Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

* Gabriela Mistral en las grutas de Cacahuamilpa

La mitad de la revista Panoramas que editó B. Costa Amic en 1957 la ocupa un ensayo de Víctor Alba (para algo firma como coordinador) sobre el movimiento obrero en América Latina, pero, además de una obra de teatro de Francisco Zendejas, hay novedades agradables: la antología que el propio Julio Torri hizo de sus textos, un cuento del joven Ricardo Garibay y unos Croquis mexicanos, textos de Gabriela Mistral que incluyen parte de lo que ésta escribió después de que visitara el estado de Guerrero.
Lucila Godoy Alcayaga (1889-1957) era una joven maestra que, a partir de 1915, en que ganó unos Juegos Florales, empezó a llamarse Gabriela Mistral. Se dice que a partir de que un propio recibió el premio citado mientras ella permanecía en la sala como espectadora, demostró la modestia y la “fiera timidez” que caracterizaría su personalidad. Ella misma contaba que su pseudónimo acusaba dos de sus grandes pasiones: la naturaleza y la poesía. Gabriela por Gabriel D’Annuncio, Mistral por admiración a Federico Mistral y al viento llamado mistral, “que azota los campos y barre las nubes en el sur de Francia”.
Sus versos empezaron a aparecer junto a los poetas más picosos de Chile y con trabajos pudo soportar el ambiente machista (o como se diga allá) que la agobiaba. En 1922, José Vasconcelos la invita a México, donde contribuye a diseñar el nuevo sistema de educación, da conferencias y dice poemas. El flamante secretario de Educación Pública le enseña México y, dicen, hasta la enamora.
Tengo entendido que de México Gabriela partió a Nueva York –donde se editó su primer libro de poemas (Desolación)–, y de ahí, como visitante o como cónsul de su país, empezó a andar vueltas al mundo y sólo regresó a su patria en dos ocasiones: en 1939 y en 1954.
Los jueces suecos le otorgaron el Premio Nobel en 1945, y toda Latinoamérica se vistió de fiesta y, como además se trataba de la primera mujer latinoamericana en recibir semejante reconocimiento, hasta los machos chilenos le aplaudieron y no tuvieron más que otorgarle el Premio Nacional de Literatura.

