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Plaza Pública

De la Madrid y Buendía

 Miguel Ángel Granados Chapa  

Pasado mañana, 30 de mayo, hará veinte años que Manuel Buendía fue asesinado por la espalda. La apreciación más reciente sobre ese artero homicidio aparece en el séptimo informe del ex presidente Miguel de la Madrid, que ese es el tono de su libro testimonial titulado Cambio de rumbo, salido de las prensas hace dos meses.

Una nimia pero elocuente muestra de lo desasido que estuvo De la Madrid de asuntos cruciales en su gestión: cree aún hoy que su director federal de seguridad se llamaba José Antonio Pérez Zorrilla. No extraña, en consecuencia, la referencia hecha al asesinato de Buendía, ordenado por Zorrilla Pérez, como si se tratara de una cuestión ajena, que no implicara consecuencias muy graves para el país, condensadas en el hecho de que el jefe de la policía política, a quien el Presidente ordenó investigar el crimen, fuera el autor del mismo.

Zorrilla había puesto a De la Madrid ante hechos consumados. Minutos después del tiroteo contra Buendía, se presentó en la escena del crimen (la esquina de Hamburgo e Insurgentes, en la Zona Rosa) y desde ese momento encauzó la indagación y hasta las ceremonias luctuosas: él pagó el funeral y designó al orador que dijera el responso al día siguiente. Cuando el Presidente acudió al velatorio, dejó al margen al ministerio público y dispuso que la DFS, Zorrilla mismo, se encargara de la investigación, dato que olvidó consignar en sus memorias administrativas.

La vaga y errónea idea que De la Madrid dijo tener sobre el asesinato probablemente se formó con los informes y comentarios que le ofrecía el propio Zorrilla, directamente o a través del secretario de Gobernación Manuel Bartlett. Por eso se distancia de la opinión generalizada sobre el eficaz ataque: “Esa tragedia fue interpretada por todos, sin mayor cuestionamiento, como un hecho político. Los directores y el personal de los periódicos lo calificaron como un atentado al periodismo nacional y a la libertad de expresión. Los periodistas asumieron que su integridad física y moral estaba en peligro, e hicieron cundir su sensación de incertidumbre y temor ante el futuro.

“Al día siguiente del asesinato, un grupo conocido de periodistas (quizá De la Madrid quiso decir un grupo de periodistas conocidos) formó un comité para vigilar que se llevara a cabo el esclarecimiento pleno del asunto. El primero de junio, la CTM demandó la expulsión del país de los agentes de la CIA y la aplicación rigurosa de la ley a los terroristas de ultraderecha a los que atribuyó el asesinato de Buendía como parte de una estrategia para desestabilizar al país.”

Esas extravagantes versiones eran sin duda parte de una táctica para opacar la investigación. De la Madrid fue, al menos, víctima de tal confusión. En apuntes presumiblemente redactados en los días o semanas siguientes, contemporáneos a los hechos se lee: “Respecto a Buendía, existe ahora la duda de que haya sido un profesional quien lo asesinó. La forma en que lo mataron, el lugar y la hora llevan a la policía a sostener la hipótesis de que seguramente (nótese la contradicción entre hipótesis y seguramente) fue un resentido por una ofensa directa. Sus argumentos suenan lógicos. La policía señala que un asesino profesional siempre tira a la cabeza, en tanto que Buendía recibió tres balazos en el cuerpo; que un profesional tira desde una distancia mayor de la que se le disparó a Buendía, pues ello implica menor riesgo de ser visto o detenido; que busca un lugar más aislado y no un estacionamiento a las seis y media de la tarde o, en todo caso, usa silenciador.

“En fin, con esta nueva hipótesis parece difícil que pueda hallarse al asesino de Buendía, pues el panorama sobre las posibilidades de quién pudo haberlo asesinado se abre aún más. La ofensa directa que supone la policía pudo haber sido de tipo político, ideológico, religioso o privado. Por ahora ya se han hecho exámenes exhaustivos de sus columnas para conocer a sus enemigos. Entre ellos se encuentran la CIA, los petroleros, el Opus Dei, los tecos; en fin, son tantos grupos y tantas posibilidades que no veo fácil que la policía pueda encontrar al culpable”.

Una nota escrita con posterioridad muestra cuán errada fue la apreciación de De la Madrid, que sin embargo no hace notar su equivocación, ni valora la trascendencia de lo ocurrido. Recuerda, eso sí, que designó a Miguel Ángel García Domínguez –ahora diputado en la bancada perredista– como fiscal especial. Y aunque sus investigaciones “no fueron conclusivas durante mi gobierno… sirvieron de base para que seis meses después se localizara al autor intelectual del crimen. Éste resultó ser el licenciado José Antonio Pérez Zorilla, quien fungía, en el momento del crimen, como titular de la Dirección Federal de Seguridad. Al parecer, Zorrilla había observado que las investigaciones que realizaba Buendía sobre el narcotráfico lo estaban alcanzando. Pérez Zorrilla fue objeto de juicio y a la fecha de la publicación de este libro permanece en la cárcel”.

Resultó ser que el asesino era el encargado presidencial de la investigación. Esa funesta dualidad no le merece la mínima reacción a De la Madrid. Y es que, en realidad, ese desenlace no lo sorprendió, pues la vinculación de Zorrilla con el narcotráfico no le fue desconocida. Por ella se le hizo abandonar la DFS pero no rumbo a la cárcel, sino a una diputación federal (¡por Pachuca, para mayor inri!). Y aun cuando después se canceló su candidatura, la lenidad alcanzó a proteger su huida.

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