Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

*  Voces del viento de Lorenzo Esteban

UNO

Y llegó la hora de presentar Voces del viento, de Lorenzo Esteban Juan Palacios, uno de los libros que, como Con las alas abiertas, que comentamos hace unos cuantos Pozoles, han publicado en forma independiente los escritores calentanos, proverbialmente encabezados por el poeta Agripino Hernández Avelar.
A la presentación asistió el autor de Papel para el silencio, quien –en el libro– hace una presentación de Lorenzo Esteban (LE) singularmente cariñosa y quien al final de la reunión nos explicaría cómo se procesó la publicación y muchas otras cosas. En la sala había muchos chilpancingueños, pero la mayor parte de las butacas las ocupaban calentanos: los que venían de Tierra Caliente y los que viven en Chilpancingo. Un reencuentro emotivo, quizá porque reunía la poesía con la tierra natal. Como quien dice: familia y universo. En el corredor esperaban los vinos y mezcales de la región.
Como si empezara a hojearlo, me pregunté por qué en ninguna parte del libro se proporciona al lector el mínimo dato del autor. En sí misma, esta omisión es “cosa rara”, pero lo es aún más si recordamos que en Con las alas abiertas, el libro colectivo que lo antecede en la citada colección, la relación de datos biográficos y bibliográficos sobre los cinco escritores que la conforman es prolija e incluso, en algunos casos, excesiva, vecina de los informes curriculares de un artista que terminan dibujando el historial de un burócrata. Con las alas abiertas trae hasta la fotografía de cada autor. Del poeta de Voces al viento, a pesar de su larga firma y de que festeja su santo tres veces al año, no sabemos edad, lugar de nacimiento, ni a qué se dedica, ni nada de nada. Bueno, dice uno, hay que leerlo, Agripino se desvive en elogios a su poesía, y es seguro que sus poemas tienen mucho qué contarnos sobre Lorenzo Esteban Juan Palacios.

DOS

Y es que desde que empezamos a leerlo advertimos que el enigmático LE es un poeta tremendamente vital, tal vez un tanto adolorido. Por sus versos el viento, la luz y el agua entretejen sugerencias de vida con lo que podríamos llamar “todo lo demás”, con ganas de recrear cierta armonía universal. La naturaleza de LE es límpida y, aun con todos sus visos de realidad inmediata, cien por ciento calentana, tira a lo abstracto. No hay canto regional ni bucolismo gratuito. A lo universal. Sin zirándaras y mezcales de Zihuaquio. Como para creerle a Borges, que aseguraba que la prueba más fehaciente de que El Corán es auténticamente árabe es que en sus páginas no aparecen palmeras ni camellos.
La naturaleza de estas Voces al viento conforman un espejo, un eco. Al modo más romántico posible, desde “fuerita” pero también en o desde dentro del paisaje, LE encuentra y canta, a modo de sugerencia o de declaración abierta, la Historia del Hombre (con mayúsculas) y algo de la propia.  En alguna línea –para abundar–, tras algún párrafo, al final de un poema, escuchamos a un sujeto en cierto trance existencial, que, parado sobre la tierra, no deja de observar su alrededor inmediato y cósmico…, como si al mirar y admirar el paisaje viviera una experiencia tan singular que tarde o temprano se entrecruzará por una parte con el destino humano y luego o al mismo tiempo con el devenir sensible del propio poeta.
El paisaje –pa’ redundar– despierta, se despereza, entrecierra los ojos, se extiende, rueda… y, en él, el poeta siente, presiente, contempla, medita, argumenta, se duele, ama. En el entretelaje natural reposa LE su experiencia del mundo y, así sea con nostalgia inevitable, ahí resuelve inquietudes, ansiedades y versos. La naturaleza también es una señal, es un puente y un filtro: limpia, purifica, pero también condena. Las dos cosas ocurren en los poemas de LE: son numerosos los versos en que nos pone frente a los ojos lo que él vio, en la mañana, al mediodía, en la tarde, entre las zarzas ardientes que menciona La Biblia pero que también existen en Tierra Caliente y sobre todo en el corazón de los poetas, y lo hace de manera espléndida. Luego nos vamos a dar cuenta de que en cada “pasaje” del viento, de la tierra, del agua, se remueven entrañas profundas.
Cuando la crisis arrecia, cuando la naturaleza y sus metáforas no bastan para curar, para resguardar el amor, para salvar lo salvable, los poemas recurren a Dios, o tal vez Dios acude a los poemas, considerando los poemas como una operación del alma, como un espacio donde se va la vida, y a Dios como el Revalorizador Genial y Único, la entidad omnímoda que iguala cualquier valor aparente o relativo y es capaz de aclarar las brumas de la conciencia sensible.