Las grutas

Nunca me atrajeron los poemas de Mistral que venían en los libros de primaria. Mucho tiempo después hojeé sus Lecturas para mujeres, que trae fragmentos atractivos para mujeres y hombres pero –quizá porque la conjuntó una especie de maestra universal– se pasa de didáctica. La revista que dije trae varios de sus poemas, y a pesar de que en su tiempo fueron reconocidos como feliz “destrabe” de prejuicios poéticos chilenos, con todo y la pasión, el drama, el permanente interés histórico-social y la voz de mujer que conllevan, a pesar de que los estudiosos afirman que con ellos se simplificó la versificación andina y hasta la latinoamericana, me siguen pareciendo difíciles: todos son rimados y continuamente su rima tamborilea o se endurece. Estaba yo con que Gabriela Mistral era una de esos Premios Nobel olvidados, es decir de los muy recordados que ninguna editorial se anima a reditar y casi nadie lee, cuando me encuentro con Croquis mexicanos, de doña Gabriela, originalmente aparecido en París. Por estos Croquis recordé que Mistral también es prosista, y de las brillantes.
En varios lados se puntualiza que Mistral “empezó a recorrer los caminos de la gloria” a partir de su llegada a México, al que antes y después del Nobel entraba y salía como en su casa. En 1950 se tardó –en Veracruz– un poco más de lo que se tardaba, y en México vivió de 1922 a 1924: durante estas dos largas estancias escribió la Mistral esta especie de mapas literarios de México. Habla aquí de personas que la impactaron por su esfuerzo y apego a la tierra y de seres de la naturaleza que la asombraron por su sencillez o su majestuosidad. Escribe muy concentrada y su timbre de voz es emotivo, dichoso e incesante. Escribe sobre El órgano, y le voltea todo el camión poético al perenne y heroico vegetal, al que mira como un símbolo de sobrevivencia y resistencia de los campesinos con quienes se asocia. Al camión poético al que añadirle el social y el cultural. Así procede con El maguey, La palmera real y Las jícaras de Uruapan. Del maguey dice que “un grito en la aridez, la lengua sedienta de la tierra”, “una planta sin alegría” “cuya terca quietud parece una concentración dolorosa”. El órgano “es un asceta enjuto y acendrado en medio del llano” al que “la gracia de la hoja palpitadora y viva le fue negada”. Asegura que lo mira con ternura porque “guarda la huerta india, el predio del viejo azteca”. “Se aprietan –escribe– para defender en breve cuadro de suelo a la pobre raza que tuvo su tierra y a la que ahora va quedándole apenas la luz del sol que era su Dios y la ráfaga de sus vientos, soplo de Quetzalcoalt… Defended, tercos órganos, zarpados órganos, la tierra de nuestro hermano el indio, tan dulce, que sólo sabe herir a su enemigo, tan solo, como uno de vosotros en lo alto de una loma”.
En los Croquis se eleva la personalidad de Don Vasco de Quiroga, hay una Silueta de la india mexicana y un retrato-mensaje A la mujer mexicana, además de una Imagen y palabra en la educación. Las grutas de Cacahuamilpa vienen bajo el subtítulo de México maravilloso. Empieza diciendo que la gruta es profunda, de unos mil 500 metros. “Donde se toca su fondo, el silencio da estupor, como si tocáramos las raíces del mundo”.
Denota, “apenas entramos, la desolación auditiva, casi más trágica que la desolación visual. No hay más rumor que el que levantan nuestros pasos y la caída lenta de las gotas que dan la pulsación grave de la gruta”.
La sensación de que “el mundo se nos ha invertido” la estremece: “arriba, el cielo es una vaguedad impalpable y azul” y “el cielo que nos cubre aquí es plástico y duro. Pero, en cambio –revela– de las decoraciones, a cada instante rotas, de las nubes, ¡qué cielo éste que nos mira! Están suspendidos sobre nuestras cabezas los cien mil caprichos del agua. Son guirnaldas, son enormes pistillos o torres invertidas”.
Advierte que las formas que descienden se tocan con las de abajo como en una oración y ve la gruta como una catedral maravillosa, “pero una catedral que no tuviese altares sobre los muros, sino que los hubiese derramado también en las naves, y, además, que contuviese pueblos. Hay millares de actitudes humanas en las estalactitas que suben: son muchedumbres prosternadas, cuyos dorsos cubren el suelo: a veces, turbas de furor, con los brazos dislocados de ansia. Es un pueblo sobre el cual pende fija una hora terrible…”
Gabriela Mistral ve esto y más en las grutas: algunas figuras le traen el recuerdo de Moisés, de Edipo, de El Rey Lear, de la cacería fantástica de San Julián el Hospitalario que contaba Flaubert, y ve a Adán “ceñido por las bestias después de la hora del pecado en el Paraíso”… Gabriela camina, pasa “bajo un relieve caliente de interior de selva africana” y luego “a trechos las formas agudas y depuradas dominan. Entonces la gruta no es una fauna violenta, es una flora exquisita: helechos temblorosos, pinos y cipreses fijos, arrobados, y bajo ellos, la muchedumbre de las hierbas y matorrales. Todo esto cubierto como por una nevada de muchas horas que da a los follajes cierta grosura. Y yo siento en el paisaje quieto la sensación que tuve en medio de un bosque nevado: el ansia angustiosa de que viniese el viento a desmortajar la selva, sacándome de aquella alucinación hecha de blancura y de silencio…”
