Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

El caso del Volchito por ejemplo

Fue pura coincidencia que necesitáramos tela floreada para las niñas que iban a salir de Adelitas en el desfile del 20 de noviembre, que la primera tienda a la que se nos ocurrió ir haya sido La Parisina y que el carro azulnegro hubiera estado estacionado justamente ahí, entre nosotros y la vitrina de las telas. ¿No les digo que hasta nos recargamos en él? Ah, ¿y qué tal si las oficinas de la policía judicial no quedaran en esa calle, casi casi frente a la tienda? ¡Para mí fue algo de veras sorprendente! Una coincidencia muy procurada, en todo caso. Ya saben que era ver cualquier Volchito y oír a Roma suspirar como pollita desilusionada: Ay, muchachas, ¿ya vieron?, este carrito se parece al mío…, o de este color amarillo huevo era mi carro, ¿se acuerdan? Sí, manita, sí –la tranquilizábamos… Y es que desde la mañana –hace cuatro o cinco meses— en que no encontró su Volchito fuera de su casa, donde lo dejó estacionado la noche anterior, la boca se le había un poco más de lado –por la contracción muscular que padece en la parte izquierda de la cara, desde el accidente que tuvo cuando trabajaba en Tlapa y que tan afectada la dejó de los nervios.
En un solo aparador estaban los rebocitos y los listones tricolores que andábamos buscando e íbamos a entrar a la tienda cuando atrás de nosotros Roma gritó ¡Muchachas, muchachas, vengan a ver!, ¡vengan rápido! La cara pegada al cristal de la ventanilla, con las palmas de las manos curveadas alrededor de sus ojos, repetía: Éste es mi carro, ¡éste es mi carro!… Lo encontré, muchachas, ¡lo encontré!…
En el interior del Volcho no había cosas, ni se notaba algo fuera de lugar, a no ser  los tres o cuatro manchones de pintura dorada sobre el plástico negro de la guantera.
–¡Son los deditos de mi hija, de Romita!, explicó Roma súperemocionada. Estaba contenta, pero –con la boca más chueca que antes— como azorada, ¿verdad?, como ida. ¿Se acuerdan, dice, de los corazones de papel maché que los niños les regalaron a las mamás el 10 de mayo? ¡Esas que tenían el rededor dorado!, ¿se acuerdan? Pues yo traía dos corazones con la pintura todavía fresca –bueno, los traía Romita sobre sus piernas y se manchó los dedos de dorado. ¡Y esos manchones que se ven ahí son los deditos de mi hija!
Levantamos el bisel de hule de la ventanilla y ¡cuál sería nuestra sorpresa cuando vamos viendo el amarillo huevo del carro de Roma!… Habían pintado el Volchito de azulnegro.
–¡Ay dios mío!… ¿Quién lo traerá?, dijo Roma, tartamudeando más de lo normal.
–¡Vete por tus llaves de volada!, le dice Elia, ¡hay que abrirlo!…
–¡Yo voy!, ¡yo voy!, se ofreció Marta dando saltitos de conejo y sacudiéndose las manos de la emoción.
En lo que Elia se metió en un taxi y salió hacia a la casa de Roma, las demás cruzamos la calle para sondear al policía que hacía guardia en el edificio de la policía judicial. Para esto, a Roma ya le empezaba a castañear el cachete malo –el izquierdo, ¿verdad?– y le dijimos manita mejor tú no hables, tú nomás di sí o no y déjanos preguntar a nosotras. Y bueno, ya llegamos a la puerta y oiga señor, le decimos al policía, ¿no sabe de quién es ese carro, el volchito negro?
Era un agente moreno, flaco… pero con pancita, ¿verdad? Yo me acuerdo muy bien de él porque traía el bigote recortado… ¡pero demasiado recortado!, diría yo, ¡se dejó nomás una rayita!… Luego luego nos dijo que lo traía el comandante Tomillo Vargas, que si se nos ofrecía algo. Tomillo Vargas había subido a ver al Jefe haría cosa de media hora; ya no tarda en salir. Si quieren espérenlo.., nos dijo el agente.
