocó ser testigo del cambio del siglo XIX al XX –vivió entre 1864 y 1920– una época acelerada en la que prácticamente todas las certezas de siglos se resquebrajaron. Y ahí estaba el doctor Max Weber, con su disciplina prusiana y su agudeza intelectual, intentado comprender lo que aparentaba ser un caos. Un esfuerzo que, por cierto, le pasó factura, al sufrir ciclos de parálisis mental que le hicieron pedir la baja en la Universidad de Berlín, aunque luego regresó con vigor a sus tareas docentes e incluso al activismo político, desde posiciones cercanas a la socialdemocracia, quizá por ello mi doble o triple identidad actual con el maestro Weber.
Como intelectual, su legado es enorme. Por citar una de sus aportaciones, Weber nos permitió saber que el desarrollo capitalista estuvo, en un inicio, fuertemente asociado a la ética del protestantismo, influido desde niño por su madre: calvinista y puritana. De su cultura religiosa, deriva la expresión “ética del trabajo” que hoy usamos como cultura del esfuerzo. Así, también, la importancia de los valores protestantes de austeridad, ahorro, reponsabilidad social, individual y colectiva, como parte sustantiva del espíritu capitalista. En otra gran aportación, le debemos la definición que aún hoy se usa ampliamente en la ciencia política sobre el Estado que “dentro de un determinado territorio reclama para sí el monopolio de la violencia física legítima”, en un claro contraste con las estructuras políticas previas, las feudales, donde dicho monopolio no existía, disputándose emperadores, reyes, nobles e Iglesia la capacidad de imponer decisiones.
Parece un poco brusca la definición de Weber, en especial en las circunstancias de profunda crisis política y social que hemos vivido en el estado de Guerrero como producto y resultado de la tragedia de Iguala y el drama de Ayotzina-pa del 26 y 27 de septiembre de 2014. Especialmente ahora, cuando se tiene que poner el acento en el adjetivo “legítima” que contribuye a que la veamos de otra manera. En cierto modo se trata de una definición límite, ya que nadie, excepto el Estado, puede reclamar para sí la legitimidad de la imposición de sanciones, salvo que nos encontremos ante circunstancias de legitimidad dual, como ocurre en los procesos de las rebeliones de los pueblos y de las revoluciones sociales. A diferencia de cuando ocurre un enfrentamiento entre delincuentes armados y las fuerzas del orden, entendemos que éstas tienen el legítimo derecho de usar las armas, derecho que dimana de la legalidad establecida y por tanto obedecen a autoridades que, a su vez, poseen legalidad y legitimidad. La legitimidad de la aplicación de la ley.
Y por cierto, el concepto de legitimidad es otra deuda con el doctor Weber. ¿Por qué acatamos sin especiales rechazos que alguien nos gobierne? Una respuesta pudiera ser que, de no acatarlos, los gobernantes nos reprimirían permanentemente, usarían la coerción o la fuerza para someternos. Es verdad que en ocasiones así ocurre. Pero Weber fue quien puso negro sobre blanco algo que los grandes dirigentes políticos de la historia universal ya habían practicado: no es, en stricto sensu, la amenaza de la fuerza la que hace que el gobernante se mantenga en el poder, sino su capacidad de concitar apoyos, simpatía, adhesión, aceptación y aquiescencia entre sus gobernados. Y eso es la legitimidad.
También en las ciencias sociales le debemos a Max Weber el concepto de “tipos ideales”. Considerando que la realidad es compleja y variada, para ordenarla recurrimos a unos modelos que nos den cuenta de los rasgos principales de aquello que queremos estudiar. Así, un “tipo ideal” de democracia sería un modelo que reuniera las rasgos sustanciales en estado puro, por así decir, de esta forma de régimen político. Y luego contrastaríamos los casos reales con ese “tipo ideal”. Y lo que aplica para los regímenes políticos, aplica para los tipos ideales de legitimidad.
