Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

*Arrebatos Carnales / 18

Motecuhzoma, Huey Tlahtoani

En septiembre de 1503, la Suprema Asamblea Mexica designó a Motecuhzoma, de treinta y cinco años, sucesor de Ahuizotl, Huey Tlahtoani de México Tenochtitlan. Su personalidad se tornó divina: sus órdenes eran irrebatibles y morir por él “era ascender a los dominios del sol y regresar luego con una canto en la boca, la piel convertida en plumas, a la vida musical de la floresta”.
Al desobediente pueblo de Atlixco fue a traer Motecuhzoma los prisioneros que sacrificarían el día de su coronación. Enseguida, estableció que sólo “los miembros de la más alta nobleza, es decir nuestra propia y amplia familia, podrían ocupar los cargos de mayor importancia; que sólo los nobles podían usar ropa de algodón (los demás vestían con telas de fibra de maguey) y que sólo los nobles podían vivir en casa de dos pisos”. Asegura Isabel que su padre se aislaba en las montañas y casi no se dejaba ver, “para crear un misterio en torno a su figura”, y que quienes quisieran verlo tenían que asistir “descalzos y vestidos de burdas mantas”; en épocas de frío aun los señores “debían ponerse encima (de sus mantas elegantes) una muy pobre… para que nadie se mostrara poderoso” en presencia de Motecuhzoma, ante quien no levantaban la mirada.
En la comida, que se servía en vajilla de barro de Cholula, Motecuhzoma platicaba con sabios o se divertía con los enanos, los jorobados y los artistas Si comía, los demás guardaban silencio. Las aves y el pescado, que le traían de la costa, siempre estaban en su mesa, pero “uno de sus grandes lujos consistía en deleitarse con nieves traídas en corteza de cocos vacíos desde el Iztaccíhuatl o del Popocatépetl que le servían, por lo general con limón, su favorita”.

Muchas veces comíamos carne humana

Luego Isabel Motecuhzoma reconoce: “Sí, muchas veces nos deleitábamos con carne humana. A mi padre… lo distinguían con el muslo más carnoso del guerrero más fornido que había sido sacrificado en la mañana en la piedra de los sacrificios”, aunque aclara que “Motecuhzoma se abstenía de comer carne humana si ésta no era consecuencia de una ofrenda. Su canibalismo estaba justificado por motivos religiosos”. Después de la comida, el emperador, que “jamás comió o bebió demasiado”, fumaba tabaco.
El poder imperial de Motecuhzoma incluía “el suministro de cautivas” de poblaciones conquistadas, bellas mujeres a las que el Huey Tlahtoani iba llamando a su alcoba en fila india.

Lo que quedó del pueblo devastado

La esposa de Motecuhzoma no baja de “bárbaros euroafricanos”, de “criminales extraídos de las cárceles de Castilla y León” a los invasores españoles. “Salvajes ignorantes” incapaces de comprender la cultura de “nuestro pueblo”, sus conocimientos matemáticos, su impresionante sistema de acueductos de agua potable, sus conocimientos médicos (realizaban cesáreas, arreglaban dientes…) o lo que sabían sobre “los ciclos astronómicos y metereológicos en relación con el cultivo de los vegetales y desarrollo de la vida del hombre sobre la tierra”… ¿Qué iba a interesarles eso a “unos delincuentes, prófugos de la justicia, que sólo buscaban oro y violar a cuanta mujer se les atravesara en el camino?… ”.
Cuando Motecuhzoma detectó a jueces corruptos, dejó que el pueblo lo matara a pedradas, para que desahogara su indignación contra los traidores. Y es que “los mexicas odiábamos la mentira por encima de todo. Una vez aceptados los programas y aceptada la decisión, ya no existía marcha atrás… Las reglas eran las reglas… Todos éramos iguales ante la autoridad…”.
Como las desigualdades empezaban “con la falta de instrucción” y la ignorancia sólo creaba envidias y violencia, “en cada calpulli era obligatoria la existencia de una escuela (Telpochcalli) para los hijos de quienes trabajaban la tierra”. Motecuhzoma “dispuso que cualquiera que tuviera tierra estaba obligado a trabajarla y explotarla de acuerdo a la ley. Cada beneficiario estaba obligado a aportar una determinada cantidad de costales de maíz al año o perdería sus derechos, por lo que sería contratado, pero ya en su calidad de esclavo, en otra comunidad”, pues “sólo así se lograba aumentar la producción agrícola que era calculada por matemáticos capaces de determinar la cantidad de mazorcas que podrían lograrse de acuerdo a las condiciones climáticas y geográficas de un lugar…”. Esto garantiza la alimentación imperial y evitaba la “violencia por hambre”. “No había tierra abandonada, no había milpas sin trabajar, no había espacio para la holgazanería ni para el alcoholismo; algunos tenían autorización de tomar pulque en ciertas ocasiones, quien no lo hacía así, sufría severas penas en público para escarmiento de todos los demás…”.
En recuento, Isabel frecuentemente compara los bienes culturales de su pueblo con lo que les quedó tras la conquista española. Reconoce que la escritura alfabética “nos ayudó”, pero –repone– ¿de qué nos sirvió el arribo de la letra impresa si los indios quedamos excluidos de la escuela antes garantizada en los calpullis? ¿Quién iba a educar a los millones de indios que quedaron abandonados a su suerte? ¿Nuestros maestros iban a ser esos malditos ensotanados eternamente vestidos de negro con sus cruces colgando del pecho y que nos amenazaban bajo cualquier pretexto con la horca, la pira o la espada?… ¿De qué nos servía la escritura europea si se había superpuesto a la nuestra, que era de mayor perfección? Las grandes masas se sepultaron en la ignorancia y en la apatía, una de las consecuencias del sometimiento contra el que siempre lucharon mis abuelos…”.
Las letras no sirven para tirar del arado o picar piedra, dice Isabel, que pregunta “qué bienes pudieron legarnos los invasores”: ¿la ventaja de una religión superior al amparo de la cual fuimos masacrados? ¿La enseñanza práctica de todos los vicios concebibles? ¿La mentira como base de cualquier acción? ¿La traición?”. Ésta le hace recordar que, “de acuerdo a las reglas de la guerra”, embajadores mexicas “apercibían” a los enemigos y antes de la batalla les concedían dos días para que prepararan su defensa y “no cupiese el argumento de la ventaja, de la sorpresa o de la traición”. Si la respuesta era el silencio o el rechazo, “se les obsequiaban otros veinte días, advirtiéndoles que después del ataque el señor sería castigado con la pena de muerte. Con los españoles –deduce Isabel–, nuestro sentido del honor se volvió nuestro peor enemigo. Los invasores engañaban y violaban cualquier trato o pacto y festejaban nuestra estupidez por haberles creído. ¡Cuántas veces nos atacaron por sorpresa y, además, por la espalda! Con nosotros, hasta en la guerra existía la cortesía y el respeto… Caímos en sus trampas, porque para nosotros era indigno poner trampas a los adversarios”.

