Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Silvestre Pacheco León

Cómo conocí el mar

Por alguna razón que siempre he asociado con una cosecha perdida a causa de un mal temporal o quizá a los estragos económicos  por una enfermedad  prolongada, cuyos gastos de sanación dieron al traste con la estabilidad económica familiar, un día mi padre dejó la casa para irse a ganar dinero donde hubiera trabajo.
Su equipaje, una bolsa tejida de yute, pintada con rayas multicolores al hombro, y un abrazo de despedida de su mujer que lo alentaba para irse con una fingida resignación.
Su destino era el puerto de Acapulco. Había conseguido empleo como jardinero en una residencia de extranjeros ricos por el rumbo de Caletilla encargada para su cuidado a una sobrina con su esposo.
Como la temporada para los trabajos de la nueva siembra en el pueblo se acercaban pero no así mi padre, su mujer, mi madre, decidió ir en su busca, y un buen día nos vimos llegando a la terminal con nuestras pobres pertenencias en grandes cajas de cartón.
Eran los primeros años de la década de los sesenta. Recuerdo bien que llevaba mi mano izquierda envuelta en una venda por la herida que me provocó el caballo moro que mi abuelo amansaba en el patio de su casa.
El accidente lo provocó un chamaco imprudente que le picó con una vara los  ijares al potro cerrero que se alebrestó de veras dando coces cuando desde el corral me entretenía admirando su porte. La patada que recibí del caballo casi me muele la mano con que me sujetaba de un poste, el cual me salvó la cara.
Eso pudo haber sido a finales de noviembre porque entonces estaban los ensayos de la danza de los moros que mi abuelo organizaba cada año en los días cercanos a las fiestas de la virgen de Guadalupe el 12 de diciembre.
El viaje familiar al puerto de Acapulco lo hicimos en el viejo chilolo que nos trajo a Chilpancingo. Después fue en la Flecha Roja que llegamos al puerto. Una hermana de mi madre nos recibió y dio alojo. Vivía en la playa, por la base naval de Icacos, a unos pasos del mar cuyo rumor tan cercano me impidió dormir en paz la primera noche.
El encuentro con el mar fue como un sueño que evoco hasta recordar su olor salobre.
En la mañana del otro día fui a su encuentro a primera hora. Me recibió con sus olas impetuosas impregnando el ambiente con ese olor del origen vital.
Cuando años después conocí el poema de José Emilio Pacheco recordé aquella experiencia de mi niñez: Digamos que no tiene comienzo el mar/ Empieza donde lo hallas por vez primera/ y te sale al encuentro por todas partes.
De aquel año recuerdo el olor del merthiolate con que me curaban la herida de mi mano y el dulce amargo sabor de almendras y  marañonas, rojas y amarillas que caían maduras al suelo, junto al pútrido olor del drenaje.
Entonces ya sabía leer. El primer pago que recibí como ayudante de mi tío Nico, jardinero en la residencia del maestro Carlos Chávez, lo gasté comprando un ejemplar de la revista del Llanero Solitario.
En poco tiempo, de la playa nos mudamos a un terreno propio que mi tía había comprado en la colonia Hogar Moderno, cerca de un arroyo de agua prístina que corría entre grandes rocas graníticas por las huertas de palmeras.
Todas las mañanas pasaban por la calle con grandes sartas de pescados colgados al hombro los trabajadores del mar, desvelados y contentos.
En Acapulco conocí el sabor de los bolillos que el marido de mi tía llevaba cada día del restaurante del club de golf. Don Hermelindo también nos traía como presentes pelotas de golf, encontradas por él entre la maleza del campo. Duras, blancas y cacarizas como la superficie de la luna, rellenas de ligas como después descubrimos.
Con mi tío Nico de jardinero aprendí la reproducción y el trasplante de crotos, esas plantas de colores vivos que apenas necesitan tierra y que prefieren el sol para teñir sus hojas como si ellas fueran sus flores. Papagayos, granos de oro, cola de gallo, cuerno de borrego, así eran sus nombres, sin olvidar las enredaderas de hojas verdes y flores amarillas como auténticas copas de oro.