Weber nos propuso tres fuentes de legitimidad que siguen teniendo vigencia analítica 100 años despues de que las definiera:
1) La llamada legitimidad tradicional, es la que justifica la obediencia o el acatamiento porque eso era así en toda la práctica del poder político desde las épocas más remotas del proceso histórico social de la humanidad, mediante la transmisión del poder de padres a hijos de una misma familia, el poder basado en la tradición dinástica, la de las reinas y reyes, la realeza, a la que se consideraba beneficiaria del poder por decisión divina. Si un artesano acomodado en la Francia del siglo XVII tenía que pagar impuestos al rey, entendía que eso era lo natural, lo que correspondía por la tradición y que reflejaba la voluntad de Dios, aun cuando el pago lo hiciera a regañadientes e incluso que engañara a los recaudadores en sus cuentas para quedarse con un remanente escondido.
2) El segundo tipo de legitimidad se basa en los atributos que posee, o se cree que posee, aquel o aquella que nos gobierna. Cualidades personales que Weber caracteriza y define con el concepto de carisma. Por ejemplo, si viviéramos en un estado de guerra permanente –como por cierto ha ocurrido en muchos períodos históricos– seguramente nos gustaría que nos gobernara el militar más capacitado, o el guerrero más osado y valiente, el que nos conduzca a ganar la guerra. O al revés, si estando un pueblo en paz, nos gustaría que gobernara alguien dotado de significativos valores y cualidades personales como la humildad, honestidad, sencillez, magnetismo, don de persuasión, de convencimiento y hasta de seducción, individual y colectiva, a través de la palabra con la que promete un futuro promisorio, pleno de abundancia y bienestar, repleto de ríos de leche y miel; pero de forma especial que fuera congruente entre su decir y hacer; seguro que así sus gobernados le seguirían con devoción, fidelidad y hasta fanatismo. Este don, el del carisma, tiene efectos tanto para las épocas de paz como para los tiempos de conflicto. En la guerra, con la expectativa de su pueblo establecida en la confianza de que al ser, su líder y gobernante, el mejor guerrero ganará la guerra; en el tiempo del conflicto, alcanzará la mejor solución y firmará una paz ventajosa, positiva; y siempre, en la paz o la guerra, la confianza de los seguidores y gobernados radica en las cualidades reales o supuestas que al líder le dotan de aquello que Max Weber llamó legitimidad carismática. 3) La tercera forma o tipo de legitimidad, en la argumentación teórica de Weber, radica en aceptar que nos gobierne alguien a través del cumplimiento de un acuerdo legal. Por ejemplo, y metafóricamente habalando, los mexicanos somos signatarios de un contrato, al que llamamos Constitu-ción Mexicana. En ese contrato hay una cláusula, el artículo 80, en el cual se lee que se deposita el ejercicio del Supremo Poder Ejecutivo de la Unión en un solo individuo, que se denominará “Presidente de los Estados Unidos Mexicanos”. Y en otros artículos del contrato se establecen las reglas para ocupar dicho puesto. Quien, siguiendo estas reglas, accediera al “Supremo Poder Ejecutivo” tiene la legitimidad de gobernarnos por haberlo hecho según se establece en el contrato. A esta forma de legitimidad la llamó Weber “legal-racional”.
En la ciencia política moderna hay una cuarta fuente de legitimidad que puede añadirse a los tres tipos ideales de Weber: legitimidad por el desempeño. Al respecto podemos citar un ejemplo cercano y de la cual los mexicanos fuimos testigos en nuestra historia reciente. Como es sabido, la elección presidencial de 1988 estuvo marcada por la sospecha, tras “caerse” el sistema de cómputo cuando se presume iba ganando el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas y, una vez restablecido, el ganador resultó ser Carlos Salinas de Gortari. Con una débil legitimidad de origen, al existir dudas supuestas o fundadas sobre la limpieza de las elecciones que lo llevaron a Los Pinos, el presidente Salinas emprendió una serie de políticas que –al margen de lo que el juicio de la historia finalmente diga– lo legitimaron en su momento ante los ojos de una parte significativa de los mexicanos. A eso lo llamamos legitimidad por el desempeño, por lo hecho desde el poder, aun cuando el acceso al mismo fuera dudoso.
