Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

* Retrato de Porfirio Barba Jacob

Porfirio Barba Jacob (Santa Rosa de Osos, Colombia, 1893) vivió unos veinte años en México, donde murió, pobre y tuberculoso. “Había salido de su tierra natal –dice Piedad Bonnett– casi cuarenta años antes, y en ese exilio no sólo escribió algunos de los poemas más bellos de nuestra literatura, sino que forjó un sólido mito alrededor de su vida trashumante y llena de episodios escandalosos”. De alguna manera, antes que Truman Capote, Barba Jacob manifestó: “Soy poeta, soy homosexual, soy mariguano, soy un genio”.
“Como Felipe II, ‘de la cabeza a los pies de negro vestido’; alto, de ojos penetrantes, nariz aguileña y maxilar de imperio”. Así era Barba Jacob, según el mexicano René Avilés. Por partes, Barba Jacob es el poeta colombiano que paseó su recia, contradictoria y alucinante personalidad en muchísimos países de América, en los que hizo periodismo de avanzada y de los que inevitablemente fue “corrido” o expulsado.
Su poema más conocido se titula “Canción de la vida profunda” y sus primeros párrafos dicen así:
Hay días en que somos tan móviles, tan móviles, / como las leves briznas al viento y al azar… / Tal vez bajo otro cielo la Gloria nos sonría… / La vida es clara, undívaga y abierta como un mar…
Y hay días en que somos tan fértiles, tan fértiles, / como en abril el campo, que tiembla de pasión; / bajo el influjo próvido de espirituales lluvias, / el alma está brotando florestas de ilusión.
Y hay días en que somos tan sórdidos, tan sórdidos, / como la entraña oscura de oscuro pedernal; / la noche nos sorprende, con sus profusas lámparas, / en rútilas monedas tasando el Bien y el Mal.  …
Y sigue. La “Canción de la vida profunda”.
Rafael Arévalo Martínez fue un buen amigo de Barba Jacob y su libro El hombre que parecía un caballo fue la primera biografía valedera del “genio atormentado”. En 1964, René Avilés (padre de René Avilés Fabila) publicó un Homenaje antológico dedicado de Porfirio Barba Jacob, precedida por un manojo de recuerdos y comentarios. Ahí describe a PBJ: “Móvil, agitando sus manos largas y finas, hablando con ellas y con sus palabras, cuya elocuencia casi siempre era superada por la de sus ojos, parecía, en efecto, un humano caballo. Era, pienso, un centauro…
–Auriga de mis propios caballos –díjome alguna vez.
–…Tengo el brazo fuerte y la mirada alerta… Mis caballos corren, galopan, patean si es preciso, pero no se desbocan; obedecen a mi voluntad, caballos dóciles, potros que me aman, que buscan en mi mano el terrón de azúcar…
–¡Hop, hop! –gritaba”.
Cuenta René Avilés que “Porfirio se transformó ante mí de poeta en periodista político allá por 1938”, cuando empezó a escribir sus Perifonemas en Últimas Noticias de Excelsior. “Mi amigo, un poeta que se moría de hambre, se convertía en un periodista virulento y aun mal intencionado, pero bien pagado”.
Se lo dijo al poeta y éste más o menos le contestó:
–Muy señor mío, no puedo morirme de hambre; en Cuba serví a la revolución antimachadista, y nada me dieron a cambio; aquí, en México, también he querido servir a la revolución y tampoco he conseguido nada… He tenido que capitular, que velar por mis propios intereses. ¿Que la reacción mexicana me paga espléndidamente? Pues a servirla, a escribir para ella… Después de todo, no está por demás combatir a tanto sinvergüenza como medra al amparo de la revolución…
Don René no queda contento con la respuesta pero sí con que el poeta metido a periodista “ya podía comer y vestir como quien era: soberbio y desdeñoso, pródigo y turbulento”, como él mismo se considera en uno de sus poemas.
