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Federico Vite

Un suicida ilustre

Mi suicidio, publicado por Trama Editorial en 1997, es un breve libro que el matemático y cómico, de ascendencia suiza, Henri Roorda realizó en 1925 para justificar su inmolación. Hablo de un ensayo sobre la existencia, un relato irónico, matizado por una ternura oscura, acerca de los motivos por los que alguien desea firmemente acabar con todo de manera violenta.
El libro que hoy comento fue titulado por Roorda como El pesimismo alegre y el matemático pensó que su ensayo debía leerse en público momentos antes de consumar el suicidio, pero la idea de que las autoridades cancelaran la presentación no fue un aliciente para buscar una fecha definitiva para tal evento.
Muchas de las razones esgrimidas por Henri para finalizar con su vida refieren detalles de gran vitalidad: su placer por la comida, los vinos, la buena literatura, el teatro y, especialmente, por la charla inteligente. Señala con gran humor su peculiar perspectiva de la sociedad, una honda confusión entre los pudientes y los miserables, un teatro en el que sólo quien tiene dinero puede conocer las bondades de la inteligencia, las curiosidades de los espíritus refinados y puede darse el tiempo para descubrir el mundo sin hambre en el cuerpo.
Gran parte de su vida, Henri se dedicó a la enseñanza de la aritmética y se definía como un anarquista. Defendía la necesidad de ampliar la visión de los alumnos con el conocimiento de expresiones estéticas que no sólo incluían la literatura, la pintura y el teatro; por supuesto, inculcó la poesía.
Mi suicidio enfatiza el gozo de vivir. En ningún momento el tono de las reflexiones se vuelve depresivo o melancólico. No hay melodrama en este hombre, incluso al final del libro el humor cobija el desenlace fatal que dio origen a estas reflexiones de 57 páginas. Henri precisa desde el inicio de su alegato ético a favor del suicidio: “Estoy en pleno uso de mis facultades mentales, no se me tache de romántico ni de loco. Hago esto por convicción”
¿Y por qué escribir un ensayo ameno antes de irse de este mundo? Roorda confiesa: “Pero escribo este último librito para explicarme. Y lo hago también para protestar de antemano contra la severidad con la que seré juzgado. Siento la necesidad de defender al individuo egoísta frente a las exigencias de la moral”. Como lector, uno insiste: ¿por qué elegir el suicidio? Si permaneciera en la tierra, explica Roorda, no tendría la vida fácil que tanto me tienta. “Y es que todavía debería realizar, durante mucho tiempo, tareas monótonas y soportar penosas privaciones para reparar las faltas que he cometido. Prefiero desaparecer”, sentencia.
Probablemente Henri se justifica con argumentos vanidosos, superfluos y materialistas. Sabe pues que su adiós no será bien visto, incluso sugiere que Mi suicidio puede ser perfectamente ignorado por todas aquellas personas que lo quieren. Finalmente se remite al egoísmo para darle validez a sus actos. Cito al matemático: “Mi suicidio, sin duda, será juzgado. Pero ya que considero que en su inmensa mayoría los hombres son seres mediocres y poco inteligentes, ¿qué importancia debo conceder a la opinión pública?”
El mayor logro de este libro es descubrir que no hay un motivo para seguir vivo; al contrario, Henri se muestra tan seductor al hablar de la impotencia de enfrentar la dinámica de un mundo que lo aplastará cuando sea viejo y prefiere acabar por sí mismo con su vida antes de que el resto del planeta lo desdeñe, oprima y exilie a la insatisfacción de contemplar lo anhelado desde un asilo.
Sin lugar a dudas, Henri compartió con sus cercanos el plan de morir al finalizar ese libro. El adiós por mano propia no era un proyecto repentino; más bien, ya se había convencido de suicidarse antes de verbalizar su muerte. Cito al matemático: “Algunos amigos han venido de nuevo a ofrecerme ayuda y curación. Los he rechazado pues sé muy bien que nada podría librarme de los deseos, de las imágenes y de los pensamientos que ocupan mi espíritu desde hace cuarenta años. No tengo ningún miedo del porvenir desde que oculté un revólver cargado entre los muelles de mi cama”.
Mi suicidio finaliza con la siguiente sentencia: “Será necesario que tenga cuidado para que la detonación no suene demasiado en el corazón de un ser sensible”. Henri tenía 55 años cuando decidió acabar con todo. Seguramente vio algo que lo aterraba, una fascinación que sólo podía sublimarse con las balas.
Al final del libro, a manera de apéndice, se publica la despedida de Roorda. Y la transcribo:
6 de noviembre de 1925
Querido amigo.
Ayer te mentí. Tenía la obligación de ser prudente, pues no quiero que nada me impida suicidarme. Cuando recibas esta nota, estaré muerto (a menos que haya fallado).
He abusado mucho de lo mío y de los demás, y eso es irreparable.
Adiós.
H.R.
Al guardar esta carta, Henri se prepara una cena, bebe un poco de vino; duerme y por la mañana del 7 de noviembre concreta su anhelo de ser recordado como un suicida ilustre.

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