Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Tomás Tenorio Galindo

OTRO PAÍS

*Rogelio Ortega: de las
fabulaciones al fiasco

En un intento de escapar a la severidad del juicio histórico, el gobernador interino Rogelio Ortega Martínez optó por asumir el papel de cronista de su propio gobierno. Con esa intención a lo largo de seis meses escribió y publicó en las páginas de El Sur doce extensos y abigarrados artículos, en los que cantó odas a los griegos, incurrió en el disparate de compararse con los personajes de Homero y se describió como el eficaz gobernante que trajo por fin paz y armonía al estado de Guerrero.
En el último artículo, publicado el 11 de octubre, proclama como si nada que “el estado de Guerrero ya no está como hace 11 meses, cuando tomé protesta como gobernador interino”, sugiriendo con ello que está mejor. A esa frase le antecede esta otra: “Hoy me siento razonablemente satisfecho, hice mi mayor esfuerzo y creo que logré establecer una paz política relativa”. Y hecha su evaluación, finge Rogelio Ortega entregarse al escrutinio público: “Pero la evaluación les corresponde a ustedes, amigas y amigos”.
Según su crónica, ese resultado es consecuencia de su genio político, pues asegura que en doce meses de gestión “demostré que sí se podía gobernar de manera diferente, con humildad y sencillez, con el corazón en la mano, con la esperanza depositada en el cumplimento de la palabra comprometida y en los acuerdos suscritos”.
La realidad, sin embargo, dice algo muy diferente de lo que afirma la desbocada autoestima del gobernador. Es verdad que Guerrero no está igual que hace once meses, pero la razón de ello es que está peor, y cuando el martes Rogelio Ortega entregue la administración a Héctor Astudillo Flores, lo hará en medio de la percepción social acrecentada de que el estado se cae a pedazos entre la inseguridad pública y la violencia, el conflicto social causado por el caso Ayotzinapa, la impunidad y la corrupción gubernamental.
Cuando tomó posesión el 26 de octubre de 2014, Rogelio Ortega dijo en el Congreso del estado que su prioridad sería buscar justicia para los estudiantes y las familias de los normalistas acribillados y desaparecidos en Iguala, y castigar a los responsables materiales e intelectuales de los hechos. Pero en el transcurso de un año el gobernador interino nunca hizo nada para honrar su palabra, ni se reunió con los padres de los 43 estudiantes desaparecidos. En un reflejo esquizofrénico, le dio por afirmar de tanto en tanto que se reunía en privado con los padres y que si no daba cuenta pública de dichas reuniones era por solicitud de los propios padres. Excepto por sus declaraciones periodísticas en las que decía estar del lado de las víctimas y de la justicia, es un hecho indiscutible que se apartó por completo del conflicto y traicionó su discurso.
Lo mismo sucedió con el compromiso que hizo en aquella misma fecha para la liberación de los presos políticos encarcelados por el ex gobernador Ángel Aguirre Rivero mediante la fabricación de acusaciones falsas, entre ellos Nestora Salgado García. “Haremos todos nuestros esfuerzos y coadyuvancia para lograr la libertad de los guerrerenses recluidos, dirigentes y luchadores sociales recluidos en prisión, con apego a la ley, con apego al derecho y con apego a la justicia”, dijo. Doce meses después, sólo el vocero del movimiento opositor a la presa La Parota, Marco Antonio Suástegui, recobró su libertad y podemos razonablemente poner en duda que en ello haya tenido que ver de una manera decisiva el gobierno del estado, mientras Nestora Salgado, cuyo caso adquirió notoriedad nacional e internacional por la manifiesta manipulación de la ley para ponerla en prisión, permanece recluida sin que el gobernador haya interpuesto su autoridad y su peso para hacer que la Fiscalía General del Estado se desista de los cargos de secuestro y homicidio que se le adjudican.
La explicación de las contradicciones entre el discurso original y los compromisos de Rogelio Ortega y lo que realmente hizo durante estos doce meses, quizá la encontremos en los acuerdos de la reunión que el gobernador interino sostuvo con el presidente Enrique Peña Nieto en Los Pinos un día después de asumir el cargo. Debe recordarse que en la conferencia de prensa realizada al cabo de ese encuentro, Rogelio Ortega le dijo al presidente: “Le entregaré buenas cuentas”.
Dada la situación del estado, era una reunión inevitable y necesaria, pero resultó incongruente que el gobernador que había expresado su compromiso con los padres de los normalistas desaparecidos se reuniera primero con el presidente antes que con ellos. Ahí fue evidente que el discurso del gobernador iba a ser una cosa, y otra sus actos. Finalmente, como ya recordamos, nunca se reunió con los padres. En esas condiciones, fue natural que con una expresión que no usó ni siquiera en el Congreso del estado al tomar posesión, el gobernador de Guerrero dijera al presidente que le entregaría buenas cuentas. La sumisión fue inocultable.