Barriendo la enorme explanada del jardín, en la residencia del músico afamado, conocí el club de yates que se miraba para abajo. No todo el terreno de la propiedad estaba ocupado, había su frontera de árboles de nanche con toda clase de fauna silvestre donde alguna vez me perdí cumpliendo la tarea de abrir las llaves de agua para el riego.
En las noches pasaba largas horas admirando los anuncios luminosos del puerto, verde el  de Yoli, rojo el de Coca cola y  azul el de la cruz de los Truyet. Todos reflejándose en el brillante espejo de mar como parte del embrujo de Acapulco.
De aquella temporada guardo  el aroma del café molido, que mi tía mezclaba con la leche clavel a la hora del desayuno; también las cuijes transparentes que recorren paredes y techos desafiando la fuerza de gravedad, con su ruido peculiar como besuqueos que sobresaltan en las noches.
La moda entonces era el baile de twist para los jóvenes y de los viejos hacerse testigo de Jehová. Mi prima Amalia era rebelde de veras y causaba enojos a su madre porque simplemente se negaba a formar parte de su secta, pero nunca faltaba a las tardeadas sin permiso.
Por la nostalgia de estar sin mi familia aprendí pronto el camino que me llevaba a la casa donde servía mi padre, de manera que bajaba la cuesta por la avenida López Mateos tomando como referencia el hotel Flamingos hasta tocar el portón de la calle cerrada.
Mi padre era feliz podando el pasto y las plantas, regando el jardín y cosechando las palmeras. Nada que ver con el esforzado trabajo del campesino, mal comido y peor retribuido.
El jardín se mantenía impecable y su trabajo al completo gusto de los patrones que lo apreciaban. Vivía en una casa exclusiva para los empleados, pero a menudo incursionábamos por los salones de la residencia que eran de un lujo asiático. El que más me embelesaba era el de los trofeos de caza. Apenas podía creer, porque los veía, que una sola familia pudiera acumular cosas de tanto valor para tenerlas en un lugar al que  una vez al año visitaban.
Enormes colmillos de marfil, cornamentas de venados, cabezas de leones en las paredes y más de un piano de cola con espejos deslumbrantes. Era demasiado para admirar en aquella mente de niño. El apellido de aquella familia de alemanes no lo recuerdo, aunque estoy seguro de poderlo averiguar.
Por las tardes pescábamos en el mar, con anzuelos y cuerdas desde uno de los dos muelles que servían de embarcadero a sus patrones. La carnada la tomábamos de los erizos que crecían pegados a las rocas cuando la marea los dejaba al descubierto.
Era admirable la bondad del mar y la facilidad con la que entonces podíamos acceder al alimento que produce. Con mi anzuelo conocí los jureles, robalos y pargos que mi prima Kari cocinaba.
Fue en aquella época cuando vi a mis padres disfrutar algo de la vida paseando por la Quebrada y el centro de la ciudad. Mi madre me cuenta cada vez con la misma risa entre ingenua y apenada cuando se persignó frente al reloj pensando que se trataba de algún símbolo religioso porque vio que mi padre ceremoniosamente se levantó el sombrero frente a él. La risa no le cabía cuando cayó en la cuenta de que sólo se hacía sombra contra la luz del sol para poder ver la hora.
Cuando regresamos al pueblo, casi como premonición de lo que pasaría después, a mi hermano le robaron lo que llevaba para el pasaje.
Esperando a mi padre que lo dejó un momento a cargo de las maletas, ingenuamente cayó en la trama del ratero que antes le ayudó como cargador. Se le presentó como su enviado para que le mandara todo el dinero que llevaba. Mi hermano obediente le entregó con gusto lo que llevaba.

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