En internet encuentro el informe que sobre Barba Jacob preparaba Rafael Heliodoro Valle poco antes de morir. Con él seguimos dibujando el retrato del poeta: “Conocí a Barba Jacob, que entonces se llamaba Ricardo Arenales y era ya autoridad en mariguana y otras yerbas”. Asegura que nadie lo conoció como él y relata la ocasión en que “recibí una carta suya desde Guatemala, en la que me anunciaba que por el hecho de que la policía de aquel país le había capturado, confundiéndole con un licenciado apellidado Arenales, había resuelto cambiar su nombre por el de Porfirio Barba Jacob. Con tal motivo pasó una circular a todos sus amigos, la cual era risible: Hoy ha muerto Ricardo Arenales y nace Porfirio Barba Jacob…”
Su nombre de pila era Miguel Ángel Osorio. Luego se puso Ricardo Arenales, y por último Porfirio Barba Jacob. Pero también firmó como Maín Jiménez, y fue Juan Sin Miedo y Juan Sin Tierra, Juniux Cálifax, Almafuerte y más. Una vez dijo que se quitó el Ricardo Arenales “por viejo, por gastado, sucio e inútil”, y aunque Marcelino Menéndez Pelayo aventuraba que Barba Jacob fue el nombre de un famoso apóstata y hereje del siglo XVI, el poeta recontra transterrado llegó a confesar que “el nombre se me ocurrió indudablemente por la creencia que yo he tenido siempre de que mi mentalidad es un poco alejandrina, neoplatónica. El primer apellido lo escogí porque sugiere cierta idea de virilidad, de fuerza, de brío; el segundo, para que haya en la simple enunciación de mi nombre una sugerencia de eso que se llama… ¿cómo?”. “La escala de luz”.
En una fiesta de año nuevo, en casa de Heliodoro Valle, alguien le preguntó a PBJ: “¿Y usted conoció en Centro América a Ricardo Arenales?”. Como cuando Nicolás Guillén contestaba el teléfono y respondía: Es la casa del negro pero él no está, salió por versos al malecón”, y se retorcía de risa…:
–Lo conocí, claro que lo conocí –dijo el sarcástico Porfirio–. Era uno de los hombres más perversos de que hablan las historias. Afortunadamente lo fusilaron en una de tantas revoluciones centroamericanas”.
Rafael Heliodoro Valle señala la gran amistad que PBJ tuvo con los mexicanos Enrique González Martínez (“Tuércele el cuello al cisne…”), Jaime Torres Bodet y Gabriel Méndez Plancarte. Dice que PBJ era “generoso, leal, lector infatigable. Tenía tiempo para escribir cartas y escribir artículos en los periódicos y a la vez era un conversador delicioso, inventor de episodios en los que tomaba parte, y cuando hablaba ante el público era un formidable orador”.
Entre las frases que se le atribuyen está esa de que “la poesía es la religión de los cultos. Si en lugar de adorar a Jesús amáramos a Homero, la humanidad sufriría menos”. E inevitable es poner eso de que “Vale más el oro del sonido que el sonido del oro”, que puede aplicarse no sólo a la música sino a todo. Dijo que “nadie puede impedir que un perro callejero se orine en el monumento más glorioso”, en lo que de seguro se inspiró Octavio Paz cuando creyó resolver el pleito revistero que tuvo con José Joaquín Blanco cuando sepulcralmente comparó a éste con un perro que se mea a los pies de una estatua (o sea, ¡el mismo Paz!).
En sus poemas, PBJ transparenta su vida, es sensual y puede ser muy lúgubre pero también muy vital. Es elemental pero brillante, instintivo. Romántico por convicción, en su época resultaba moderno por su estilo, que tiraba al expresionismo y tenía un fondo de desesperación objetiva. Lo llamaron postmodernista y modernista rezagado. Dicen que en el fondo de sus poemas está su infancia olvidada de todos, su vida de hotel en hotel, su interminable peregrinar. En México aprendió a fumar mariguana y ya no la dejó: “soy un perdido, soy un mariguano…”. En cambio, para Bennett PBC “vivió su homosexualidad declarada entre la confusión, la angustia, la conciencia de pecado, y el alarde desvergonzado o el cínico exhibicionismo. No logró nunca asumir su condición con naturalidad, como algo íntimo que se vive en forma serena, pues siempre se vio a sí mismo como una nota discordante dentro de la armonía universal: Tomé posesión de la tierra / mía, en el sueño y el lirio y el pan, / y moviendo a las normas guerra / fui Eva… y fui Adán.”