La última aportación de Max Weber a la que quiero hacer referencia está relacionada directamente con mi designación como gobernador del estado de Guerrero, para lo cual quiero formular una pregunta: ¿de qué legitimidad, según los tipos ideales en Weber, proviene mi designación como gobernante de nuestra entidad federativa? Alguien podría preguntarse con plena duda ¿dónde radica la legitimidad del gobernador Rogelio Ortega, si no surgió de la legitimidad de una elección? La legitimidad de mi designación radica en la Constitución del Estado Libre y Soberano de Guerrero. La Constitución que autoriza al Congreso local para designar a un gobernador en dos modalidades: 1) Interino, en caso de que el titular del Ejecutivo en funciones solicite una licencia temporal para dejar el cargo y le sea esta aceptada por el Congreso; y 2) Sustituto, cuando el gobernador en funciones presenta su licencia en forma definitiva, entonces el Con-greso está facultado por la Constitución para designar a un gobernador sustituto para culminar el periodo gubernativo para el que fue electo el anterior. Se trata de un acto basado en la legitimidad legal, y por tanto es un gobernador constitucional, al que se le puede agregar o no la especificación de interino o sustituto, según sea el caso. Pero por supuesto que es gobernador por mandato constitucional y decisión legal del Congreso local.
En mi papel actual, y próximo a concluir –por fin– de gobernador constitucional del estado de Guerrero, interino primero y luego sustituto, haré una reflexión necesaria en torno a la legalidad y la legitimidad de la acción gubernativa, apoyado en la argumentación teórica de Weber, contenida en un pequeño libro, el mío con apenas 240 páginas porque incluye una excelente introducción del weberiano número uno de México: Luis Fernando Aguilar Villanueva, mi maestro de Weber en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Pequeño este texto, si lo comparamos con su magna obra, Economía y sociedad, que es un tabique de más de mil páginas y, por cierto, publicada en español por nuestra reconocida casa editorial: Fondo de Cultura Económica. Ese librito se titula El político y el científico, y es, en realidad, la compilación de dos conferencias magistrales dictadas por Weber en la universidad. Aquí habla de que el político debe tener una pasión y una causa, porque sin ellas el riesgo es que prime la vanidad y el deseo de ejercer el poder sólo por el poder. Y nos dice, refiriendose al político, que éste “es posible que sienta arrebatos por una confianza absoluta en el ‘progreso’, sea cual fuere su sentido, o que rechace con frialdad cualquier otra creencia de esta índole; es posible también que pretenda encontrarse al servicio de una ‘idea’ o que, por principio rechace semejantes pretensiones y sólo quiera estar al servicio de fines materiales de la vida cotidiana. Después de todo, lo que importa es que nunca debe dejar de existir la fe en algo; de lo contrario, si ésta falta, cualquier éxito político, inclusive así sea en apariencia el más sólido (…) llevará en sí la maldición de la insignificancia”.
Como saben mis cuatro lectores, en esta reciente fase de mi vida yo entré en política porque fui llamado para gobernar el estado de Guerrero por azar, pero al ocupar mis responsabilidades rápidamente tuve una meta, la que asumí con desbordada pasión, pero también, con especial mesura y sensatez con un solo objetivo: recobrar hasta donde fuera posible la armonía y la paz de-mocrática en Guerrero. En eso ocupé mis horas y mis desvelos, mis largas pláticas con todos los actores políticos, mis prolongados discursos y hasta mis enojos (no públicos, como debe ser). Para ello hablé y negocié hasta donde el respeto al Estado de derecho me permitió hacerlo. Con ese fin viajé mucho por toda la agreste, variada y feraz topografía del estado de Guerrero. Comí y dormí poco. Y, por tal objetivo, propuse iniciativas, escuché y leí también cuanta propuesta me fue hecha. Envié una iniciativa de amnistía al Congreso, con algunos errores no atribuidos a mi voluntad, pero con una intención evidente de abonar a la armonía y la paz a través de la reconciliación y recostrucción del tejido social. En este peregrinar, no me libré de las seguro que bien intencionadas críticas. Justo el mismo día en que este periódico publicaba mi exhorto al Congreso para que aceleraran la discusión del proyecto, en páginas cercanas se me criticaba argumentando que, además de que su servidor es “una pieza colocada por el gobierno federal para la gestión de sus políticas públicas en el Estado”, no había movido “un dedo” para que la iniciativa fuera aprobada.
