Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

* Arrebatos Carnales / 19

Los malos augurios

Isabel, Tecuichpotzin Motecuhzoma, Flor de Algodón, nació en 1510, cuando los españoles ya habían invadido La Española, Puerto Rico y Jamaica. Isabel recuerda que desde que nació su padre la quiso mucho y los paseos por el zoológico de Chapultepec (donde lo mismo encontraban jaguares y águilas que humanos jorobados, albinos, tartamudos, ojiazules…) y diversiones que compartían. Las ocasiones en que Motecuhzoma salía a las calles disfrazado de persona humilde, para saber qué opinaba la gente de viva voz y “tener acceso a una realidad que sus consejeros normalmente le hubieran ocultado”, y, tarde o temprano, el terror que se posesionó de Motecuhzoma cuando recibió las noticias de que del mar había llegado unos hombres barbados, cubiertos por metal, que montaban una especie de venados y venían armados con un rayo mortal.
Las noticias pusieron a temblar a todos. Sentían que Huitzilopochtli los había abandonado. “Si Quetzatcoatl, opuesto a las ofrendas humanas, había caído en contradicción con Motecuhzoma por no haber entendido su retorno cíclico, el caos se impondría tarde o temprano”. Por si fuera poco, antes había aparecido en el cielo un cometa, un anuncio de cambios rotundos que los sacerdotes terminaban interpretando como el principio de la aniquilación del imperio azteca.
“Los invasores se habían asentado sin pedir siquiera autorización a los monarcas locales… y provocaban horribles truenos con extraños ingenios y mataban a los indios locales como si fueran ratas: los ahorcaban en árboles o les clavaban largas y duras cuchillas en el estómago. ¿Qué dioses era éstos? ¿Lo eran?”.

Cuitláhuac

Cuitláhuac, hermano menor de Motecuhzoma, pidió a éste “que no permitiera llegar a los intrusos, que no les mandara obsequios, que no tuviera la menor condescendencia con ellos…, que no les creyera, que eran unos asesinos, unos criminales, unos borrachos. ¿Cuáles dioses, si eran unos depravados con las mujeres? “Mi tío Cuitláhuac supo leer, como nadie, la realidad –dice Isabel–, mientras que mi padre, sepultado en la superstición, en la confusión y el miedo, tomaba a diario decisiones equivocadas”. Así, envió a la costa “riquísimos objetos de oro y plata, además de piedras preciosas, algo de su tesoro personal y parte del de Axayácatl”… Los invasores ignoraron mantas, textiles y plumas; sólo les interesaba el oro, “con lo que Cortés se ganaría la buena voluntad del emperador español”.
Motecuhzoma designó a Cuitláhuac “jefe supremo del ejército mexica tenochca”, e Isabel aprovecha para relatar que ella tenía 10 años de edad cuando (en 1520) su admirado Cuitláhuac se “convirtió en mi primer marido”. Relatará también cómo, tras revisarla con la mirada, desnuda como estaba, su tío, “un hombre tocado por la agresión a Tenochtitlan, nuestra altiva ciudad incendiada”, se echó a llorar, y luego la ayudó a vestirse, de rodillas. “Él estaba consciente de que si me tocaba me podía impregnar el mal que a la postre acabaría con su vida… Ninguno de los dos estábamos para el amor. Fue una de las últimas veces que lo vi antes de que la viruela, el irremediable mal, avanzará” en él.

¿Eso era la evangelización?

Hernán Cortés había embarcado más quinquellería que un comerciante: cascabeles, espejos, cuentas de vidrio, agujas, bolsas, agujetas, cintas, hebillas, cuchillos, tijeras, martillos, hachas, camisas, cofias, telas, sayos, capotes, calzones, caperuzas, etc., con lo que engatusaba a los pueblos a los que arribaba, después de abrirse paso con la cruz y el hierro. En 1511, en Cuba, asesinaron al cacique Huey porque éste se negó a aceptar a un dios que premia a individuos tan crueles. “Cuando los indios cubanos se percataron de que los españoles, los civilizadores, mataban a hombres y mujeres, y aun a niños, a estocadas y cuchilladas y los demás se los repartían como esclavos para trabajar las tierras que antes eran de su propiedad, no les quedó más salida que huir a los montes y ahorcarse desesperados, asfixiando a sus mujeres antes a sus mujeres y niños… en tres o cuatro meses murieron de hambre más de siete mil niños en aquella isla. ¿Esa era la evangelización?”.
Antes de disponer a Cortés en Tenochtitlan, Ia narradora hace un listado de las infamias perpetradas por las huestes españolas, desde Diego de Velázquez (el maestro exterminador de Cortés) hasta la expedición de Francisco Hernández Córdoba en costas de Campeche, donde los mayas (que no creían que los conquistadores, ni sus caballos, ni sus perros, fueran semidivinos) mataron a más de cincuenta españoles, incluyendo a Hernández Córdoba, sin que falte Pedro de Alvarado, “el maldito carnicero… (que) regresó a Cuba para mostrar a Diego de Velázquez la calidad de los regalos enviados por Motecuhzoma Xocoyotzin”.

