Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Tlachinollan

Catástrofe de fin de sexenio

Los signos de la decadencia del sistema político mexicano nos están llevando al monstruoso suplicio de decenas de víctimas que están siendo sacrificadas diariamente en las calles por el empecinamiento a ultranza  del Ejecutivo federal, que se ha obstinado en enfrentar al crimen organizado con las armas en las manos y con los militares y marinos fuera de sus cuarteles. Los saldos sangrientos en este fin de sexenio son espeluznantes: más de 80 mil muertos, 250 mil desplazados, 30 mil desaparecidos, 20 mil huérfanos y 5 mil niños asesinados, con un gasto demencial que rebasa los 60 mil millones de dólares asignados al rubro de seguridad.
Esta catástrofe social ha arrojado a 12 millones de personas al abismo de la pobreza extrema. De acuerdo con cifras del Inegi, en el 2006 la tasa de desocupación era del 3% mientras que en el 2011 ascendió a 5.4%. Al inicio del sexenio, con el presidente del empleo, la subocupación fue de 6.9%, mientras que en el 2011 se elevó a 8.2%. El número de personas ocupadas en la economía informal asciende a casi 14 millones; de ellos 4.2 millones pertenecen a la población ocupada que no recibe ingresos; 6.4 millones perciben cuando mucho un salario mínimo y otros 10.8 millones ganan entre uno y dos salarios mínimos. Esta precarización del trabajo y de la vida trunca cualquier proyecto personal o familiar que impide a los ciudadanos o ciudadanas, forjar un futuro digno.
La tendencia de la economía global, de privatizar los derechos básicos y reducir drásticamente los recursos destinados a los rubros de educación, salud, vivienda y alimentación, ha sumergido en la desesperanza a los jóvenes de México, que a pulso han levantado un movimiento digno como el #yosoy132, que está dando cauce al profundo descontento social que hay en el país. Sus ejes de lucha están bien definidos; organizarse contra la imposición de un sistema corrupto, totalitario y represor, y por ende, contra la imposición de Peña Nieto. Dar la batalla también contra el proyecto privatizador de las elites políticas, que ya se han confabulado para aprobar la reforma laboral, que amenaza con escamotear los derechos conquistados con sudor y sangre, por parte de la clase trabajadora.
Mientras tanto, los de la esfera gubernamental disfrutan de la gloria terrenal; son los del poder invencible, los que se asumen como dueños del patrimonio nacional, los virreyes de la economía de mercado, los encomenderos de las trasnacionales y los mecenas de los oligarcas. Son los que gozan de fueros y están blindados con el acero de la impunidad. Su seguridad a prueba de todo, los instala en su cápsula espacial que los vuelve inmunes e insensibles al dolor y al sufrimiento de los más indefensos. Se ostentan como los nuevos iluminados que están llamados a dictar sus leyes para transformar en parias a la clase trabajadora. Sus poses triunfalistas y aduladoras son los síntomas funestos de una administración decrépita que nos arrastra peligrosamente al borde de la exasperación, por sus posiciones autoritarias, autistas, insensibles y represivas. Con la aureola del poder, ninguna autoridad se siente obligada a rendir cuentas, mucho menos a ser investigada o interpelada por sus acciones violentas y violatorias a los derechos humanos. Casi por decreto se encubre y se absuelve a los jefes políticos que persiguen, encarcelan y matan a los hombres y mujeres que luchan por transformar este sistema vetusto que oprime y pisotea la dignidad de los olvidados.
Lo indignante es corroborar cómo los poderes fácticos han empatado sus intereses mafiosos con la ambición desmedida de las elites políticas. Las pasadas elecciones fueron una demostración de esta urdimbre delincuencial donde se amafiaron los grupos empresariales más poderosos de México con las cúpulas partidistas que arruinaron el endeble proceso de democratización construido con fuerza e imaginación por una sociedad desafiante, crítica e inquebrantable en sus principios y valores. La ruindad de los partidos políticos ha sido la causa del malestar y la indignación de una sociedad, que está harta de tanto hurto y tanta trapacería.
Las mismas instituciones están siendo utilizadas para responder a los grandes intereses de las mafias enquistadas en las estructuras gubernamentales. Nuestra democracia monopolizada por los partidos políticos ha sido reducida a su mínima expresión: a que la población solo emita su voto y deje en manos de la burocracia electoral todo el proceso turbio de los resultados. Al elector se le ha cosificado y arrinconado, existe solamente como un número más, como el voto útil que todo político necesita para encumbrarse a la cima del poder.
El manoseo que realizaron los partidos políticos para nombrar a las autoridades electorales, echó por la borda toda la lucha heroica de generaciones pasadas que enfrentaron al poder despótico y represor y que lograron abrir espacios para la disputa del poder y la participación ciudadana. Los resultados fraudulentos de la elección presidencial nos han colocado en una situación difícil, porque millones de mexicanos y mexicanas que participaron en las elecciones, se sintieron utilizados y traicionados por los grandes defraudadores, que con su poder económico lograron torcer a su favor los resultados electorales. Lo grave es que nuestra democracia sucumbe, está a la deriva y quienes ahora se ostentan como ganadores no tienen la legitimidad, ni el reconocimiento de millones de electores, que han asumido la responsabilidad de bregar a contracorriente para resistir y reorganizarse  como ciudadanos y ciudadanas, libres y autónomos.