Son varios los poemas que dedicó a jóvenes varones, y de ellos daremos cuenta otro día.
Germán Posada Mejía propone que PBJ “concibe el amor como sensualidad destructora”. “Los elementos vivos de su sistema poético, como la naturaleza, la infancia, la belleza, no son el vehículo de su más honda comunicación”, pues “sobre ellos se agita también la sombra de la muerte”. Y, de a tiro, “sin vacilar”, lo llama “el más grande poeta de la muerte en América… No conozco –recalca– en la literatura americana, otro sistema de visiones de muerte tan luminosamente estructurado, tan valeroso. PBJ es, de los poetas del Nuevo Mundo, el ‘Príncipe sombrío’, el Señor de la Muerte”.
En su tiempo Barba Jacob era muy conocido, aunque pocos lo habían leído. Nunca fue leído en España, pero cuando Posada Mejía lo compara con Unamuno y Machado, afirma que “en los tres son comunes el castizo tradicionalmente formal, la superación del espíritu modernista y el anhelo de hondura interior”. Además, cree que PBJ “supera en general la sostenida tensión de Unamuno y, aunque no alcanza la tersura expresiva de Machado, en las horas supremas de su poesía es tan intenso y comunicativo como ninguno, mejor que ninguno”.
Decid cuando yo muera… (¡y el día está lejano!): / Soberbio y desdeñoso, pródigo y turbulento, / en el vital deliquio por siempre insaciado, / era una llama al viento…
Vagó, sensual y triste, por islas de su América; / en un pinar de Honduras vigorizó su aliento; / la tierra mexicana le dio su rebeldía, / su libertad, sus ímpetus… Y era una llama al viento.
El mensajero, de Fernando Vallejo, del que también platicaremos en el próximo pozole, cuando nos refiramos a varios guerrerenses que tuvieron que ver con PBJ, se llama así por la revelación que RHV tuvo alguna vez frente al Señor de Aretal, el Señor de los Topacios, como llamaba al poeta colombiano. Revela que en cierta ocasión, al asomarse al poco de aquella alma misteriosa, vio reflejarse tres imágenes: los clásicos, el ausente amigo Leopoldo de la Rosa y Dios. “Por encima de todo se reflejaba Dios. Dios de quien nunca estuve menos lejos”.
“Yo comprendí –explica–, asomándome al poco del Señor de Aretal, que éste era un mensajero divino. Traía un mensaje a la humanidad: el mensaje humano, que es el más valioso de todos. Pero era un mensajero inconsciente. Prodigaba el bien y no lo tenía consigo”.
En 1942, Porfirio enferma, abandona el periódico y cree que tendrá que recurrir a los hospitales. René Avilés lo visita y comprende “que lo veía por última vez, que pronto moriría el escritor político, el editorialista, y que sólo quedaría el poeta, el último –quizás– de los grandes poetas atormentados que en el mundo han sido: Rimbaud, Verlaine, Edgar Allan Poe”…
¿Se acuerdan de la auriga de caballos, del ¡hop! ¡hop! de Barba Jacob? “Por desgracia –concluye Avilés– sus caballos al fin lo arrastraron a la muerte. Apocalípticos, pasaron sobre su cadáver, haciéndolo pedazos, arrastrándolo en su desorbitada carrera…”.
Tras su muerte, ocurrida en México, donde vivió veinte años, sus cenizas se enviaron a Colombia. A despedirlo acudieron Carlos Pellicer, Enrique González Martínez, Rafael Heliodoro Valle y Alfonso Reyes, entre muchos otros. Reyes dijo un discurso lleno de elogios en el que no faltó el “a pesar de”, con el que aludía al orgullo, la sexualidad y los vicios del poeta trashumante. Allá y aquí quedan los versos del autorretrato que el maestro dejó en Futuro:
De simas no sondadas subía a las estrellas; / un gran dolor incógnito vibraba por su acento; / fue sabio en sus abismos –y humilde, humilde, humilde– / porque no es nada una llamita al viento…
Y supo cosas lúgubres, tan hondas y letales, / que nunca humana lira jamás esclareció, / y nadie ha comprendido su trémulo lamento… / Era una llama al viento, y el viento la apagó.

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