Rendirle buenas cuentas al presidente Peña Nieto no tenía nada que ver con el clamor de justicia en el caso Ayotzinapa, sino con las protestas y los desmanes asociados a esas protestas que cundieron hace un año en el estado, principalmente en Chilpancingo. En aquel contexto, las instrucciones de Peña Nieto a Rogelio Ortega, y no hay forma de decirlo de otra manera, fueron definir “acciones para restablecer el orden” y “generar condiciones de tranquilidad y seguridad para todos los guerrerenses”. Tranquilidad y seguridad no ante la delincuencia organizada, sino ante las protestas del movimiento social.
Por consiguiente, la tarea encomendada a Rogelio Ortega era someter y acallar las protestas, controlar y acotar al movimiento normalista y a las organizaciones que se movilizaron en solidaridad con los padres de los 43 estudiantes desaparecidos. Y al contrario del compromiso que también formuló Ortega Martínez en su asunción, de no criminalizar el movimiento social, para el cumplimiento de ese objetivo su gobierno no escatimó en el empleo de la fuerza pública para reprimir las protestas, incluso al costo de las muertes que la intervención de la policía produjo este año, como sucedió en Acapulco y en Tlapa.
Rogelio Ortega, pues, cumplió el rol que el gobierno de Peña Nieto le asignó como pieza del gobierno federal en Guerrero. No es por eso, sin embargo, que la inconformidad por el caso Ayotzinapa se encuentra en estado de quietud, pero de todos modos el gobernador interino ha convertido tal hecho en un mérito suyo, del mismo modo en que se atribuye el “éxito” de las elecciones del 7 de junio, por su sola realización y por la relativa tranquilidad en que transcurrieron, salvo por los casos de Tlapa y Tixtla.
La insistencia de Rogelio Ortega por aparentar que entregará el estado en condiciones de paz y armonía tampoco resiste un examen desde la perspectiva de la inseguridad pública, pues la violencia no se detiene y produce carretadas de muertos. Acapulco, Chilpancingo, Iguala y Chilapa –sólo por mencionar ciudades grandes– se consolidaron en el último año como lugares en los que el crimen organizado ejerce un control casi absoluto. Un ejemplo contundente de la crisis de inseguridad pública que devasta al estado lo ofreció el ataque a balazos contra un negocio de la avenida Costera de Acapulco el sábado pasado, justo a un lado del restaurante en el que cenaba Héctor Astudillo con su esposa. A pesar de que el ataque no pareció estar dirigido contra él, es indudable que el gobernador electo y sus acompañantes estuvieron en riesgo de salir lesionados.
Hasta junio, en Guerrero la tasa de homicidios por cada cien mil habitantes era de 26, la más alta del país igual que en los últimos años. La de Sinaloa, en segundo lugar, era de 16. El promedio nacional el año pasado fue de 16 y quizás se reduzca un poco al cierre del año. En el primer semestre de este año, en Guerrero se contabilizaron 943 homicidios dolosos, bastante más de los 880 del primer semestre de 2014.
Los datos no tienen la menor consideración por el discurso de Rogelio Ortega. Entre enero y septiembre de este año, es decir, durante su gobierno, los homicidios dolosos ocurridos en el estado ascienden a mil 484, de acuerdo con el Sistema Nacional de Seguridad Pública, mientras que en todo el año pasado esa cifra fue de mil 514 homicidios. Con las estadísticas de los últimos tres meses restantes de este año, las cifras rebasarán por mucho a las del año anterior. Acapulco concentra la mitad de todos los homicidios ocurridos en el estado, pues hasta principio de octubre se han producido en el puerto 718 casos (Reforma, 21 de octubre de 2015). Es imposible que con semejantes estadísticas, el gobernador Rogelio Ortega se atreva a hablar de paz y armonía.
Pero lo hace, al mismo tiempo que evade toda responsabilidad por la crisis de inseguridad pública. El miércoles pasado dijo que la mortandad en Acapulco no es producto de su gobierno, sino que todo empezó hace nueve años con los primeros decapitados de La Garita. Es la declaración típica de los gobernadores. La otra es que el problema de la violencia no se puede solucionar de la noche a la mañana. Y también como lo han hecho todos sus antecesores, Rogelio Ortega dijo que el problema no es sólo de las autoridades, sino también de la sociedad. Evasión pura.
Al término de su mandato, es legítimo reprocharle a Rogelio Ortega no que no haya podido dotar de contenido y compromiso social a su gobierno, sino que ni siquiera lo haya intentado. No que no arroje resultados, sino que no se haya esforzado ni querido arriesgar políticamente su pellejo en un proyecto de gobierno que valiera la pena. Su nombramiento despertó expectativas muy altas porque proviene de una izquierda que se creía comprometida con el cambio democrático y las causas sociales, pero después de un año todo termina en un penoso fiasco.

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