–¿Y desde cuándo trae su carro?
–Uh, muchachas!… Eso se lo hubieran de preguntar al comandante!… Desde hace cuatro o cinco meses –que yo me haya fijado.
¡Y que entramos al edificio!… Frente a un escritorio patuleco y atestado de papeles viejos, una secretaria medio esquizofreniquita maquinó todo lo que le contamos de un trancazo; con el papel en la mano subió por unas escaleras penumbrosas y por las que no caben dos personas juntas, y cuando bajó (a la hora y media) venía seguida por el licenciado Fulano de Tal, director de No Sé Qué y perito de lo que ustedes quieran, mismo que, por instrucciones del mero Jefe (quien al enterarse mostró especial interés en nuestro caso, según el licenciado), nos iba a atendernos de inmediato.
Antes de que Marta empezara a subir, ya íbamos bajando las escaleras. La llave que trajo entró limpiamente en la cerradura y abrimos el carro sin problemas. Entre los asientos (por donde el freno de mano),  bajo una franela morada, había un arma  –una pistola grande, de cargador, con un águila zarandeando a una víbora con el pico en la cacha de carey–. Bueno, pues parece que todo está claro, nos dijo el licenciado Fulano, en cuanto nos recibió el arma y se la calzó en la cintura, bajo el saco, con todo y franela;  ya tenemos todos los datos y sólo faltaría cotejarlos con la denuncia que hicieron originalmente. La propietaria del vehículo, la profesora Roma Sánchez, es… usted, ¿verdad?
–Sí –dijo Roma.
–Pues mire usted: mañana es sábado, pasado domingo y el lunes está el desfile de la Revolución… Pero, con suerte… si nos apuramos, podríamos entregarle su automóvil… ¡hoy mismo…, ¡qué le parece! ¡Esta misma tarde! ¡A las… a las seis de la tarde! ¡Qué dice!
La cabecita de Roma cabeceó sin ton ni son: Que sí, balbuceó.
–¡Pero señor!… –rezongamos las demás–, el policía que está de guardia en la entrada dice que el carro lo traía un comandante!… El comandante Tomillo Vargas. ¡Y el comandante Tomillo Vargas acaba de entrar a ver al Jefe…  …¡que parece ser usted!
–¿Vargas… Tomillo Vargas, dicen ustedes, maestras? Que yo recuerde ningún comandante en servicio se apellida así. ¡Nadie!… ¿Quién dice que se los dijo?
Todas –menos Roma— corrimos hacia la entrada del edificio, y ¿qué creen, cosas maravillosas?: del policía de guardia, el agente moreno, flaco y con pancita que nos informó, ¡ni sombra!…
Llevamos a Roma a su casa con el tic nervioso en su apogeo: cada cinco o seis minutos… ¡bluuú!…, se le estiraba el cachete izquierdo y daba la impresión de que se la pasaba haciendo “señitas” locas. Medio deglutimos una torta. Ni una manita de gato pudimos darnos, cinco minutos antes de las seis de la tarde las cuatro ya estábamos sentadas frente al escritorio del mero Jefe, todas despeinadas y sudorosas. Eso sí: la mar de amable el mero Jefe. ¿Un cafecito? ¿Un té, compañeras maestras? Muchas gracias director, pero…
–Sí…, que tartamudea, nerviosa, Roma, y ahí nos tienen aceptando el refresco y las galletitas, escuchando que no tarda en llegar el fotógrafo, ¿no se molestan de que nos tomen una foto, verdad?, para el archivo, para que la ficha de su colega Roma salga sin mancha ni pendiente alguno, o que a la vuelta de la esquina tenemos el desfile de la Revolución, ¿van a desfilar, amigas maestras, compañeritas educadoras? ¡Es un desfile muy vistoso!…  y nosotras todas tiesas –menos Roma, su lado izquierdo– y fastidiadas.