TRES

Si hay algo más que salva a Este Lorenzo de achicharrarse en su propio fuego es la mujer que ama y, desde luego, la palabra.
Claro que el poeta expresa sus intimidades, pero a la distancia…: la intimidad existencial, con su pertinaz miedo a la muerte, con uno que otro remordimiento y atrición; y la intimidad amorosa, que paladea como hostia de redención y plenitud y en la que los lectores profanos extrañarán las referencias sexuales.
Esto último se junta, en el siguiente verso, con la importancia confesional y purgativa que el poeta le concede a la palabra:
En realidad / sólo le arrimo signos al papel / con la esperanza / que con su dintel dé abrigo / a la palabra, / para que no me ahogue / en esta hora en que el azul me llama.

CUATRO

Sin capítulos ni división alguna, a lo largo de 80 páginas el poemario se mantiene como una unidad, por lo que toca a los temas y al ánimo que los sustenta. A ver qué dicen los lectores, que son los que importan, por mi parte tengo la firme sospecha de que hay algunos poemas de más. También, creo que el conjunto de poemas “pesa” más al principio que al final. Esto lo digo al puritito tacto, pero quizá (por si tengo la vista cansada) podré comprobarlo ahora que lea el libro al revés, o, mejor dicho, de adelante para atrás.
Lorenzo Esteban es más bien aprensivo, pero aunque sueñe con los ojos abiertos, suele tener el pulso con que escribe firme. No se quiebra ni requiebra su sintaxis, no se pierde en sinestésicas y yugulares operaciones surrealistas. Escribe libremente, pero a veces sus versos se “aprietan” demasiado, como bajo el apresurado trote (del apresuramiento) vital. Pero también sabe respirar tranquilo (“Ojos de trigo maduro”), y jugar, ironizar incluso, como en “Al fin”. No me gusta nada cuando escribe cosas como: ineluctablemente los recuerdos o los contornos orbitales del raciocinio, pero me gusta releer, por ejemplo: …me resisto a partir, / tiro las anclas del recuerdo / sobre las aguas de oro de esta tarde”, o: “…Hasta que al fin / la sombra de la noche / se levanta y se echa a andar / sobre la superficie líquida / del río.
La atracción de LE por la rima es persistente. De esto son muestra sus dos sonetos y al menos otros dos poemas: “Creación” y “Silencio”. El primero es uno de los más emblemáticos de la creación poética de don Lorenzo Esteban. Es inevitable: de siete que son, voy a leerles los tres últimos párrafos de esta “Creación”:
El ser universal, /el Hacedor sublime y verdadero, / en un momento igual / sacó del gran caldero / una criatura en brillos de lucero. / Sopló sobre su pecho, / en su infinito amor le dio la mano, / le dio cobija y techo / en su morar temprano/ y lo nombró del orbe soberano.
El sable fulgurante / de Febo, en el oriente resplandece / (fulgir de oro y diamante), / la sombra languidece, / despierta el hombre. Dios amanece.

Ahora bien, debo advertir al lector que todos los poemas de LE vienen centrados. La pregunta es: ¿por qué todos los poemas aparecen centrados? ¿Así los escribió LE?