Por cierto que mis esfuerzos, reales y tangibles o resultado exclusivo de mi imaginación desbocada, han sido hechos todo el tiempo intentando seguir lo que también nos aconseja Weber: además de la pasión por los fines, el político necesita distancia y responsabilidad, estando ambas relacionadas. La distancia permite ver las cosas paradójicamente desapasionadas y, así, actuar con responsabilidad. Un ejemplo puramente hipotético, pero espero que ilustrativo, porque  el derecho de asilo no forma parte de las competencias de un gobernador.
Supongamos que en mis convicciones más profundas está el derecho al asilo político irrestricto, de manera que cualquier perseguido político pudiera encontrar refugio entre nosotros, como nos enseñó mi general Lázaro Cárdenas. Supongamos también que estamos discutiendo un acuerdo con un país X, que está en la vanguardia en el tratamiento de una enfermedad determinada, para la que nosotros no tenemos cura y afecta mucho a nuestra población, pongamos, a 100 mil guerrerenses. Y que el acuerdo implica el traslado y tratamiento de nuestros paisanos en ese país. En esas estamos cuando un ciudadano del país X que ha conseguido llegar a nuestras costas, nos pide asilo político. Y los representantes diplomáticos del país X nos dicen que si se lo concedemos, rompen el acuerdo.
Por un lado mis principios: el derecho al asilo. Por otro lado mis responsabilidades, o la evaluación de las consecuencias de mis decisiones: la cura o no para los 100 mil paisanos enfermos. Como puede verse, se trata de dos éticas que, en este caso, entran en conflicto. ¿Qué decisión tomar?
El énfasis en la responsabilidad ha llevado a veces a pensar que, en el pensamiento de Max Weber, los principios morales y éticos son incompatibles con el comportamiento responsable en las decisiones políticas. Pero no creo que la división sea tan categórica. Ambas éticas, la basada en los principios y la basada en la responsabilidad, pueden combinarse en grado variable. La solución al problema es contextual: las circunstancias y lo que está en juego aconsejan e ilustran.
En el Guerrero que me encontré había y hay principios contrapuestos, y quizás una sola decisión responsable. Por un lado, y a causa de lo que he llamado la tragedia de Iguala y el drama de Ayotzinapa, la explosión de protestas legítimas, la ira a veces desbordada, el encono e incluso la rabia radical, se expresaron recurriendo a un derecho, el de manifestación, que casi siempre tiene consecuencias indeseadas para otros, porque afecta a otro derecho, el del libre tránsito.
Tenemos dos derechos contrapuestos que, al menos hasta ahora, tienen dificultades para ser armonizados. Es un problema no solo guerrerense, sino nacional: solo basta echar una mirada a los periódicos de la capital de la nación para constatar el casi permanente conflicto entre ambos derechos. ¿Qué hacer, guiados por la ética de la responsabilidad? ¿Desalojar por la fuerza, de las calles, carreteras y autopista, a los miles de manifestantes o armarse de paciencia invitandolos al diálogo y construcción de acuerdos positivos? Y pedirles también paciencia a los ciudadanos afectados. ¿Recurrir a la coerción, al uso de la fuerza, de la violencia legítima o al diálogo para ganar legitimidad desde el ejercicio y la acción gubernativa?
Opté siempre por el diálogo. Siempre el diálogo por delante, aún en las condiciones más difíciles, como en Ayutla y en la Tecampana. Lo intenté una y otra vez con todas y todos los actores políticos sin distingo, desde los dialoguistas y sensatos, hasta los más radicales y beligerantes. Al final de cada encuentro, de cada conversación, logré ganarme por lo menos, el beneficio de la duda suficiente para establecer los acuerdos básicos, positivos e institucionales para avanzar en la construcción de la recuperación de la confianza en las instituciones y en la política como vocación de servicio, para ayudar y servir al pueblo. Demostré que sí se podía gobernar de manera diferente, con humildad y sencillez, con el corazón en la mano, con la esperanza depositada en el cumplimento de la palabra comprometida y en los acuerdos suscritos.
Hoy me siento razonablemente satisfecho, hice mi mayor esfuerzo y creo que logré establecer una paz política relativa. El estado de Guerrero ya no está como hace 11 meses, cuando tomé protesta como gobernador interino. Pero la evaluación les corresponde a ustedes, amigas y amigos, paisanas y paisanos. Aquí, en estas tierras del sur, juntas y juntos podemos.

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