El chalchihuatl y la fertilidad

Ante el informe que Cortés presentó al rey de España, donde se refiere a Motecuhzoma como “un hombre extraviado, un hereje salvaje”, al que calumnia y denigra para justificar “el despojo, el pillaje, las matanzas…”. Isabel amplía el retrato físico, político y moral de su padre que empezó a dibujar desde el inicio de su relato. Ya lo recordó como padre tierno y juguetón y como guerrero distinguido. Su papel de sacerdote supremo le sirve para abundar sobre las ofrendas a Huitzilopochtli: “se extraía –cuenta– el corazón de los prisioneros, fundamentalmente guerreros o doncellas, después de darles un gran golpe asestado con un enorme cuchillo de obsidiana. También organizábamos combates entre prisioneros, los quemábamos en la hoguera divina y los matábamos con flechas”… pues “la ofrenda era esencial la religión mexica, pues se relacionaba con los ciclos fundacionales y de la creación y la sangre era considerada el líquido precioso en que se transforma la luz del sol después de ser el alimento de las plantas… Si los hombres no pudieron existir” sin los dioses que los crearon, “éstos a su vez necesitaban que el propio hombre los mantuviera con su inmolación y les proporcionara como alimento la sustancia mágica, el chalchiuatl, que se encuentra y esconde en la sangre y el corazón humanos”.
Para tener largos ciclos de fertilidad, a Tláloc ofrecían sacrificios de niños propios y a Ochpaniztli “muchachas de trece a dieciocho años, que eran las más excitables…”

El Fuego Nuevo

Cuando Motecuhzoma tomó a su cargo el imperio, éste “comprendía trescientos cincuenta ciudades-estado sometidas, agrupadas en provincias… Motecuhzoma “tenía treinta vasallos, cada uno con cinco mil combatientes…; atendía en detalle la más linda y más fuerte ciudad puesta sobre el agua y contaba con más de cuarenta mil canoas a sus órdenes; su corte era grandísima… (y) sus rentas y riquezas incalculables, porque no había nadie, por gran señor que fuera, que no le tributara y ninguno tan pobre que no aportara algo de sangre de sus brazos”.
Los pueblos tributarios los odiaban y advertían que Motecuhzoma era un gobernante déspota y caprichoso, enérgico e inflexible” en potencia… Él jamás olvidó la derrota que en 1504 le infringieron los tlaxcaltecas, a los que no logró someter.
En las celebraciones del Fuego Nuevo no sólo sacrificaban prisioneros “para encender un fuego nuevo, el fuego de la vida, fuego de alianza entre los dioses y los hombres para que el tiempo continuara y se repartiera la vida en… pueblos, regiones y templos del imperio. La comunión era total. Nuestra gente se cortaba las orejas, incluso las de los niños de cuna, y esparcían la sangre en dirección del fuego en la montaña. La ceremonia del Fuego Nuevo era la renovación, era la esperanza. Entonces, el Fuego Nuevo era llevado al templo de Huitzilopochtli, en el centro… de Tenochtitlan, donde se ponía en un pebetero. Los mensajeros… llevaban el fuego a sus ciudades natales para tranquilizar a los suyos, al pueblo ávido de paz y de esperanza renovadoras”.

El Tzompantli

No se guarda Isabel Motecuhzma el relato de las desollaciones que terminaban con el cráneo de las víctimas colgando en el Tzompantli. Antes, apunta que los españoles vomitaban ante estas ofrendas donde “intervenía la sangre… que ellos hacían correr en profusión con sus espadas; cuando se trataba de su empleo religioso, militar o político, su mentalidad se impregnaba de ignorancia y superstición”. El Tzompantli o muro de cráneos servía “para intimidar a los enemigos, para que llegado el momento de los tratados de paz, se cumpliera con los principios para hacer valer el orden, la base del progreso”.
En el próximo Pozole Verde Isabel Motecuhzoma Tecuichpo Martín Moreno regresará a su infancia feliz junto a su padre, recordará a su tío Cuitláhuac y narrará el escalosfrío que se apoderó de Motecuhzoma Xocoyotzin cuando le fueron a contar que en la costa habían aparecido unas “casas flotantes”, de las que bajaron unos hombres de piel blanca, barbados y que montaban una especie de venados…

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