–Pues bien, maestra –dijo el mero Jefe como a las mil, poniendo las llaves del carro sobre el escritorio, entre él y Roma, las llaves que había traído Marta, por supuesto.
–Ya revisamos su expediente y podemos asegurar que el automóvil es el suyo, indudablemente. Lo cual nos da mucho gusto –mientras decía mucho, pero mucho, gusto, ponía las llaves aquí, luego las deslizaba por allá, como si estuviera jugando con nosotras dónde quedó la bolita.
El viejo desgraciado quería matarnos de desesperación, pero pues eso era lo de menos ¿no?; nos preocupaba Roma, que cada vez hacía más y más muecas con la mitad izquierda de la cara: nos cerraba el ojo, de pronto parecía estirarlo con todo y ceja como si quisiera advertirnos sobre un peligro o como si nos estuviera corriendo de su casa.
Le digo al mero Jefe:
–Oiga señor, es usted muy amable, pero… ¿no podría abreviar? ¡Es que, oigan, no teníamos ni que explicarle nada, nomás había que ver cómo los dedos de Roma tamborileaban solitos en el brazo de la silla para entender que nuestra compañera se estaba poniendo muy mal!…
–¡Claro que sí!, ¡claro que sí!, que contesta. ¡En un momento terminamos!…:
Y presionó un botón de uno de los seis o siete interfones que formaban medio arco sobre el escritorio. Nosotras sólo pensábamos en Roma: la nariz se le había cubierto de perlitas de sudor muy brillantes y el hombro izquierdo le brincaba como si estuviera escuchando el chimborazo de una danza de pueblo.
–¿Ya llegó? –preguntó el mero Jefe.
–Sí señor –respondió la secretaria por el interfón.
–¡Que pase, que pase!
El fotógrafo entró corriendo, con su cámara lista.
El mero Jefe se levantó, hizo a un lado su silla y dio la vuelta al escritorio para colocarse junto a Roma, a la que tuvimos que ayudar a ponerse de pie. El mero Jefe tomó el llavero entre sus dedos como una campanita que fuera a sonar, y ya saben, es para mí un honor muy grande hacerle la entrega formal de las llaves de su automóvil, que espero que le dure muchos años más, lo que sin duda alguna así será, ya que, además de  garantizarle la seguridad de que redoblaremos esfuerzos para que no lo vuelva a extraviar, nuestro personal lo ha checado y lo ha puesto en condiciones inmejorables: con decirles que ¡hasta el radio funciona! Así pues –el Jefe enseñó el pecho–, me es muy grato hacerle entrega de las llaves de su vehículo: ¡helas aquí! y…  ¡muchas felicidades, maestra!
A Roma se le retorcía la cabeza desde la raíz del cuello y la mueca de su cara se le iba hasta la nuca, cada que el tic se le hacía espasmo. No podía agarrar el llavero. Con una mano el mero Jefe le capturó la mano loca y con la otra le acercó a los dedos las llaves del Volcho.
Y: ¡clic!, el fotógrafo presionó el obturador.
Acompañada por la foto, la noticia apareció el sábado en todos los periódicos. Hablaba de la multiplicación de los recursos y esfuerzos policiacos, de los logros, inéditos hasta ahora, que la investigación científica brinda a la sociedad en el frontal e impostergable combate a la delincuencia, de cómo hasta en un caso que no requiere más trámite que una entrega de llaves, se resume y transparenta la organización, honestidad y esfuerzo de nuestras instituciones de justicia: el caso de la recuperación del Volchito, por ejemplo…
En la foto, Marta, Elia y yo salimos recién inyectadas de complejo B. ¡Hasta nos peinaron!… Roma sale junto al Jefazo, quién sabe cómo le quitaron los espasmos y la temblorina y aparece recibiendo el llavero con dedos de lirios en capullo. Le repitieron la mueca de la izquierda de la cara a la derecha de su boca, con lo que “la maestra agradeció a la policía la recuperación de su Volchito con la mejor y más amplia de sus sonrisas”, como los malditos mandaron poner al pie de la fotografía.

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