En “la atmósfera enrarecida de un sueño” dice que “estas formas erguidas sobre el suelo de la gruta parecen… un montón de brazos con ofrendas: es un ofrendatorio inmenso elevado a un dios indiferente –vasos, ánforas y tirsos propiciatorios– algo así como un castigo para ciudades que no quisieron orar… Se siente la fatiga de los brazos espigados y se espera la caída de uno que se romperá rendido…”
No es éste, “ni por un instante”, para la Mistral, un espectáculo de muerte: “cada ser está henchido, pero de una sangre distinta a la nuestra”. Acude a la leyenda de los siete Jóvenes Durmientes, a los que la “montaña cubrió, sin dañar, como un pañal ligero” y que siguen intactos (“una imperceptible respiración movía aún sus pechos”) y “amodorrados aún del sueño fabuloso”.
Dice la poeta chilena que si hubiese entrado sola a la gruta, en vez de recorrerla febrilmente, “la caverna querría vivir para mis ojos añorantes”: se sentaría “entre cada ronda de formas… hasta rendir su terco silencio, y en un momento, como calentados por mi mirada ardiente, los árboles se desentumirían, las bestias acabarían el salto suspendido y las bocas dejarían de caer, como gota ancha y grávida, su palabra refrenada. Bajarían los hombres de sus escalas de Jacob y se movería a mi alrededor ésta como humanidad lunar”.
Sobre todo, se imagina sola en la gruta para poder oír el silencio perfecto “que es su atributo”. “Y cuando el silencio cabal me pesara, angustioso, como pesa la masa marina sobre el buzo sumergido, también podría ir poblando de música la hondura de la gruta. Se pueden traducir en una sinfonía este mundo de formas; aquellas torres dan notas agudas y frías; esta cúpula, una nota severa y ancha; aquel grupo de hierbas, un juego de matices musicales. Yo iría creando una ceñida selva de armonía cuando mi alma hubiese hecho ya muchos años el paladeo divino del silencio…”
No anunció la maestra de América los conciertos sinfónicos que tendrían como foro intrigante y majestuoso la gruta de Cacahuamilpa durante las Jornadas Alarconianas, ya que las grutas tenían buena acústica desde mucho antes: Juventino Rosas estrenó ahí, con su orquesta, frente a Porfirio Díaz y su esposa, Carmen Romero Rubio, el vals que dedicó a ésta, Carmen.
Por las grutas pasaron el barón de Humboldt, la marquesa Calderón de la Barca, la emperatriz Carlota y sinfín de poetas. Casi nadie ha visto tanto y tan minuciosamente como Gabriela.
La maestra no olvida que el agua creadora también ha amasado figuras de factura humana –altas fábricas, una noble silla antigua–, pues su visión metafórica envuelve todas las dimensiones humanas: “La caverna ciega como Milton, soñaba el mundo exterior y reproducía con su ansia todas las criaturas que el agua iba labrando en sus entrañas. Imagino que en este amontonamiento de cuerpos no falta ninguno, que hasta hallarían entre ellos a mis muertos. Si quedase aquí unas horas, mi madre vendría a mí desde aquel ángulo en sombras, y arañando por los muros cuajados de gestos anchos yo descubriría mi propio semblante. Sí; ha sido un sueño de fiebre de la caverna y aún no acaba la creación”…
Sueña Gabriela con iluminar las grutas no con electricidad sino con luz de la luna, y cuando va saliendo de la gruta, junto a Vasconcelos (suponiendo) y demás acompañantes, cierta blancura “da una castidad austera al panorama subterráneo…, como si camináramos absortos –atina a decir– por un paisaje de otro planeta. Hablamos para oírnos, para no enloquecer de maravilla”.
Ajena a los pleitos terrenajudiciales que se armarían por la posesión y administración de las grutas, la poeta asegura que aunque alrededor levanten ciudades, “por muchos templos que erijan, aquí vendrán los llenos de turbación…”, pues “tal vez el himno religioso más grande de la humanidad baje de esos altares de estalactitas hacia la lengua de un hombre. La impresión de lo divino me la han dado a mí sólo el abismo de la noche estrellada y esta otra hondura también me hace desfallecer”.
Pero no termina ahí, sino aquí:
“Cuando era niña y preguntaba a mi madre cómo era dentro de la Tierra, ella me decía: ‘Es desnuda y horrible’. Ya he visto, madre, el interior de la Tierra: como el seno abullonado de una gran flor, está lleno de formas, y se camina sin aliento entre esta tremenda hermosura”.
Cuando Gabriela sale de la gruta y del texto que hoy platicamos, sus ojos, “como los de un convaleciente, se bajan, ciegos…”
En otra ocasión recordaremos las rimas que Gabriela Mistral escribió sobre Las cajitas de Olinalá –más fáciles de conseguir–, pues la página se acaba.

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