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Silvestre Pacheco León

De Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno, a Las mil y una noches

Mientras vivió nunca le pregunté cómo fue que se hizo de esos dos libros cuya lectura lo hicieron célebre entre su núcleo de amigos, hijos, sobrinos y nietos.
Ahora pienso que si no fue en su época de viajero de Quechultenango a Chilapa en su calidad de comerciante, pudo haber sido durante su estancia en Acapulco donde se hizo de esos dos libros, pero de cómo supo de ellos, seguirá siendo una incógnita.
Lo que  me intriga ahora, cuando se cumple un aniversario más de su muerte, es cómo un campesino dedicado al trabajo rudo del campo, en un pueblo perdido entre cañadas y cerros, se aficionó de tal manera a la lectura que terminó aprendiéndose de memoria los relatos del libro, Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno, de los italianos, Julio César Croce y Adriano Banchieri, y  los cuentos de Las mil y una noches, del árabe Muhammed el-Gahshigar.
Don Vicente Pacheco, mi padre, es cierto que aprendió bien a leer con un maestro particular que mi abuelo le consiguió en aquellos años donde no abundaban ni los maestros ni las escuelas y menos el interés de los padres por la instrucción escolar de sus hijos.
Él se apartó de los analfabetas funcionales gracias al acceso que tuvo a la lectura de esos dos libros escritos en la Edad Media, y de la intensa relación epistolar que mantuvo con sus hijos durante todo el tiempo en que las cartas eran el único medio de comunicación porque el teléfono se mantenía como un recurso elitista.
Recuerdo como si fuera ayer todo el ritual en torno a una carta. La señal de su llegada era el canto del portujuez, un pájaro de pecho amarillo que posado en la rama del árbol de mangos gorjeaba con insistencia, o la lumbre del comal avivada sin motivo, o simplemente el perro de la casa revolcándose en el patio. Mi madre y su intuición era la encargada de anunciarlo. En seguida era ir de presto al correo, cuya oficina funcionaba en la casa de doña Leoba, atendida en sus últimos años por don Miguel, un hombre extremadamente blanco, de ojos claros con lentes a la Flores Magón, quien siempre se me figuraba salido de algún libro viejo.
Tímidamente llegaba yo a preguntar si había carta para nosotros, pensando siempre en que doña Leoba no tuviera demasiadas ocupaciones para que se tomara el tiempo de buscar, antes de despedirme con cajas destempladas simplemente respondiéndome  sin revisar la correspondencia, “no hay”.
Cuando sí había carta corría jubiloso hasta la casa para entregarla. Entonces mi padre rasgaba el sobre con toda parsimonia, iniciando la lectura con su voz grave ante un silencio que se imponía.
Eran los años sesenta, cuando la mitad de mis hermanos mayores habían emigrado a la ciudad en pos del estudio y la fortuna, por no decir del trabajo. Su elegante y clara letra manuscrita portaba también ideas bien pensadas y juicios a veces severos sobre hechos delicados confiados en familia, sin que faltaran nunca las recomendaciones reiteradas de mi madre sobre la importancia de ser cumplidos, honrados, comedidos, respetuosos y ahorrativos.
En el pueblo no era común ver a un campesino después de las pesadas labores del campo sentarse en el patio con un libro entre las manos, y menos compartiendo su lectura traducida a un lenguaje llano para el fácil entendimiento de su público.
Los dos libros a que aludo, como lectura preferida por mi padre, eran de edición rústica. En el de Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno se veía como portada a Bertoldino montando al revés un jumento frente a la mirada sorprendida de su madre, Marcolfa.
El libro de Las mil y una noches, lo veía a trasmano porque mi padre nos anunciaba que su contenido no era apto para los menores. Pero la verdad es que sus ilustraciones incitaban a leerlo por encima de las prohibiciones.
No era nada más lo exótico en la vestimenta que revelaba a Scherezada, la bella mujer de la portada, embelesando al rey Schahriar,  ambos sentados en un mullido sillón, desde donde podía verse la noche con media luna, alumbrando el alminar del castillo, sino las historias de encantamientos y aventuras, de genios viajando en alfombras que volaban.
Del libro italiano mi padre platicaba los hechos festivos que mostraban la aguda inteligencia de Bertoldo, el campesino que de algún modo se hizo presente en la vida de la corte donde el rey lo mantiene para sus distracciones y provecho de las decisiones que toma.
Los retos que el monarca pone a Bertoldo éste los asume y enfrenta con ingenio. En boca de mi padre el cuento contado era una exigencia para que cada quien echara a andar su imaginación para adelantarse antes de conocer su desenlace.
Si el rey ordenaba al Bertoldo que viniera a su presencia con un traje que lo mostrara vestido y desnudo a la vez, el campesino llegaba envuelto únicamente con una red de pescador. Y cuando debía ser capaz de decirle coja a la reina de modo tal que no fuera ofensivo al resaltar la invalidez de la soberana, so pena de ser decapitado, mi padre contaba que Bertoldo salió ileso gracias a su ingenio que lo hizo presentarse ante la soberana portando en ambas manos un clavel y una rosa que al extendérselas como presente, le dijo: “Su alteza, entre el clavel y la rosa, usted es coja”
Si las narraciones de Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno tenían como público preferido a los menudos de la familia reunidos con devoción para escuchar a  mi padre, los cuentos de Las mil y una noches tenían como destinatarios a los peones que le ayudaban en la milpa.
Se trataba de un grupo de campesinos con fama de buenos conversadores aficionados a las historias y especializados en contar toda clase de chistes. De manera que a mí no me pesaba sumarme al trabajo rudo de los adultos si se compensaba con un cuento contado en el receso de la comida o en el mismo surco siguiendo todos el ritmo de trabajo del cuenta cuentos para no perder ni un detalle.
Laurito, don Pedrito Díaz y su hermano Tacho; mis tíos Cástulo y Procopio son los nombres que recuerdo de aquel grupo dispuestos a trabajar más allá de la jornada si la historia era atrevida.
De Scherezada mi padre tomó la estrategia para asegurar la asistencia puntual de los peones al trabajo. Dejaba para el otro día el desenlace.
En aquellos días, entre los siete y 14 años en que acompañé a mi padre en el campo aprendí esas historias que después leí y disfruté. Mis favoritas fueron siempre, Simbad el marino, Aladino y la lámpara maravillosa, Ali Babá y los cuarenta ladrones. Por cierto que de éste último cuento recuerdo que Alí Babá no formaba parte de la banda de los cuarenta. Él los descubrió cuando ocultaban el botín, sin proponérselo.
De aquellas historias seguramente se desprendía la idea de que en algún momento, caminando por el campo, podría yo tener una aparición, ver un encantamiento o encontrarme algo sobrenatural. No sé la relación que de las historias contadas se pudiera derivar la idea de que mis canicas podían multiplicarse si las sembraba. El hecho es que tenía yo un lugar bajo el chaparral del camino donde las enterraba y de vez en cuando iba a cerciorarme si se habían multiplicado.
Recuerdo desde entonces los nombres de exóticas ciudades como Persia y Bagdad; los títulos nobiliarios y de autoridad: Sultan, Visir, Califa. Nombres raros como Alí; que sirvieron para bautizar a nuestros perros, uno se llamaba Sultán y otro Alí.
Es posible que con esos dos libros de mi padre me haya nacido el amor por la lectura, pues como decía el siempre notable OctavioPaz; es mas fácil leer el libro de nuestra biblioteca que el mejor título recomendado.

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