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Jesús Mendoza Zaragoza

Legalidad y legitimidad

Si nos atenemos a las normas legales que el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) atendió para calificar la elección del presidente de la República y declaró presidente electo a Enrique Peña Nieto, se consiguió dar legalidad a este proceso electoral y a sus resultados, tan cuestionados por una serie de irregularidades e ilegalidades por amplios sectores del país. Las instituciones del Estado han funcionado a partir de las “reglas establecidas” y han dado su veredicto.
Otro es el caso si nos atenemos a la legitimidad de esta elección. En la ciencia política, la legitimidad se refiere a la capacidad de un poder para tener consenso en la comunidad política, de manera que no tenga que recurrir a la amenaza de la fuerza para el ejercicio de la autoridad. Esto significa que, más allá de la legalidad, la legitimidad implica el talante ético de las decisiones políticas. Este es el gran problema con el que se va a enfrentar el nuevo gobierno federal arropado por una interpretación de la ley ajena a la ética social, tan necesaria para la vida democrática. El amplio rechazo social al proceso electoral legalizado por el TEPJF va a acotar las posibilidades del nuevo gobierno, precisamente por no incluir valores sociales como la transparencia, la honestidad, la libertad y la justicia, entre otros.
El gran problema que arrastramos en la tradición política del país es el de la marginación de la ética y de las valoraciones morales en las decisiones públicas, las que se han desechado en una concepción pragmática de la política. Quienes han tenido el poder en sus manos o quienes lo buscan, no se han preocupado de vincular su manera de tomar decisiones y sus acciones mismas con la ética como soporte de legitimidad. Es más, creo que la legitimidad no ha sido una preocupación común en los ámbitos del poder. Como consecuencia, esta carencia ha ido generando corrupción y malestar social debido al autoritarismo con el que se imponen los más poderosos en contra de toda razón, en general, y al margen de las consideraciones éticas, en particular.
Si el proceso electoral que culmina ahora ha desencadenado tanto malestar social es debido a la carencia de legitimidad del sistema político mismo que no está diseñado para construir condiciones de justicia social, de bienestar para los pueblos y de ejercicio de las libertades. Tenemos tantas instituciones sostenidas en marañas legales pero que no funcionan para el bien público. Por ejemplo la actual confrontación entre las instituciones estatales de seguridad, de procuración y de administración de justicia que se atribuyen plena legalidad, y la Coordinadora Regional de Autori-dades Comunitarias (CRAC) que sí tiene una plena legitimidad porque representa los intereses de los pueblos de La Montaña y de la Costa Chica, es un ejemplo de ello. Las primeras, aunque legales no tienen legitimidad y lo muestran en el altísimo índice de impunidad y de inseguridad que representan, mientras que la Policía Comunitaria no deja de ser una piedra en el zapato del sistema político.
Tuvimos un proceso electoral muy cuestionado desde el primer día. Y conforme se desarrollaban las campañas electorales, muchos ciudadanos nos sentimos huérfanos, no representados y sí abandonados por el gran abismo existente entre la contienda electoral y la vida cotidiana tejida de violencia, pobreza extrema y abusos del poder. Escuchamos mucho ruido político que ensordecía y acallaba los gritos de dolor de miles de familias y de pueblos agobiados por la violencia. Vimos tantos recursos gastados en publicidad vacía de sentido humano y social que intentaba ocultar los sufrimientos de la gente. El gasto oneroso de los partidos políticos era contrastante con las carencias seculares de nuestros pueblos. Mucho dinero, de dudosa procedencia, se dejaba ver en los espacios públicos y en los medios.
Este proceso electoral significó una lucha sin reglas éticas, que dio pie para que ganara el peor. No podía esperarse otra cosa. En un sistema político en el que no hay reglas éticas, en el que se simula y se engaña, en el que no cuenta la justicia ni el bienestar de la gente, es lógico que gane el que tiene más dinero a su disposición. Es precisamente el dinero el que va sepultando a la democracia, tan incipiente aún entre nosotros. Ganó el dinero que lo compra todo, al que le hemos atribuido mayor poder que el de la soberanía del pueblo. Y este es un mal mayor porque es sistémico y es cultural.
Por eso, la mercadotecnia sustituyó a las ideas y a los valores como herramientas para buscar votos. Los ciudadanos permitimos que el dinero se convirtiera en el factor decisivo de la política. La compra y venta de votos contó con muchos adeptos y, como consecuencia, el país está quedando en manos de quienes más pueden comprar. La economía de mercado se ha convertido en el alma del sistema político, ha diluido la conciencia moral de muchos ciudadanos y ha puesto a la democracia en una situación de alta vulnerabilidad.
El momento crítico que vive el país, con un amplio sector de ciudadanos enojados y adoloridos por los resultados del proceso electoral, es una oportunidad para caer en la conciencia de la necesidad de ciudadanizar la política, que ha estado monopolizada por los partidos políticos. La ausencia de ciudadanos en la política debilita las posibilidades del avance democrático. Y me refiero a ciudadanos que tengan como prioridad los intereses de la sociedad antes que los de alguna facción social o política. Ciudadanos del bien común, de la lucha por la justicia, de la construcción de la paz, de la transparencia y la rendición de cuentas, del medio ambiente. Ciudadanos con responsabilidad social no uncida con proyectos partidistas que suelen ser muy estrechos. Ciudadanos que no se vendan ni vendan el futuro del país. Ciudadanos de tiempo completo.
Precisamente porque hay ciudadanos que se han alineado al sistema político que desprecia la ética y adora el poder, precisamente porque estos ciudadanos ponen al mejor postor su voto y su conciencia, por eso estamos ante una oportunidad para reconocer que la sociedad está contaminada por el virus que ha comercializado la política. Es la oportunidad para pensar en la política desde los ciudadanos para construir un sistema político distinto que incluya condiciones de legitimidad y excluya todo intento de comerciar con la democracia.

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