Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

* Colofones y luciérnagas

Colofones

Muchos trabajos que he publicado en El Sur han tenido colofón. Es decir, se han enriquecido o prolongado por participación de los lectores. Publiqué las Anécdotas de La Nalga y llovieron más historias de Donato. A la semana de que salió La Avispa de Chilpancingo y otros piquetes monumentales (la estatua de vinilo transparente semiescondida al sur de la ciudad), uno de mis hijos me contó que un amigo que acababa de pasar por Chilpancingo, de regreso de Acapulco, le habló de Cuernavaca para preguntarle por qué en su pueblo le habían hecho un monumento al dengue. En enero de 2009 publiqué un texto titulado: Chilpancingueños o chilpancinguenses, en el que asevero que los oriundos de Chilpancingo siempre fuimos chilpancingueños, como nos dice Ignacio Manuel Altamirano, como se autonombra María Luisa Ocampo, como aún somos los chilpancingueños viejos. Fue hasta 1987, cuando el gobernador José Francisco Ruiz Massieu, “a quien el gentilicio chilpancingueños lo remitía a perritos simpáticos de Chihuahua, por su propio parecer canino-lingüístico nos llamó chilpancinguenses, como si nos estuviera haciendo el favor”. A partir de ahí, políticos rastreros y periodistas bajo nómina no nos bajaron de chilpancinguenses. A los quince días de la publicación, en La Covacha, un periodista, director de un diario capitalino, me preguntó:
–¡Entonces qué, somos chilpancingueños o chilpancinguenses!…
–Pos tú dirás, le digo, tú trabajaste muy cerca de Ruiz Massieu…
–¡Yo soy chilpancingueño, cabrón!
–¿Ya ves? Te respondiste solo.
–¿Ya saben –terció entonces Alfredo Guzmán– lo que me contó don Félix, sobre cómo reaccionó Ruiz Massieu cuando le hizo una pregunta sobre eso de chilpancinguenses o chilpancingueños?… ¿No?
Como de los cuatro o cinco parroquianos que rodeábamos la mesa de café ninguno respondió que sí, Alfredo tomó su celular y marcó el número telefónico de don Félix J. López Romero. Del otro lado de la línea, el antiguo periodista de múltiples facetas a quien debemos las mejores crónicas urbanas de Chilpancingo de los años 30 para adelante, dijo: “¿Bueno?”.
–Don Félix, dijo Alfredo, estoy aquí con unos amigos periodistas en el café y me gustaría que les contara lo que le sucedió cuando entrevistó al gobernador Ruiz Massieu en Casa Guerrero, o ya no me acuerdo si fue en la Biblioteca Altamirano.
–¡Es lo mismo! –dijo en el altavoz don Félix–, la Biblioteca estaba en Casa Guerrero. El caso es que Ruiz Massieu tuvo a bien concederme una entrevista, y ya en la entrevista, que se realizaba en una mesa de la biblioteca, cuando por angas o mangas hablamos de Acapulco, le pregunté:
–Señor, en cualquier ocasión usted nombra a los chilpancingueños como chilpancinguenses, y la pregunta es: ¿aplicará la misma ley a los acapulqueños, los denominará acapulquenses?…
Acercamos los codos, las orejas… Pero ¿qué creen? Ruiz Massieu no le contestó a don Félix. Lo imagino recargando la mandíbula sobre la palma de su mano, a lo Rubén Darío, a lo Ortega y Gasset, su pose favorita, en la que se ponía aunque estuviera de pie. Pero no. El gobernante pensador ni lo pensó. Don Félix dijo que, por respuesta, el gobernador sólo se paró de la mesa y se retiró de la biblioteca. Sin decir palabra.
Después de un buen rato, un propio de Ruiz Massieu entró al salón y le informó que el gobernador tenía que despachar unas urgencias, y le dieron las gracias. También le aseguraron que “cuando hubiera tiempo”, ellos lo llamarían. Lo que, por supuesto, jamás ocurrió.

