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Tomás Tenorio Galindo

OTRO PAÍS

* El adiós de Calderón: la casa más sucia

De acuerdo con el sexto informe del presidente Felipe Calderón, entregado el sábado pasado por el gobierno al Congreso, con la Estrategia Nacional de Seguridad “se avanzó significativamente en la contención y debilitamiento de las organizaciones criminales; en el fortalecimiento, depuración y reconstrucción de las instituciones de seguridad y justicia; así como en la reconstrucción del tejido social y prevención del delito”.
Gracias a esa estrategia, sostiene el documento, “de diciembre de 2006 a julio de 2012 las fuerzas federales en el combate a la delincuencia organizada han logrado la detención de 190,543 presuntos delincuentes; 112,889 por delitos contra la salud, 8,453 por secuestro y 69,201 por delitos conexos”. Es una cifra impresionante, y si fuera la única fuente consultable bastaría para concluir que el país está en vías de erradicar el gran problema de la delincuencia organizada y el narcotráfico. Pero el texto no aclara qué pasó con los detenidos, por ejemplo cuántos siguen detenidos o cuántos fueron sentenciados, pero lo interesante es que ese dato equivale a casi toda la población recluida en los 429 centros penitenciarios del país en enero de 2011, que era de 222 mil individuos (mientras la capacidad de alojamiento es de 181 mil personas), lo que sugiere que ni siquiera la mitad de los capturados está en una cárcel, pues el consiguiente impacto demográfico no habría pasado desapercibido. (El Universal, 10 de enero de 2011).
Información como esa, y manejada de esa manera, tiene el objetivo de dar la falsa impresión de que la guerra contra el narcotráfico es un éxito rotundo. Sin embargo, parece demasiado tarde para revertir la percepción pública de que el gobierno de Calderón perdió esa guerra, pues a pesar de la enorme cantidad de delincuentes detenidos, no hay ni siquiera indicios de un avance significativo en la contención y debilitamiento de las organizaciones criminales. Lo viven, lo ven y lo piensan no solamente los mexicanos, pues a cada rato en el exterior se describe al gobierno de Calderón como el ejemplo de lo que no se debe hacer en materia de combate a la inseguridad pública. El pasado 23 de agosto el diario francés Le Monde utilizó la frase “espiral de barbarie” para sintetizar lo que sucede en México y criticó la ligereza con la que Calderón dice que “vamos a vencer el crimen” mientras ocurre exactamente lo contrario, o “si ustedes ven polvo es porque estamos limpiando la casa”, cuando es ostensible que la casa está cada vez más sucia.
Otros, como el brasileño José Mariano Beltrame, responsable de la seguridad pública en la ciudad de Río de Janeiro, exhiben la pobreza de la estrategia del gobierno de Calderón con la simple descripción de la idea que hay detrás de su (ese sí) exitoso trabajo: “Nuestra idea no es acabar con el narcotráfico sino con la violencia. Devolver a las personas el derecho de vivir tranquilamente, de ir, venir y hacer lo que quieran en paz. Narcotráfico hay en la ciudad de México, en Nueva York, en París, en Londres… donde haya dinero y demanda habrá drogas. En Río tenemos que acabar con la banalización de la vida, y dar oportunidades a la gente de las favelas”.
Con ese criterio y algunas acciones novedosas como la creación de policías comunitarias que recuerdan mucho a la de la Montaña de Guerrero, Beltrame ha conseguido reducir notoriamente la violencia en la ciudad brasileña. He aquí lo que piensa de la estrategia de Calderón: “Si el crimen asciende al nivel de la seguridad pública, militarizar la seguridad es un error. La sociedad necesita de instituciones muy transparentes y no sé si la militarización del combate al narcotráfico en México tiene esa transparencia”. Y su recomendación a Calderón: “Crear un plan estratégico, objetivo, transparente, muy claro, y tener el coraje y la decisión política para ejecutarlo”. Y finalmente su respuesta a la pregunta de si acaso Calderón no elaboró antes ese plan: “No”. (Reforma, suplemento Enfoque, 2 de septiembre de 2012).
El desastre que para el país significa la guerra de Calderón contra el narcotráfico está confirmado en los mismos datos oficiales. El reporte más preciso y contundente es el que ofreció el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) el 20 de agosto, en el que dio a conocer la sorprendente cifra de 95 mil 632 homicidios ocurridos en el país entre 2007 y 2011, y de 27 mil 199 sólo en el 2011 (5.5 por ciento más que en el 2010). Sabíamos que las cosas estaban muy mal con la estimación de unos 50 mil o 60 mil muertos, pero la información recogida por el Inegi pinta un panorama peor de lo que uno hubiera creído. Asusta el número total, pero también la forma en la que fue creciendo año con año: 8 mil 867 muertos en 2007,  14 mil en 2008, 19 mil 803 en 2009, 25 mil 757 en 2010, y 27 mil 199 en 2011.
Con los secuestros sucedió lo mismo, y los datos están contenidos en el informe de Calderón. En 2007 se produjeron 438; en 2008 fueron 907; en 2009 mil 162; en 2010 mil 236, y en 2011 mil 327. Pero esa estadística corresponde solamente a los plagios que fueron denunciados, por lo que la cifra real seguramente es mucho más alta. (Reforma, 2 de septiembre de 2012)
En consecuencia, hacia el final del sexenio de Felipe Calderón no existe la “contención y debilitamiento de las organizaciones criminales” que reporta en su último informe de gobierno, y la casa está más sucia y ensangrentada de lo que el gobierno quiere hacer creer. La propaganda gubernamental y el discurso oficial buscan desviar hacia otro lado la responsabilidad de Calderón por haber emprendido una guerra contra el narcotráfico sin antes elaborar una estrategia. Es evidente que esa terrible omisión sumergió al país en la espiral de violencia y condenó las acciones del gobierno a un fracaso que resulta socialmente ya demasiado doloroso y costoso para que sea simplemente olvidado. Con su derrota en la elección presidencial el PAN ya sufrió el efecto político de ese error, pero el plan de Calderón es escapar a las consecuencias de sus equivocadas decisiones. Es posible que ahí se encuentre la explicación de la actitud obsequiosa asumida por el presidente panista hacia su sucesor priísta.

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