Hernán Cortés

De aquí en adelante Isabel Motecuhzoma amontonará adjetivos sobre la figura de Hernán Cortés, “un apostador nato”, en su infancia fue monaguillo y de grande aseguraba que “sólo con el oro se podían curar las enfermedades del alma”. Un déspota al que “devoraba un rencor inexplicable, un apetito de venganza incontrolable que intentaba saciar a través de personas supuestamente inferiores, a las cuales despreciaba, como despreció a los naturales que no se quisieron someter y a los que esclavizó y destruyó implacablemente”. Hasta a los suyos traicionó: cuando Velázquez lo mandó aprehender, él ya había huido de Cuba.A sus 35 años, Cortés creía en su dios, en su nombre asesinó y robó, pero “jamás cumplió ninguna de sus promesas, ni ante su propio dios, ni ante el gobernador ni ante el emperador español, a quien robó y engañó en tantas ocasiones como le fue posible”.
Al salir de Cuba –y llegar a Cozumel– Cortés contaba con “once navíos, quinientos ocho soldados (más marineros), dieciséis caballos y yeguas, treinta y dos ballesteros y trece escopeteros”.
En Tabasco se encontró a Jerónimo de Aguilar, “otro español náufrago que había vivido ocho años entre los mayas”, y a Malinalli o Manilintzin, doña Marina, que hablaba el maya de Tabasco y el náhuatl. Cortés nunca aprendió el náhuatl, “pues lo consideraba un conjunto de sonidos con el que se comunicaban los perros”. Doña Marina se volvería su amante dilecta y su inigualable traductora.

La Malinche

La aparición de Malinalli reaviva la promesa titular de los arrebatos carnales, que ya hasta se nos estaban olvidando. Cuando (con otras esclavas) se la presentaron a Cortés, éste creyó que podía disponer de ella a su antojo y la jaló a su tienda “sin guardar el menor decoro o respeto ante sus anfitriones”. Martín Moreno escribe “ansiedad”, “vellos”, “miembro”, pero, discreto como nunca antes, no se pone a imaginar la infamia. La escena que sigue es breve y violenta, paralela a la de Pedro de Alvarado haciendo lo suyo con otra mujer, y está rematada con las carcajadas y pláticas sobre “los rostros de las indias cuando eran ultrajadas”.
Doña Marina, “más tarde conocida como la Malinche”, le enseñó a Cortés muchas cosas: “cómo adorábamos el miembro viril en nuestros templos y plazas”…, y la muerte que le daban a quienes se acostaran con personas de su mismo sexo, a los adúlteros y a los violadores.
“A los pocos días… doña Marina ya traducía directamente del náhuatl al castellano”, mostrando que “tenía un talento tan grande como su coraje en contra de nosotros, porque ella había quedado huérfana de padre cuando… los mexicas fueron a cobrar sus tributos y éste se negó a entregarlos”, por lo que fue ejecutado.
A la postre, doña Marina pariría un hijo de Hernán Cortés.

Pánico, alianzas y… ¡estúpidos tlaxcaltecas!

Motecuhzoma envió a otros cien tamemes cargados de ropa de algodón, artesanías, plumas, máscaras de mosaicos y animales, pero los españoles sólo se fijaron en el sol dorado y los recipientes llenos de oro en granos que tenían ante sus ojos. Así, menos se iban a retirar.
Y Motecuhzoma entró en pánico. Llamó a sacerdotes y principales. Cacama pidió recibir a los invasores. Con la oposición de Cuitláhuac, Motecuhzoma envió a los tlacatecolotl, a los hombres tecolote o hechiceros, a intentar detener a los conquistadores… y fracasaron. Hernán Cortés ya había construido un pequeño fuerte en la Villa rica de la Vera Cruz. En Cempoala había sido agasajado por los totonacas, quienes le aconsejaron que se aliara a los tlaxcaltecas.
“¿Qué esperaban” los tlaxcaltecas?: “que los encumbraran a ellos y les entregaran cómodamente el lugar que a nosotros nos arrebataron?” Los pueblos resentidos con los mexicas ignoraban que ayudar a los invasores implicaba la “destrucción total y desaparición de una civilización impresionante”, y que “el pueblo se convertiría en una casta social estúpida, con confusiones espirituales, apática en relación al progreso, en estado de animalidad y de retroceso porque todo empeño consistía en que fuésemos cristianos sin cuidarse primero de que fuéramos hombres…”.
“Después…, instalado el gobierno español, los indios ya no pudimos llegar a ser ni cristianos verdaderos ni ciudadanos útiles. Fuimos considerados animalitos sin que nadie sintiese nuestra muerte ni que nuestro exterminio se tuviese por agravio. ¡Estúpidos tlaxcaltecas!…”.

Ni hidalgos ni cristianos

La famosa hidalguía española “entre nosotros se redujo a faltar a la palabra empeñada, a violar juramentos, a engañar para obtener ventajas y a lucrar con nuestra buena fe. El valor español no fue sino un alarde de fuerza para atormentar al débil, en tanto que su cristianismo se orientó a matar, a esclavizar y a robar a quienes no quisieron darles sus tesoros o no pensasen como ellos. Finalmente, su escasa limpieza habría de convertirlos en agentes de la viruela, del sarampión y del tifo en campo virgen, por lo que hasta la mugre contribuyó con su triunfo”.
Esto, y mucho más, cuenta y recuenta Isabel Motecuhzoma Tecuichpo en un relato pleno de realismo y sensibilidad, vertebrado, antes que por arrebatos sexuales, por el avance de las huestes de Hernán Cortés… el sometimiento de Motecuhzoma, la lucha tardía con que los mexicas se opusieron a los invasores y la destrucción de Tenochtitlan. Nos quedamos que, cuando la noticia de que Hernán Cortés había tomado Tlaxcala llega a Tenochtitlan, el pueblo se alarma extraordinariamente, pues siente que sus dioses los han abandonado.

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