Luciérnagas

Un extraño ceviche con leche de cabra interrumpió el coloquio que mantenía con los poemas y el fantasma de Porfirio Barba Jacob, el talentoso poeta colombiano que, por conducto de Alejandro Gómez Maganda, llegó a Chilpancingo a dar cátedra en el Colegio del Estado, en épocas del gobernador Gabriel R. Guevara. En cambio, va un relato de amor ingenuo, aunque luciérnico y con pozole. Su título: Luciérnagas, y va:
No empezaba con el recuerdo, ni me dejaba en paz con el olvido. Las manos me sudaban en frío: según yo, nuestro corazoncito latía al mismo tiempo y eso era suficiente para que explorara un poco más la pelusina de su oreja, o, más audazmente (considerando que estamos entre la gente), el olor a aceite rosado de su nuca, pero si intentaba dar un paso más o completar el resto de esa tarde las neuronas de los ojos se me quedaban en blanco y en las yemas de mis dedos contraídos sólo quedaban pudorosos rastros del satín de su cintura de libélula.
Entre noches y problemas, resoluciones y días, el polvillo de plata flotaba dos o tres tardes más por sobre la regazón de papeles del escritorio, pero después, si no del viernes de quincena, tragos y baraja, del sábado de cruda, se me volvía a olvidar para siempre.
De otro barrio, ella, de otra escuela.
Con poco más de la mitad del cuerpo arrepegado al respaldo de las bancas escolares que rodean la cancha de basquet, los alumnos chaparritos nos damos cuenta de que ya coronaron a la Reina de la Primavera porque el trono se eleva bajo uno de los tableros y las puntas perladas de la corona casi rozan el aro. En el apretujamiento de madres y tías que no se cansan de estirar el pescuezo y de aplaudir la actuación de sus chiquillos. Como siguiente número, un compañerito de tercer año nos va a venir a decir unas palabras tan bonitas como son los trinos de los pajarillos que ya se dejan oír y sentir o como las florecitas que todavía no tienen aroma pero que ya engalanan la feliz, enigmática y loca estación de la vida que hoy empieza… Éramos tan niños, tan chiquitos, que ni la manita sabíamos acariciarnos, pero estoy seguro de que vi la danza de los pelucones de las cortes francesas y los dos o tres números artísticos que siguieron con mi mentón de vidrio soplado acomodándose en su hombro, junto al rizo de su mejilla, entre sus delicadas alitas de tul.
En la cabeza llevo un inexplicable sombrerito de paja del que cuelgan listones y borlas de estambre de colores. Mi camisa y mis calzones son de manta. De tul, también, los holanes sobrepuestos a su falda de satín. Mis listones papalotean en sus sienes, se atoran con la diadema que da lugar a sus antenas de alambre cubierto de papel aluminio. Los aplausos estallan y nos arremecen mero cuando acabo de topar con el resorte de sus pantaletas: han de saber que las bellas y significativas palabras que acaba de pronunciar el compañerito las escribió él mismo para esta fecha tan especial de nuestro calendario, y me detengo o me detiene. Ella –pues sí. Trata de sacudirse mi encimosa presencia, me hace mala cara, sacude la cabellera como buscando otro lugar, pero como por allá el aparato de sonido ya se les volvió un chivo loco y todos los pescuezos giran hacia el micrófono y se quedan con las cejas levantadas durante varios segundos ante las bocinas, a ella se le olvidó mi mano en su cintura. Con el dorso conteniendo el resorte mentado, tuve conciencia de la yema de mis dedos. Los mirones adultos se engallaban a nuestras espaldas y tenía que rozarla, que acariciarla –suave, ingenua, torpemente– en un suspenso de suspiros, pestañas y fronteras. Los conserjes corren hacia el centro de la cancha cargando una tarima de baile; la maestra de ceremonias se desgañita y la expectación del público crece como el enorme maguey que acaban de colocar en el centro de la cancha. El apretujón de gente es tal que, aunque yo quisiera, no podría dejar de apachurrarle las alas, pero las antenas de aluminio no revolotean un solo milímetro de más…: arribó la banda de música de viento infantil y no sé si el estruendo de la tambora