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ESTRICTAMENTE PERSONAL

Los nuevos demócratas  

Raymundo Riva Palacio  

Luis Inacio Lula da Silva está muy indignado con The New York Times y en particular con su corresponsal Larry Rother, un especialista en América Latina casado con una brasileña, porque el domingo pasado publicó un reportaje sustentado en fuentes públicas brasileñas y autorizadas, que el presidente de Brasil tenía un problema de alcoholismo por el cual estaban cuestionando su capacidad plena para gobernar. La molestia llegó a tal proporción que le revocaron la visa de trabajo para expulsarlo del país, en una medida que hacía mucho tiempo no se daba en América Latina y que en un país que es evidentemente democrático parece absolutamente inconcebible. El director del periódico, quien respaldó totalmente al corresponsal, dijo que la acción de Lula era un atentado a la libertad de expresión, a lo cual respondió que de ninguna manera. ¿Por qué lo expulsó entonces? No hay razones, sólo consecuencias.

La reacción de Lula es por demás excesiva. Sin embargo, su comportamiento se inscribe perfectamente en el imaginario colectivo de los nuevos presidentes democráticos en América Latina derivado de que su cultura, formación, entrenamiento y lucha política se dio durante la gestión de gobiernos en sistemas autoritarios. Se puede plantear como un problema generacional, donde sus soluciones a problemas y crisis no se manejan dentro del terreno de la gran tolerancia, sino en la impaciencia, el desprecio violento a la disidencia, el macartismo ante la oposición y la represión, generalmente no física, contra el adversario.

Las experiencias latinoamericanas con estos nuevos demócratas han sido costosas. Brasil no entra con Lula a un terreno desconocido, pues antes tuvieron la destitución del presidente Fernando Collor de Melo por actos de corrupción, y por las mismas razones la rival más seria que tenía Lula en la campaña presidencial, la hija de José Sarney, se quedó a la orilla del camino por las mismas razones. Los peruanos se han lucido en la materia. Alan García, un luchador que recogía el legado socialdemócrata, cayó en la perdición por corrupción y Alberto Fujimori, quien recogió de esas cenizas la Presidencia sin ninguna experiencia política previa, se convirtió en un autoritario de marca, desapareciendo el Congreso, reprimiendo a políticos y periodistas y, finalmente, también arrumbado por actos de saqueo nacional. Venezuela, que ya tuvo una mala experiencia por la corrupción del presidente Carlos Andrés Pérez, uno de los viejos líderes del Tercer Mundo, ahora vive bajo los excesos del general Hugo Chávez, represor incontenible de la disidencia. Ya ni hablar de los mandatarios argentinos, metidos la mayoría de los ex en problemas de robo al erario.

Aunque en otra proporción, en México estamos enfrentando un caso similar en la figura del jefe de Gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador, principal aspirante aún a la Presidencia en el 2006, quien montado en su carisma ha desarrollado un populismo que envuelve sus actos de autoritarismo e intolerancia. En poco más de tres años al frente del gobierno capitalino, López Obrador se ha distinguido por violentar la ley utilizando un discurso teológico del bien y el mal, donde no duda en irrespetar la ley cuando la considera injusta, y está dispuesto a ir al martirio violándola si con esto logra, según su filosofía, la justicia verdadera. De esta manera ha incumplido mandatos del Congreso –que son violatorios de la ley–, de la Suprema Corte –ídem–, anulado los esfuerzos por instrumentar la Ley de Transparencia en el Distrito Federal, perseguir a quien lo acusa de irregularidades, buscar el aniquilamiento de los órganos electorales autónomos, sin mencionar los actos de corrupción públicos en los que se encuentra sumergido su gobierno, varios de sus principales funcionarios y antiguos colaboradores, y ex dirigentes del PRD que respaldaron sus acciones ilegales en la Asamblea de Representantes local.

Se parece a los peruanos, que hablaron de conspiraciones para tratar de evadir la responsabilidad de los actos de corrupción en su gobierno pues, finalmente, la praxis política dicta, no hay nada mejor que crear un enemigo externo para cohesionar internamente. Como Chávez y Lula, ha desatado los demonios del macartismo, condenando al infierno a todos aquellos que hacen ronda con sus enemigos políticos, manejando la propaganda con medios de comunicación afines, sea ideológica o económicamente.

En López Obrador no estamos viendo con claridad el rumbo, pero nuestro camino es muy similar al de las otras naciones latinoamericanas. López Obrador no es producto de una nueva cultura política, sino se desdobla del viejo priísmo del cual se fue resentido porque, cuando Salvador Neme fue gobernador efímero en Tabasco, no le quiso dar la candidatura a alcalde de su pueblo, Macuspana. No hay diferencias claras entre el actuar político de López Obrador desde la oposición, que el que realizaban los priístas del viejo cuño. Supo presionar en el gobierno de Carlos Salinas con caminatas permanentes de petroleros hacia la ciudad de México, donde ese gobierno no sólo le congeló las denuncias federales por ataques a las vías de comunicación, sino que el entonces regente del Distrito Federal, Manuel Camacho, echó mano regularmente de la partida secreta del gobierno federal para financiarlo mensualmente a través de su entonces secretario de Gobierno, Marcelo Ebrard. El primero es ahora diputado federal; el segundo su secretario de Seguridad Pública.

Tal pareciera que este es el patrón de los nuevos demócratas latinoamericanos, a quienes se les tiene que perdonar todo porque se enfrentaron y vencieron al viejo régimen autócrata del cual se nutrieron y crecieron. Lula, porque López Obrador todavía no llega al máximo cargo nacional, es el último de ellos que salta al escenario chapaleando en el lodo, pero con seguridad no será con el que se acabe la fila. Los nuevos demócratas tienen otra característica, que es el de la piel muy delgada y el temperamento explosivo. Lo primero lo van dejando ver en la medida en que el entorno los empieza a desfavorecer, y lo segundo se manifiesta cuando sus recursos políticos traspasan la frontera de la astucia y la intuición y les exigen talento.

La expulsión del corresponsal del The New York Times de Brasil se da sin explicaciones claras y en medio de una movilización nacional en contra del periódico emblemático del imperialismo norteamericano. La manipulación del nacionalismo chauvinista siempre es recurso acogido por la mayoría de los nuevos demócratas, como lo probaron Chávez, Fujimori, García y hasta, en su nivel tropical, López Obrador. En todos los casos sirve en paralelo para esconder las deficiencias de gobierno. Con la expulsión, Lula dejó atrás la presión social y la fractura en la coalición que lo llevó al poder por traicionar la plataforma programática por la que lo escogieron los brasileños. Es curioso, pero por las mismas razones tomaban decisiones extremas las viejas dictaduras latinoamericanas, como el caso paradigmático del general Leopoldo Galtieri, cuando embarcó a Argentina en la Guerra de las Malvinas. Atropellar las libertades es igual para esta generación de políticos, donde lo autócrata o lo demócrata es un simple sufijo que no califica para nada a los actores. Este es el gran peligro al que nos enfrentamos cuando nuestra razón se nubla por la pasión y los rencores envenenan nuestras mentes.

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