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ESTRICTAMENTE PERSONAL

Rumbo a la apatía

Raymundo Riva Palacio  

La democracia es una palabra abstracta que despierta en la gente emociones y expectativas. Cuando no se conoce la vida de un sistema democrático, el referente es el viejo sueño americano: gente bonita que vive feliz y que tiene dinero en abundancia. Pero cuando una sociedad nace a la democracia de un sistema autócrata, el fenómeno más común es el de la decepción, porque la bonanza no llegó en automático y, sobretodo, porque la incertidumbre sobre el entorno se agudiza. Llueven entonces las comparaciones sobre cómo el pasado, donde había certidumbre económica y seguridad, era mejor que el presente, donde se habían esfumado las certidumbres. Que las libertades civiles se ampliaran y que empezaran a fundarse los nuevos edificios sociales para alcanzar una sociedad más justa e igualitaria, no es relevante. Finalmente, lo que prevalece es la cultura autoritaria, aún entre quienes no admiten que la traen encima, donde el bien colectivo siempre queda relegado por el bien particular.

La democracia, sin embargo, está lejos de ser abstracta. Tampoco es una panacea como durante años la clase política que se oponía al PRI hizo creer. La democracia, en el sentido más real del concepto, es un sistema de organización social donde se pierden privilegios y se elevan los costos de la impunidad, con lo cual se benefician crecientemente las mayorías, pero donde también, así como derechos, hay obligaciones, que es el punto en el cual muchos se molestan porque no aceptan que para que el prójimo aumente su libertad, uno tiene que ceder parte de la de uno. La diferencia entre un sistema democrático y uno autoritario es que en el primero todos ceden para avanzar, y en el segundo unos cuantos ganan por encima de las pérdidas de los demás.

La ecuación no es tan complicada como lo parece, pero se requiere de una clase política que impulse los valores democráticos en su esencia. Esto es lo que no ha sucedido. Los actores políticos no han tenido la madurez para ir construyendo ese nuevo sistema, sino que se han dedicado a dinamitar lo avanzado sobre el discurso de la democracia. Lo que debe estar viendo la gente en general es una cadena interminable de desacuerdos, de soluciones inalcanzables, de disputas en el Congreso, de conflictos con el Congreso, de estancamiento en los asuntos nacionales y de mucho, muchísimo escándalo político vestido de corrupción. Lo estamos viviendo. El gobierno federal se enfrenta al del Distrito Federal en una espiral de conflicto ascendente, con lo cual se paraliza parte de la vida política nacional al congelarse el diálogo y el trabajo legislativo. El PRI insiste en jugar elecciones con lo más recalcitrante de sus cuadros, logrando sólo derrotas vergonzantes. El Partido Verde, el cuarto más importante del país, sufre el bochorno y las contradicciones porque su líder en el Congreso decidió tomarse unas semanas y participar en el reality show del Big Brother.

No le falta razón a la gente en sentir asco. En poco más de tres años los avances han sido mínimos, lo que ha llevado a la percepción de que el Presidente es un incompetente, pero tampoco el Congreso ha puesto las ruedas a funcionar, y sólo en la actual legislatura que comenzó hace casi nueve meses, la eficiencia legislativa ha sido prácticamente nula. Los gobiernos locales han decepcionado, como crecientemente está sucediendo con el del Distrito Federal, y las alternativas de gobierno que se están presentando no son atractivas, como demostró la derrota del dinopriísta en Mérida, Víctor Cervera Pacheco. La actual clase política olvidó la máxima de que no hay que componer lo que no está roto, y parece enfrascada en eternas batallas con la vajilla china y los restos que están dejando sobre el escenario nacional cada vez son más difíciles de pegar.

¿Qué resultado podemos esperar? Este lunes el periódico El Universal publicó una encuesta nacional donde el 59 por ciento de la población se declaró insatisfecha con la manera como la democracia funciona en México, y casi cuatro de cada 10 mexicanos consideran que para el próximo año la política se encontrará en peores condiciones. No es extraño que el porcentaje de personas que preferirían otro sistema que no fuera democrático avanzó de 29 por ciento en noviembre del 2002 a 35 por ciento, y que en ese periodo 2 por ciento más de mexicanos (cuatro de cada 10) dijeran que no les importaría ser gobernados por un dictador si esto significara la solución a sus problemas económicos. Por ello tampoco debe sorprender que 34 por ciento prefiera sin lugar a dudas un sistema autocrático, y que 40 por ciento vea, hoy en día, que el país estaría mejor nuevamente con el PRI en el gobierno. Los políticos, incluidos los priístas, han dilapidado el capital político que se fue adquiriendo. La gente no aspira a un PRI democrático –no hay que leer mal la encuesta–, sino al PRI de antes.

La gente se muestra apática y fastidiada con la democracia. Más interesante es que la razón, en el 32 por ciento de los encuestados, obedece al problema de la corrupción. El síntoma del desencanto no es patrimonio mexicano. En un informe sobre democracia dado a conocer esta semana por el Departamento de Estado en Washington, se estableció que las instituciones democráticas y la sociedad en general enfrentan desafíos enormes derivados de la corrupción endémica, la ineficiencia, la violencia interna y la creciente polarización que amenaza la estabilidad en varios países. No hay que voltear a otras naciones para ver las analogías con México. El 47 por ciento de los encuestados por El Universal afirmó que su país se encuentra sumergido en la inestabilidad.

Aunque las condiciones sociopolíticas en México son totalmente diferentes a las de los países mencionados por el Departamento de Estado al no haber crisis constitucionales o institucionales ni riesgos de golpes militares, en política lo más importante no es la realidad sino la percepción, pues numerosas ocasiones, en la medida en que lo que se cree va aumentando de adeptos, se empieza a alterar la realidad, complicándola irreversiblemente. La aguda decepción sobre el sistema democrático no obedece a la mecánica del sistema sino a los obreros que lo están manejando; o sea, los políticos. El modelo de organización se está desprestigiando de manera indebida. No es un problema de la democracia, sino de sus actores políticos que no han logrado quitarse las correas del autoritarismo ni han podido crecer junto con la sociedad. Error ciudadano sería caminar hacia la apatía para castigar a los políticos. Hay que castigarlos pero no con la abstención, sino con botar a todos aquellos representantes de partidos que, una vez más, traicionaron a los electores.

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