y la trompeta nos hizo tomar confianza o si sólo multiplicó e hizo más exquisito nuestro terror… Una y otra vez las oleadas de aplausos amenazan con apachurrarnos, pero qué nos importaba, nunca antes nos habíamos visto y estábamos ahí, mis borlas y listones en lugar de sus aretes, sus antenas de aluminio a la mitad de mi sombrero de paja, sorprendidos por la aceleración de nuestros latidos y, desde luego, por la insólita concordancia con que los vaporazos de tintorería de nuestras narices se integraban a los bordones y tamborazos con que, por tenderetes de estrellas de pino, palmillas y flores de papel de china, se despedía el chile frito infantil, cuando hasta los bailarines habían dado las gracias y la mitad del público se había ido.
Misma edad escolar, pero quién sabe de qué escuela, adivinar en qué lejano e inimaginable planeta. La creía ver, la sospechaba unas semanas más y la volvía a perder. Los años de sus apariciones se volvieron décadas y llegué a dudar de que ella y la tarde del festival de Primavera hubieran ocurrido de veras, pero debo reconocer que, hoy como entonces (ayer como ayer), basta que una pequeña gota de sudor de mi frente resbale y, tras un salto mortal, se quede atorada en mis pestañas, para que las manos empiecen a sudarme, la respiración se me contenga y de buenas a primeras me sienta incapaz de soportar tan intensa y delirante emoción.
Buenos días, saludé en la pozolada con banda de chile frito que tradicionalmente los vecinos ofrecen a las costillas de San Francisco, buscando inútilmente dónde sentarme. “Buenos días”, dije, pescueciando para acá y por allá, entre tenderetes de palmillas y flores de papel de china, y, antes de que, sentada a la mesa, sin levantar la mirada de su cazuela de pozole, me respondiera buenos días, ya sabía que era ella.
Los de la banda de música se echaron su último mezcalito y desocuparon varias sillas. Me dijeron que podía lavarme las manos en la palangana de atrás del arco floreado de la cocina, junto a los adobes del curato, y allá fui. De regreso, ¡que la descubro detrás de hilera de ollas de barro!…
Perdí el paso, pero acepté la cazuela que me ofrecía. Un cucharazo, y otro…: el fondo se va cubriendo de caldo y granos de maíz, no creo haber sabido de sus chichitas y menos voy a saberlo ahora, con el enorme mandil de tela hulada que le cubre la engrosada cintura de libélula y parte de los hombros. Las pausas con que el caldo y los granos de maíz viajan del cucharón a la cazuela me hacen sudar, estoy a punto de contrastar el sesgo de su perfil de niña con la humosa perspectiva de su frente, de dudar que su cuello o de que el más que adulto redondel de su barbilla correspondan a los cuadratines de mi estupefacción infantil, pero ni contrasto ni dudo y, antes de que –como cada vez que la imagino– se me pierda a la vuelta de una manzana, ya descubrí el ricito que se le sigue haciendo en las patillas…, y las minúsculas hormigas de luz que le suben por los desfiladeros de sus orejitas…  Los dos sudamos demasiado, y me detiene o me detengo, otra gota de sudor más podría salar el pozole, podríamos perder el aliento.
Con la presentación de la banda infantil terminó el festival y ella fue de las primeras que salieron de la escuela, rumbo a sus casas, de manos de su mamá o tía, y la seguí toda la tarde, cuadra tras cuadra, hasta que en una esquina me distraje y la perdí, hasta este sábado.
La cazuela arde y humea en mis dedos, pero aun así me echa otro cucharazo de caldo.
Y levanta los párpados. Y me mira.
–Así que sí existes, ¿eh? –susurra, audaz y a la vez, tranquilamente… Rodeada de estrellas de pino, palmillas y flores de papel. ¿Sudamos aquella vez? Un inexplicable paliacate colorado me rodea el cuello. Arrugando los ojitos aún más, enfocamos mejor la sorpresa reduplicada, el descubrimiento que no se cansa de mirar. Alrededor, comen, beben y aplauden; descansados y armados con un buen alipuz, los de la música de viento ya arrancaron de nuevo… y el vaho de la cazuela nos quema los ojos.

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