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Tomás Tenorio Galindo

OTRO PAÍS

* Trife: combatir o legitimar la impunidad

Pese al aluvión de descalificaciones y ataques que se ha desatado contra Andrés Manuel López Obrador y la coalición de izquierda, lo cierto es que el origen del conflicto postelectoral se encuentra en el hecho de que el PRI haya pretendido hacerse de la Presidencia con los viejos métodos ilegales e ilegítimos que decía haber eliminado de su repertorio, y en que después de consumada semejante vileza pretenda mantenerse en la impunidad como solía ocurrir cuando era el partido en el poder.
La imposibilidad práctica de demostrar la compra masiva de votos –o demostrarla en la demasía con que fue ejecutada– no significa de ningún modo la inexistencia de las operaciones encubiertas efectuadas por el PRI. La acumulación de datos sobre la triangulación empleada por el equipo de Enrique Peña Nieto para llevar cuantiosos recursos a su campaña, que ahora el PRI quiere justificar como gasto corriente, evidencian las profundas irregularidades que se hallan detrás del triunfo del candidato presidencial priísta. En una democracia auténtica, con instituciones efectivas y no infiltradas por los intereses partidistas, los datos ya conocidos sobre las irregularidades financieras cometidas por el PRI tendrían un impacto definitivo sobre la limpieza de las elecciones y serían una causal para declarar su invalidez. Y no sería un escándalo. Pero en la escuálida estructura formal de la democracia mexicana y con su sociedad desinformada por los grandes intereses de los medios electrónicos, el escándalo es que un candidato se inconforme contra las trampas practicadas por un partido para imponer a su propio candidato.
La coalición Movimiento Progresista ha presentado sus pruebas para demostrar la compra de votos por parte del PRI y sustentar su demanda de invalidar la elección presidencial. Aun si son controvertibles, esas pruebas no pueden ser ignoradas por las autoridades, que están obligadas a valorarlas e investigarlas con la mayor seriedad. Se supone que eso hace el Tribunal Electoral y que el IFE investiga los hechos denunciados, aunque se desconozca si han producido algún resultado.
Pero despierta suspicacia el hecho de que el PRI haya emprendido una amplia campaña para desacreditar las demandas de López Obrador, a la que se han sumado con un despliegue propio la cadena de tiendas Soriana y la Asociación Nacional de Tiendas de Autoservicio y Departamentales (ANTAD). Especial virulencia muestra Soriana al responsabilizar a López Obrador por la agresión que sufrió una sucursal de esas tiendas en Nuevo León, y por las que sufra en el futuro según afirma esa empresa en un desplegado publicado la semana pasada. Con ello el PRI no solamente responde a las acusaciones públicas de López Obrador, lo que sería su derecho, sino que sobre todo ejerce una fuerte presión sobre el Trife, que de por sí parece cortado a la medida de los intereses priístas. Una exhibición de ello se dio ayer mismo, cuando el PRI adelantó (pidió, exigió) que el Trife emitirá su fallo sobre la impugnación de López Obrador y calificará la elección presidencial antes del plazo límite que tiene para hacerlo, que es el 7 de septiembre. Esa sola declaración es una muestra sutil de la presión priísta sobre el Trife, que ya regaló al PRI el diputado federal número 251, que necesitaba para integrar la mayoría en la Cámara aliado con el PVEM y el Panal.
El conflicto que tiene en sus manos y deberá resolver el Trife no es de simple administración electoral, como han insinuado algunos magistrados, sino de justicia en su sentido más original. Magistrados letristas no hallarán en los elementos presentados por la coalición Movimiento Progresista infracciones serias a la legalidad electoral, y rechazarán encuadrarlos como factores para anular la elección presidencial. No encontrarían motivos ni siquiera si los acontecimientos fraudulentos se produjeran frente a sus ojos. Con una parcialidad evidente e indebida, los magistrados electorales que han hecho declaraciones acerca del conflicto han reproducido los argumentos y criterios dictados desde el PRI y desde las vocerías oficiosas que ese partido tiene en los medios. Sin recato, comparten el anatema simplista y falso de que López Obrador es un político disruptivo y mal perdedor, y han advertido que las marchas públicas no tendrán ningún efecto en su decisión, pero en referencia solamente a las manifestaciones realizadas por el movimiento 132 y Morena, no a aquellas presiones procedentes desde las filas priístas.
Como las acciones del Trife lo describen como un estamento más de poder y no como un emisor de justicia, quizás resulte vano subrayar la gravedad del fallo que debe procesar en las próximas cuatro semanas. Javier Jiménez Espriú expuso ayer con claridad la magnitud que tendrá la resolución del Trife: “No hay nada más caro para un país que legalizar el delito y la impunidad. Esta organización de delitos electorales es un sinónimo de delincuencia organizada. Legitimar con nuestras leyes estos actos que son repudiables y que son más que evidentes y ya está más que demostrado, sería gravísimo”. Equivaldría, dijo, a legitimar la impunidad. (Reforma, 5 de agosto de 2012)
El PRI difunde la idea de que la institucionalidad del país se vería rota si el Trife le diera la razón a López Obrador e invalidara la elección. El país se dividiría y sería presa de la ingobernabilidad. Es lo mismo que dijeron Felipe Calderón y el PAN al calificar a López Obrador como “un peligro para México” durante la campaña del 2006. Pero todo eso es falso. Ya nadie duda de que al final, quien resultó ser un peligro para México fue Calderón, y sería de una ingenuidad irresponsable dar crédito a la prédica usada por el PRI para ocultar sus artilugios ilegales. Al contrario: es el autismo del Trife el que, como en el 2006, podría crear un nuevo trauma nacional si ignora las siniestras maniobras ejecutadas por el PRI para recuperar la Presidencia. Le bastaría con seguir el espíritu de la Constitución para ahorrarle al país las consecuencias indeseables de una determinación como esa.

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