La grave afectación que padece nuestra democracia está en la misma médula del poder político, con un presidente impugnado y desacreditado por las pruebas del fraude. La concentración del poder en el presidente de la República, ha engendrado a un monarca que solo dicta órdenes a sus súbditos para proteger los intereses del gran capital. La distorsión y perversidad democrática también se expresa en el poder legislativo, un lugar donde se teje la telaraña de intereses mafiosos de los partidos con los grupos empresariales. Los partidos políticos han diseñado un mecanismo antidemocrático para que dentro de las mismas cámaras de senadores y diputados queden enquistados personajes de las cúpulas partidistas, que no son elegidos por los ciudadanos y ciudadanas, pero que sí tienen el respaldo de las mafias para que maniobren a su favor.
La clase política en decadencia, sin ningún rubor cultiva parásitos en el poder, lo que en cada trienio o sexenio permite que muchos políticos vegeten de curul en curul, gracias a la figura nefasta de los diputados plurinominales o de representación proporcional, quienes sin pasar por el escrutinio del pueblo, se ostentan no solo como sus representantes, sino que varios de ellos asumen el control  de sus fracciones parlamentarias. Esta dislocación de nuestro sistema político obliga a que la población tenga que mantener y soportar a nivel federal a 32 senadores y 200 diputados plurinominales. A nivel estatal, a los guerrerenses nos toca subsidiar los privilegios de 18 diputados y diputadas que no fueron elegidos en las urnas. Todos y todas llegan a sus curules como producto de negociaciones turbias que esconden intereses mafiosos y de clase. El poder legislativo está secuestrado por la delincuencia de cuello blanco que hace negocios ilícitos al amparo de los representantes populares. Los Congresos solo están funcionando para atender los intereses políticos del poder ejecutivo y para cumplir con las reformas estructurales que demandan los corporativos multinacionales, que exigen mayores garantías jurídicas y políticas para invertir en México y de este modo mantener a flote una economía volátil cuyo timón ellos manejan.
En Guerrero esta catástrofe de fin de sexenio tiene como saldo la violencia imparable en Acapulco, la Costa Grande, región Centro, la Tierra Caliente y la región Norte. El alto número de asesinatos de jóvenes y mujeres es sumamente alarmante por la crueldad y el modo de operar tan impune por parte de los grupos de la delincuencia, que cada día muestran su poder y su dominio ante cualquier fuerza policiaca o militar. Es claro que ha fracasado la estrategia bélica, que solo ha atizado el fuego de la conflagración con el programa Guerrero Seguro. Las consecuencias son devastadoras porque se padecen los estragos de una disputa armada por el control territorial, y que en esta coyuntura de cambio de poderes locales, el crimen organizado amenaza con expandir más su poder dentro de las estructuras de los gobiernos municipales.
Son los ciudadanos y ciudadanas los que están recurriendo a la denuncia pública y la protesta social para obligar a que las autoridades salgan del marasmo y de la desorganización que se expresa en la falta de resultados y en una estrategia integral de contención, control y de prevención de daños.
El gran problema de las autoridades municipales que se van, es que no solo desatendieron a la ciudadanía y saquearon las arcas públicas, sino que dejaron crecer los conflictos sociales y no hicieron lo propio para depurar al personal que de manera subrepticia trabajó en complicidad con la delincuencia organizada. Tampoco les interesó erradicar la corrupción y trabajar con transparencia, más bien se empeñaron en exprimirle el mayor porcentaje posible a los presupuestos asignados para las obras públicas. Siempre descolló su talante autoritario, faccioso, mercantilista y traicionero. Gobernaron de espaldas a la sociedad, propalaron mentiras y actuaron con simulación. No pasaron la prueba del escrutinio ciudadano porque en todos los ayuntamientos se suscitaron acciones de protesta como plantones, tomas de ayuntamientos, retenciones de funcionarios, bloqueos de calles, tomas de carreteras, confrontación con las fuerzas del orden y hasta juicios populares. También hubo demandas de juicio político y emplazamientos al Congreso del Estado para que asumiera su responsabilidad de vigilar el buen uso y aplicación de los recursos públicos, para llamar a cuentas a los ediles o autorizar la realización de  auditorías.   Estamos aún lejos de constatar que las autoridades municipales estén preparadas para estar a la altura de los desafíos que plantea la población, tampoco se vislumbra la posibilidad de que fomenten la participación ciudadana y que propicien el empoderamiento de la sociedad. Todo parece indicar que avanzarán en sentido contrario y lo más catastrófico es que el sexenio que se avecina no parece ser un catalizador del cambio que demandamos los ciudadanos, sino una amenaza que se extiende a lo largo y ancho del país. La tarea es titánica para la ciudadanía que tiene que hacer frente a esta catástrofe para no quedar atrapados en la inmovilidad, el miedo y la desesperanza.

PD. Ofrecemos una atenta disculpa a los amigos y amigas de El Sur, por haber faltado a la cita de la semana pasada con sus lectores y lectoras.

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