Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Anituy Rebolledo Ayerdi

Acapulqueños XVII

Personajes acapulqueños

Los acapulqueños han convivido desde siempre con personajes considerados pintorescos, algunos con habilidades especiales, otros simplemente simpáticos y sin faltar los bribones. Todos, no obstante vivir una marginalidad absoluta, formaron parte del entorno social como:

Dieguito

Entre muchos de estos personajes del siglo pasado, ocupémonos primero de Dieguito. Dieguito, a secas, un anciano privado de la vista y cuyos ojos en blanco se movían intensamente. Imploraba caridad en la puerta principal del templo de La Soledad y sobre él todo se ignoraba. Era evidente que poseía familiares pues lucía siempre aseado y con ropa limpia, además de ser llevado muy temprano a “su lugar” y recogido por la tarde.
Dieguito, digámoslo pronto, no era el clásico limosnero ciego (“una limosnita por el amor de Dios para este pobre hombre que no ve con los ojos pero sí con el alma”). Ofrecía un servicio inestimable para quienes no poseían un reloj, incluída la parroquia, pues anunciaba la hora del día más o menos exacta.
– Dieguito, ¿qué horas son? , ¡ándale viejito chulo que se nos hace tarde! –le imploraban chamacas angustiadas rumbo a las escuelas Manuel M. Acosta e Ignacio M. Altamirano–. El hombre las ignoraba olímpicamente pues nunca obtenía de ellas ni una miserable “cualila” (moneda de cobre con valor de dos centavos). Otro gallo cantaba con los adultos, algunos viejos clientes, quienes premiaban generosamente tal servicio.
¿Poseía Dieguito un reloj digital para ofrecer la hora más o menos exacta? Impensable, entonces no los había, pero además “¿con qué ojos, divina tuerta?”, según expresión de la época. Dieguito adivinaba o calculaba la hora mediante movimientos teatrales. Mientras recitaba palabras ininteligibles proyectaba la cara y los brazos hacia cielo para ejecutar enseguida movimientos rápidos de la cabeza, de arriba a abajo y de un lado para otro. ¡Y listo!. Ante el asombro de propios y extraños, el invidente anunciaba la hora casi siempre exacta: “las doce, son las doce”!, cantaba orgulloso.¡Oooooh!

Lucifer

–¡ Es Lucifer a las puertas del templo!–, acusaban otros limosneros, sus competidores. ¡Pura envidia!, respondían los admiradores de Dieguito aunque sin dejar de preguntarse ¿cómo es que le hace este pinche viejo?
Muchos acapulqueños morirán preguntándoselo. Para otros tantos, Dieguito fue un cabrón vivales que engañó con el truco de la hora a medio Acapulco, a quienes se dejaron engañar. ¡Estaba claro que alguien con reloj en mano se la soplaba discretamente!, acusaron pero sin probarlo. La iglesia nunca opinó sobre tan folklórico asunto, no fuera a toparse con otro “y sin embargo se mueve”.
Dieguito es hoy mismo candidato para ingresar a un libro sobre Los Misterios de Acapulco, que no faltará quien escriba..
La Ñeca

Adelina Torres era tan hermosa que desde niña se ganó el mote de La Muñeca, mismo que le acompañará toda su vida contraído a La Ñeca. La Ñeca Torres, pues.
Extraviada de sus facultades mentales, a causa de un desengaño amoroso, se decía, Adelina se aferrará ya anciana a una belleza dejada mucho tiempo atrás.
Cubierto el rostro con gruesas capas de maquillaje, las mejillas chapeadas intensamente y los labios coloreados al rojo fuego. La Ñeca vestía faldas amponas que subían escandalosamente quizás a un jeme arriba de las rodillas. Las combinaba con blusas de tafeta de colores encendidos. No faltarán cronistas de la época que la hagan precursora de la minifalda en Acapulco. Los moños multicolores adornaron siempre su pelo muy corto, a la Mary Pickford.
Adelina fue hija del terrateniente local Patricio Torres, de cuya fortuna fue heredera universal y por tanto niña mimada por los acapulqueños. Por su belleza fue seleccionada en varias ocasiones para ocupar el reinado de las fiestas del Carnaval de Acapulco, tan lucido entonces como el del propio Veracruz. Fue sin duda la chica más asediada en su momento pero ella le hará fuchi a los criollitos correspondiendo únicamente a pretendientes hispanos. Cuentan que uno de aquellos la dejó vestida y alborotada y que en la huida cargó con su fortuna. ¡Loca por amor!, fue el diagnóstico de los acapulqueños.
La Ñeca vivió en la calle Progreso, casi vecina de este escribano, quien nunca la vio en estado inconveniente aunque tampoco conoció el timbre de su voz. No dicen la verdad, pues, quienes afirman que ella le inspiró a José A. Ramírez su canción La Callejera (“ traicionada por un amor , es ahora un despojo al que nadie quiere”). Adelina fue hasta su muerte una mujer orgullosa y altiva.

El Espanto

Moisés González Roque fue con el apodo de El Espanto un personaje insólito por varias razones y una de ellas su cuatachismo con grandes personalidades de la vida nacional y entre ellos políticos, banqueros y socilités. Sus malquerientes nunca le acreditaron un modo honesto de vivir, remitiéndolo irremisiblemente a la legión de vagos y malvivientes acapulqueños.
Mentían.
Moisés El Espanto era periodista. Por lo menos en 1955 figuraba como director gerente de la revista ilustrada Rostros, cuyo jefe de redacción era el poeta Jorge A. Villaseñor, representante en Guerrero del INBA dirigido por Salvador Novo. Figuraban entre sus colaboradores doña Cuca Massieu, Adela F. de Obregón Santacilia, Mario Falcón y Lolita Sandoval. Una publicación rotograbada con muchas páginas dedicadas a mostrar los rostros de bellas acapulqueñas. El editorial del número de mayo invitaba a los jóvenes “a evitar por todos los medios la circulación de revistas pornográficas en Guerrero.” ¡Sí, Chucha!
El rostro esculpido a machetazos, muy parecido a la famosa Cabeza de Palenque ( símbolo que fue de la Reseña de cine en Acapulco), los ojos torcidos y la voz áspera daban certeza plena del dramático apodo. El mismo lo asumirá, quizás fatalmente, destacándolo en sus tarjetas de presentación: El Espanto. Era del rumbo, sin duda, los apellidos así lo acreditan.
El Espanto tenía como timbre de orgullo no usar jamás zapatos. Aquí una legión no lo hacía, santo y bueno, pero en la ciudad de México resultaba o mendicidad o excentricidad. Su argumento era de que no se fabricaba calzado de su número y vaya usted a saber si decía la verdad. Las páginas de sociales de los diarios capitalinos se darán vuelo un día para reseñar una fiesta cumpleañera de Carlos Trouyet (el Slim de la época). La gráfica mayor mostraba al festejado echando el brazo a su querido amigo acapulqueño El Espanto, quien vestía esmoquin riguroso pero, fiel a su costumbre, ¡descalzo!
– ¡Tan siquiera el cabrón se hubiera hecho el pedicure!–, reprochaban aquí los amigos de González Roque (¡nada que ver con los Roque de San Jerónimo El Grande, gente bonita!).

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