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Silvestre Pacheco León

Mis abuelos

A la memoria de la bióloga Maricarmen Rojas Canales quien me hizo partícipe del descubrimiento del ritual de los cangrejos que para desovar marchan anualmente de los esteros al mar cual ejércitos guerreros

Ir hasta su casa era siempre una aventura, no sólo porque implicaba cruzar la plaza del pueblo rodeando el atrio de la iglesia, luego frente al palacio municipal, con la cárcel junto al cuartel militar donde convivían las familias de los soldados con las vendedoras del mercado, sino porque en su taller nacían cosas admirables, producto del trabajo manual e intelectual de mi abuelos.
De las manos callosas de don Juventino León nacían cruces de latón, coronas de reyes y cascos de guerreros; candiles y quinqués para alumbrar, regaderas y juguetes infantiles junto a los modernos calderos pozoleros.
De vez en cuando, camino a su casa, el morbo me llevaba a pasar por la cárcel donde un preso memorable, a la vista de todos, se evadía entre los barrotes de la gruesa puerta de madera para luego entrar sin dificultad, respetuoso de su período carcelario.
La vieja casa de mis abuelos estaba a una cuadra de la plaza municipal, en la esquina de una calle empedrada y siempre concurrida. Eran sus paredes de adobe y techo de tejas, sin una sola ventana.
Mi abuelo trabajaba casi en penumbras en el amplio corredor interior habilitado como taller. Ni dentro ni fuera de la casa recuerdo haber visto alguna planta. El único árbol que creció protegido entre las grandes ollas de lejía, en el lavadero del patio, era un erguido alcanfor que alcanzó alturas inusitadas.
La falta de plantas y de árboles en aquella casa era sustituida por la abundancia de ganado que pacía en el patio trasero. Manadas de chivos llegaban del pastoreo todas las tardes para retozar allí entre caballos y vacas.
La casa que desde mis ojos de niño era inmensa, se iluminaba sólo con la luz de las veladoras que mi abuela Aurora Salazar mantenía encendidas para el altar de sus santos.
Si el mandado me lo permitía me quedaba horas mirando el trabajo del abuelo cortando la hojalata para dar forma a una cruz o terminando de pintar un rehilete.
Con la paciencia de sus años reparaba con meticulosidad los instrumentos de la música de viento estudiando la mejor aleación para remendarlos.
Muchas veces, mientras sus manos diestras manipulaban las tijeras para cortar la hojalata, atendía y daba consejos a sus innumerables amistades venidas de todos los puntos del municipio, ya para gestionar alguna obra, ya para arreglar alguna desavenencia, y hasta para encabezar una pedida de novia.
Con la blanca, delgada, plana y galvanizada hoja metálica, don Juventino inventaba las coronas, escudos, cascos  y estandartes para el ajuar de los moros y cristianos, danza popular que durante el último medio siglo del milenio pasado él patrocinó y dirigió.
De su propio ingenio y quizá con la idea copiada de viejos libros de caballería mi abuelo hizo obras artísticas con sus trabajos de hoja de lata.
No usaba moldes ni complicados cálculos matemáticos para sus portentos, era la destreza de sus manos y la imaginación creativa a lo que se atenía.
Después de cortar y doblar la hojalata para dar con la forma que quería, mi abuelo aplicaba la pintura de vivos colores que hacía resaltar con el brillo de laminillas que nosotros conocíamos como diamantina, aplicada por capas en la pintura fresca.
A mis abuelos los asociaba siempre con el olor de brea y trementina.
Con los años mi abuelo apaciguó su ánimo violento y hasta el tono imperativo de su voz. Acaso mejoró su espíritu conversador y hasta festivo. Lo recuerdo de día domingo por la mañana camino a la iglesia. Él delante de su mujer, como era entonces la costumbre. Los dos con su ropa recién planchada y almidonada. Mi abuela toda enaguas acompañada en su andar con ése ruido peculiar del roce de la tela, cuerpo delicado y profundos ojos negros. Mi abuelo era hombre de estatura regular y cuerpo enjuto, de sombrero ancho, tenía cejas cerradas y una mirada que descubre.
De calzón y cotón de manta nunca lo miré, pero mi madre dice que de joven eso era lo común en su vestimenta.
La casa de mis abuelos maternos era como las viejas posadas de caminantes que narra Cervantes. Desde los sábados, cansados viajeros descargaban sus bestias con la mercancía para la plaza del domingo. Venidos desde los más alejados rincones de La Montaña los indígenas comerciantes intercambiaban palabras en mexicano (nahuatl) con mi abuela que los recibía y acomodaba. Entonces la casa se inundaba con los olores de las cebollas, yerba santa, piloncillo, plátanos y cominos. En el corredor en penumbras las conversaciones en lenguas extrañas eran para imaginar mundos desconocidos.
