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Federico Vite

En defensa de las arpías

De apariencia hermosa, capaces de volar y con la misión de amargar la vida del ciego y vidente Fineo, rey de Tracia, las Arpías se hicieron famosas porque se encargaban de sustituir las viandas del monarca por excremento. Fineo el ciego siempre estuvo famélico, nunca supo del engaño. Al principio de los tiempos, las Arpías realizaban la noble tarea de arrebatar a los demonios las almas de quienes iban al Hades, pero el caprichoso Zeus cambió de parecer: las convirtió en emisarias de lo amargo, lo tormentoso, del placer que provoca la sevicia.
Creció la fatuidad en torno a ellas porque se hicieron hábiles para moverse en la penumbra y golpear la dignidad de quien aún confiaba en la buena fe de los designios celestiales. Las Arpías terminaron siendo las ejecutantes de pequeñas venganzas, la ruta perfecta para quienes deseaban perderse en la vanidad de una tragedia; ellas, las reinas de la fatalidad, siempre asisten lo terrible de una manera escandalosa, escénica.
Debido a la maledicencia de ciertas bocas, las hijas de las Arpías heredaron el mal trato hacia los hombres. En términos coloquiales, hablamos de mujeres de proceder oblicuo, malintencionadas de atractivos carnales poderosos, quienes sacan provecho de todo y a costa de lo que sea. Nunca pierden, ya están pérdidas y todo lo que ocurra, aunque pase, nada cambia. Viven para su mito. Carecen de escrúpulos. Muestran una máscara de confusión, que unida al temor y la fragilidad, saben perfectamente hacia dónde dirigir el golpe. Sin pudor alguno, ponen en marcha la maquinaria de la manipulación. Fatuas, trepadoras, banales, manipuladoras, sus armas femeninas están diseñadas para sacarle jugo a un interés poco definido por el otro, una meta que se parece mucho a la confusión, pero acentuada por el movimiento; es decir, caminan en aparente zigzag, pero todo está fríamente calculado. Son rapaces, mitómanas, iracundas y envidiosas, formulan situaciones farragosas que suelen producir daño a los demás. Entre más grande sea, mejor. A menudo recurren al sexo rápido, frío, mecánico; ejercitan la promesa de la seducción con el único fin de conseguir propósitos ocultos.
Pensaba en algunas de las novelas que mejor ejemplifican el devaneo de las Arpías, tanto por la habilidad del narrador como por la buena creación de personaje; por ejemplo, Justine, Lawrence Durrel. Primero de los volúmenes de El cuarteto de Alejandría. En este libro, contado por Darley, un escritor frustrado que se ganó la vida como maestro, presenciamos la atracción y frivolidad de un personaje con motivos ciegos. Estamos en la antesala de la Segunda Guerra Mundial. Ya retirado en una isla del Mediterráneo, Darley escribe sus memorias. Justine aparece como una mujer solitaria, frívola, ávida de poder y con un código ético muy personal. El final del libro, el lector comprenderá más a las arpías. Contraria al personaje del marqués de Sade, esta Justine camina por la diplomacia, por la noción más atractiva del encanto social frívolo, bajo los pies de este personaje subyace otro motivo mucho más poderosos que la imagen galante, la moda y el grandioso oropel de la pasión. Pero a ojos de todos, es una arpía.
Sabina, en La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera, nos muestra la levedad como recurso vital. Ella es amante de Tomás, siente la verdadera ligereza de las personas relacionándose con hombres casados. Su levedad es anodina, pero subyace en ella un motor oculto que nos hace preguntarnos, ¿por qué Tomás y Franz se interesaban por una chica frívola? A ella no le importaron la promesa de sus amantes. Lo interesante en Sabina son los cuadros que pintaba, el paisaje de un alma en busca de contexto. Ella recurre al sexo para mitigar la soledad; aunque en el fondo, trata de escaparse de una violencia superior que ve reflejada en el socialista Tomás.
Otro caso es el de Alejandra Vidal, en Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sabato. La joven Alejandra, suicida, hermosa, lánguida es una chica que se doblega ante el instinto catastrófico de su familia, personas tocadas por un hado siniestro, oficiantes de la locura, la desesperación y la infelicidad. Alejandra Vidal, descendiente de padres disfuncionales, hace sufrir a Martín,
hijo de un pintor fracasado y de una mujer de la calle, como refiere el propio Sabato.
Alejandra y Martín viven una intensa relación. No se trata de un encuentro casual, recordemos que no hay casualidades en esto del amor, que propicia dolor en el espíritu más débil. Martín quiere a Alejandra, la trata incluso como una princesa de cuento, desea consumar una imagen presuntamente romántica: salvarla de las garras del león, porque él es el príncipe azul, alguien que la rescatará de esa estancia en la que realmente se comporta como desvalida. Pero Alejandra no busca al príncipe. La castidad de la señorita oculta secretos horrendos que tienen que ver con el padre de ella, secretos inconfesados que para fortuna del lector son revelados durante las acciones y los pensamientos de los personajes en la novela.
Las Arpías son pentágonos apuntalados en sus cinco picos; cuerpos de agua estancada, fuego en torno al hielo de su corazón. Azuzan, matan y humillan, son la carne más picosa del menú estilístico de la vida; sirven a intereses subterráneos, divinos, se mueven con motivos ciegos pero cumplen la cometida del daño, de lo siniestro, el halo de luz negra. En definitiva, atacan lo inocente y desgarran la esperanza en él. Muchos héroes de novela son bendecidos por el amor de las arpías; pero lejos de odiarlas o despotricar contra ellas, ya bastante tienen con su soledad multitudinaria, uno solo puede decirles al oído: Incluso en contra mía, corazón, estoy de tu lado. Claro, el desenlace no será un cuento de hadas, pero es lo que hay. Que tengan un buen martes.

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