CINCO

Un poema puede ir con sus líneas centradas o no. Eso es decisión del poeta y, antes, del poema. El caso es que desde que en las editoriales de provincia las computadoras sustituyeron a los formadores, a los diseñadores y hasta a los correctores gramaticales, en libros y revistas han aparecido montonal de versos centrados en la página. Valga como anécdota: en uno de los primeros números de la revista Amate publicaron dos o tres poemas de mi autoría, con todos los versos centrados. Esto ocurrió aun cuando precavidamente le había entregado al editor copia impresa de los poemas y de que expliqué que llevaba tal impreso para recalcar que esa era la forma en que iban los poemas. Con todo, los poemas salieron como el espectro de un filete de pescado, con el agregado de que también cambiaron mis datos personales. Me dejaron el Gómez, pero en vez de Sandoval sorprendentemente me pusieron otro apellido. En lugar de poner que soy de Tixtla (y Chilpancingo), increíblemente escribieron: “Poeta de Cuajinicuilapa”. Hay que reconocer que, chingonamente, echaron a perder mis tristes versos y consiguieron disfrazarme de otro.
A Victoria Enríquez le encantó la compu y desde entonces es feliz presentando sus poemas centrados. Pero pues… no creo que haya tantos poetas centrados. En general, ya que no podemos achacárselo directamente a la computadora, hay que atribuírselo al necio sentido estético de ciertos editores.
La distribución de estas Voces al viento es irregular: por lo general los poemas vienen solos, pero a veces luego luego se ve que quisieron apretarlos en la página; en ocasiones, entre el final de un poema y el principio de otro hay una laguna de olvido… Ya que hablamos de olvidos, además de subrayar el de los datos del poeta, hay que suplicarle a estos condenados editores el pie de imprenta y que no la rieguen, que siquiera le pongan al libro el dichoso año de su publicación. Estamos ante las Voces del Viento, pero pues no hay que exagerar…
Pero volvamos al principio, a Lorenzo Esteban Juan Palacios, al prólogo estelar que le dedica Hernández Avelar. El espaldarazo espléndido de un gran poeta. El saludo orgulloso y contento de un paisano y el abrazo de un amigo comprometido y cariñoso. (Me sugiere José Estrada, Pepín, que invite a un Pozole Verde especial a “Agripino” y a Amadeo García Pastor –el papá de Vic, especifica Pepín–, autor de una novela montañesa titulada Sombrero de palma. Le agradecí las sugerencias a Pepín, hasta que agregó:  “…Es para que ya no saques fotos en el Pozole Verde”. ¡Sáquese!, le respondí entonces, ¡ya estás como los de El Sur, que cuando saco Fotos que Hablan no me ponen en el recuadrito de primera plana. ¡Como si de veras las dichosas fotos hablaran solas!).
Y aquí el que centra soy yo.
Íbamos en el prologazo que a LE le dedica Hernández Avelar. Pepín: Agripino tiene ojos tristes de perro y mirada de búho desvelado en comprender el mundo, pero no pierde la profundidad y la alegría campirana cuando algo le gusta y menos cuando se trata de paisanos. En su prólogo, Hernández Avelar parece identificar el universo poético de Lorenzo Esteban como propio, y se refiere a él de manera particularmente entusiasta. Dice que la obra de LE, “no se parece a nadie”, “lo que sea, nos dejó sin palabras”, y cuando “acabo de llegar al corazón del libro y ya tengo unas inmensas ganas de llorar, como López Velarde”… “Qué manejo de auroras y de espigas; admirable pirotecnia de voces y dulzuras: “alzo la vista y amanece”…
El maestro Marco Antonio Damián levantó la mano, aseguró que tuvo el libro en las manos “desde antes” y estuvo de acuerdo en que en el libro “sobraban poemas”, en que con una “depuradita” el conjunto hubiera quedado mejor. En el estrado, el propio Agripino explicó que después de que LE llevó sus poemas, éstos le gustaron tanto que quiso darle una sorpresa al autor y decidió publicarlos sin avisarle. Así nos enteramos que el rápido y olvidadizo editor al que le acabábamos de echar leves reproches era el mismo Agripino, pero pos ni modo de pedirle disculpas. Poco antes había aparecido Una agreste fragancia, Antología poética, donde Lorenzo Esteban Palacios (sic, ya sin Juan) reaparece junto a Noé Blancas, Abel Galarza, Antolín Orozco y el propio Hernández Avelar. Es éste, desde luego, quien hace la Presentación del poemario, y de paso, una substanciosa reseña de los personajes más importantes de la cultura calentana.

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