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Federico Vite

Cursos de verano I

La casa del soldado y Babylon revisitado, cuentos de dos escritores pesados, como Hemingway y Fitzgerald, hacen pensar que no hay fórmulas mágicas para escribir con intensidad, con fuerza. No hay trampas pues ellos sólo pulieron las palabras hasta dejar la esencia vital de un momento. Releer a estos monstruos siempre motiva, pero también genera una sensación de pequeñez. ¿Cómo le hicieron para escribir textos de alto calibre?
Tomando en cuenta las opiniones de otros escritores, como Enrique Vila-Matas, el viejo Hem y Scoty tenían vidas de gran intensidad. Conocían el mundo por una sola razón: necesitaban desesperadamente conocer la experiencia humana.
Por ejemplo, si la obsesión de Hem fue descubrir la esencia de la vida, se entiende un poco el motivo de su suicidio. Pero vayamos a La casa del soldado, durante este breve relato de cinco páginas, se narra el regreso de Harold Krebs, hombre de mediana edad a Kansas. Este tipo participó en la Primera Guerra Mundial y lo reciben con entusiasmo en su pueblo. Todos sus conocidos quieren saber cómo le fue, qué tan bella es Europa, cuáles son las anécdotas más atractivas que puede narrar a la gente sencilla del campo y, en especial, desean saber si tuvo suerte con alguna señorita alemana. Krebs habla poco, tiene que inventar anécdotas amables sobre su participación en la guerra, pero cada vez que recuerda sus actos en Alemania siente náuseas, dolor y pena. Su madre le incita a que busque trabajo, se relacione con una mujer y tenga una vida estable. Él no responde a esas sugerencias; prefiere salir a una cafetería para leer con calma algunos de los libros de guerra. Le llaman la atención algunas jovencitas, las desea incluso, pero sólo una frase basta para saber los motivos de un trauma tan severo como el de Krebs. El narrador señala: “Krebs no necesita una mujer, sin embargo piensa recurrentemente en ellas. Siempre tendrá una, porque eso lo aprendió en el ejército, si realmente violas a una mujer siempre la tendrás”. Esa es toda la clave. Krebs ve a las mujeres, pero piensa en ese hecho que se deja entrever, en esa canallada que sucedió en Alemania y le modificó la existencia. Durante el resto del relato sólo se cuenta una escena en la que el protagonista habla con su madre, quien le aconseja que haga una vida ordinaria y olvide lo que pasó en la guerra. Cito: “Hazlo por mí, ¿no quieres a tu madre? Krebs responde: yo realmente no quiero a nadie”. La madre rompe en llanto; él intenta consolarla, pero no sabe cómo. Dice sinceramente: “Per-dóname, pero no sé querer a nadie”. No se necesita ser muy avispado para descubrir que la guerra despedaza el corazón de un hombre, lo hace cometer actos de crueldad inexplicable; pero no sólo eso, sino que modifica el aprecio por la vida: cambia las creencias religiosas e imposibilita para convivir en sociedad.
Hem parece dictarnos un recuerdo desagradable, un hecho que no logra comprender, pero encarna a la perfección en Krebs. Nos deja, cincelados en tinta, sus sentimientos sobre la crueldad. Curiosamente el silencio permea todo el texto. Esa es la clave; el ruido de fondo que nulifica la estabilidad emocional. No es el único documento en el que Hem aborda este asunto, pero es admirable que en tan pocas páginas logre generar una atmósfera tan opresiva, casi idéntica al encierro carcelario.
El padre de Hem, Clarence Edmonds Hemingway, le enseñó a pescar, a manejar herramientas y armas, a cocinar carne de venado, mapache, ardilla, paloma silvestre, peces de lago. Pero le había advertido que nunca se debía matar por el placer de matar, una regla que el hijo olvidó. Hem se pasó la vida matando animales. El negativo de las gloriosas fotografías de cazador de leones en Kenia es la instantánea que muestra al autor de Los asesinos disparando su escopeta a los patos en Venecia.
Borges, al hablar del suicidio de Hem, refiere que las experiencias del novelista, como corresponsal de guerra en el Cercano Oriente y en España y como cazador de leones en África, se reflejaban en su obra, pero que eso no significaba que las aventuras las hubiera buscado movido por fines literarios, sino porque le interesaban íntimamente. El poeta y narrador argentino afirmó: “En 1954, la Academia de Suecia le otorgó el Premio Nobel de Literatura por su exaltación de las virtudes más heroicas del hombre. Acosado por la incapacidad de seguir escribiendo y por la locura, se dio muerte al salir del sanatorio, en 1961. Le dolía haber dedicado su vida a aventuras físicas y no al sólo y puro ejercicio de la inteligencia”.
Hemingway se dio muerte en esa casa que recordaba su mejor prosa, la de sus tensos cuentos breves. Pero había pasado mucho tiempo desde que los había escrito y el que se mató era otro, alguien que estaba ya muy lejos de su excepcional debut como narrador de cuentos. El que se mató estaba triste y simplemente podrido de talento. No era el vanguardista, cuyo objetivo artístico (junto al de James Joyce) había sido el más original entre todos los literatos que se movían por los cafés del Boulevard Saint Michel de París.
Quizá la obsesión de Hem fue descubrir cómo vivir, y conservó esta obsesión hasta la muerte. Cuando ya no supo cómo, se pegó un tiro; pero antes ardió en su propio fuego –su intensidad enorme–.
En la próxima entrega abordaremos el cuento del otro gringo genial, Francis Scott Fitzgerald. Scoty para este escriba.

*Las referencias sobre Ernest Hemingway vienen en el libro The essential Hemingway, Vintage Classics, 2004.

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