Los dos viejos trabajaron toda su vida sin depender de nadie, claro, mi abuelo, de joven y en pocos años liquidó la herencia considerable que recibió de sus hermanas, pero de eso nadie hablaba en la familia.
Mi abuelo era el único oficial en el pueblo que podía soldar con estaño los utensilios galvanizados, y era capaz de arreglar casi cualquier cosa que requiriera de ingenio. Antes de su taller de hojalata mi abuelo hizo fama como fundidor. Pudo haber fundido cañones de haberse requerido, porque conocía los secretos de los metales, sus aleaciones y condiciones de fundición. Quizá su padre lo hizo en tiempos de la revolución que fueron los que lo trajeron de alguna parte hasta Quechultenango, pero el tío Mencho, como era conocido en toda la región, aprendió a hacer campanas. Algunas de ellas aún repican en alguna vieja catedral y en varias iglesias del contorno.
Para fundirlas se iba por temporadas a Tixtla, Chilapa y Atzacoaloya, lugares donde habilitó los hornos y construyó los moldes.
Mi abuelo contaba que su padre, Vicente León, era contratado por las haciendas cañeras, para fabricar  y remendar los “fondos” o depósitos que recibían la miel de la caña con la que se fabricaba la panocha o piloncillo en las moliendas.
No sé si fue entonces cuando mi abuelo aprendió a trabajar el cobre, pero recuerdo que presencié la última fundición de una campana en el patio de su casa, antes de la clausura definitiva del horno que durante mucho tiempo fue el lugar favorito como escondrijo en el juego de las escondidas.
Los preparativos de la fundición era un ritual en el que participaba la familia y despertaba el interés de todo el pueblo. Don Juventino acopiaba el cobre requerido con monedas y piezas del metal.
El molde de la campana se hacía con una mezcla de lodo y arena en una fosa, al costado del horno donde era fundido el metal.
La fundición se planeaba siempre para la época de secas y es posible que mi abuelo tomara en cuenta algunas señales del tiempo y una fase especial de la luna, pero lo que estaba en sus manos controlar lo hacía con rigidez. La familia sabía que nadie podía contradecir ninguna de sus órdenes y menos generar conflictos. La armonía familiar era requisito total para el éxito de la fundición.
Nunca supimos la razón de que dejara el oficio de fundidor, aunque el tío Procopio, quien fue su más cercano colaborador, asegura que mi abuelo duró en el oficio el tiempo en que pudo mandar sobre sus hijos, quienes por su soltería y dependencia paterna estaban obligados a trabajar en sus empresas.
Cuando se dedicó a la hojalatería lo hizo como soldador de utensilios domésticos pero luego incursionó en su fabricación. En el negocio del pozole mi abuelo innovó fabricando los modernos caldero de hojalata que sustituyeron las delicadas ollas de barro.
En muchos poblados del municipio todavía quedan como muestra de su trabajo artesanal algunas cruces de hojalata que lucían en los techos de las casas como muestra de que en su inauguración se había cubierto con el rito de la “subida de las cruces” cuyo símbolo, más allá de la fe, era responsable de que la casa se mantuviera en pie.
Don mi abuelo, nunca ganó una batalla ni tengo de él un retrato “con una mano cruzada en el pecho y la otra en el puño de la espada” como dice el poema, poseía una vieja fragua artesanal que avivaba el fuego que mi abuela encendía, pendiente de cuando se requiriera el cautín para soldar.
Mi abuelo fue autoridad ejidal, empleado municipal, pedidor oficial de novias y consolador de padres ofendidos.
Labraba yugos y pegaba arados. Era asiduo lector de la biblia y creyente de milagros y castigos de los santos de su devoción. Tuvo una familia numerosa y una mujer abnegada, educada en colegio de monjas, quien huyendo de los desmanes de la revolución llegó muy joven a Quechultenango.
Mi abuelo no fue borracho ni jugador. Si derrochó la fortuna que recibió como herencia, nadie de su familia lo criticó. Buen campesino, como autoridad fue recto al juzgar y temerario en la defensa del patrimonio ejidal. Su afán en el cuidado de su honradez lo llevó al extremo de aparecer injusto en el trato familiar.
Un día mi abuelo amaneció con la idea de que era realidad y no un sueño que el Santiago, el santo patrón del pueblo, llegó hasta su casa a despertarlo con el ruido de un tropel hasta hacerlo levantar porque las coces del caballo amenazaban con derribar la puerta de la casa. Todo porque habiendo recibido el milagro pedido se disimulaba con el rezo ofrecido.

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