Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Silvestre Pacheco León

Las comerciantas
de mi pueblo

En la casa de mis padres como casi en todas las familias, dependiendo de la edad de los hijos eran las tareas que se les encomendaba. Los mayores cuidaban de los menores. El más grande era el apoyo del padre en los trabajos del campo. Uno pasaba por la tarea de llevar el almuerzo y la comida a la parcela; también el acarreo diario del agua entubada para el consumo humano y del río para lavar la ropa y los trastes. Todos los hermanos pasamos por casi todas la tareas, entre ellas la de mandadero.
Recuerdo cuando me tocó ser el encargado de los mandados porque fue una manera muy práctica de aprender a relacionarme con las personas mayores, de conocer las diferentes maneras de ser de cada quien, de aprender hacer las cuentas para pagar y recibir el cambio correcto.
Como en la niñez es cuando se está más proclive al vicio de los juegos, ser mandadero ayudaba a superar la tentación de quedarse a jugar olvidándose del mandado, y valorar la disciplina al cumplir correctamente el encargo haciéndolo con cierta premura por el riesgo de ser reconvenido si uno tardaba más tiempo de lo que juiciosamente justificaba el mandado.
Entretenerse un rato en el juego de las canicas, pasar a leer un cuento, o de plano quedarse mucho tiempo en la plática con los amigos tenía siempre sus consecuencias si uno se abandonaba a ése placer, lo mismo cuando la compra llegaba con merma evidente y la justificación de que la vendedora no pesó bien, tampoco era suficiente: los regaños no se hacían esperar.
La pena de que la mamá sorprendiera al mandadero jugando los trompos mientras la cazuela de los frijoles se sobrecalentaba esperando la manteca del mandado, era algo de lo que de niño uno se tenía que cuidar.
Uno podía sentirse salvado si la mamá creía en la mentira del mandadero manilarga, que le echaba la culpa a la avaricia de la despachadora por de la probada al mandado, fuera pan, chicharrón, queso o manteca. En esos casos quien recibía las maldiciones era la vendedora.
Como nosotros vivíamos al otro lado del río, en la orilla del pueblo, la primera entretención  para el mandadero era precisamente el paso del río, pero no tanto por ir saltando de piedra en piedra el “tepanole” con cuidado de no mojarse ni caerse al río, ni probando  suerte tratando de pescar una “charra” o un “blanquillo” encuevados en las piedras del puente artesanal, en aquellos tiempos en que los peces abundaban, tampoco por la señora lavandera que se apropiaba de alguna de las piedras del “tepanole” como lavadero sin preocuparse por detener el tráfico, ni por la plática con alguna de mis primas que nunca faltaban a su deber de lavar los trastes en la corriente del río.
La verdadera tentación eran los amigos que nunca faltaban en la poza, incitando siempre al juego del lagarto, o a concursar por el mejor clavado, enarenados y asoleados con los ojos rojos de tanto bañar.
Después de salvado el primer obstáculo para el pulcro cumplimiento del mandado, uno tenía que pasar las tentaciones del juego que se juntaban en la plaza, donde nunca importó para la vida mundana que las puertas de la iglesia enfrente de la plaza estuvieran siempre abiertas.
Si no era por el juego de basquetbol donde nunca faltaba quien te esperara para completar el par de un veintiuno, uno podía  entretenerse en cualquier sombra del jardín, ya viendo o de plano jugando a las canicas, el trompo o la “polla”. Si eran los juegos mecánicos de plano uno se rendía porque tratándose de los “caballitos” uno podía ganarse el derecho de subirse unas vueltas con sólo desquitarlo empujando el carrusel que administraba doña Naty, la gordota.
En aquella época de la niñez era tanto el entusiasmo por el juego que podía darse el caso que uno olvidara no sólo el encargo, sino de que estaba a esa hora y en ése lugar por un mandado y no por el azar.
Pero a fuerza de alcanzar el justo medio, uno llegaba a calcular con precisión el tiempo entre el juego y el mandado sin perjuicio del uno o del otro y así hasta se podía hablar del disfrute de las tareas de la vida en la cortedad.
Creo que por la misma edad que entonces tenía, la distancia de la casa a las tiendas del pueblo me parecía larguísima y más cuando en la desesperación por mi tardanza tanto mi padre como mi madre me llamaban.
Con sólo oír el agudo y violento silbido de mi padre o el grito urgente de mi madre, corría casi despavorido a su encuentro sin tiempo para pensar en la excusa por la tardanza.
En esos mandados conocí a muchas personas de mi pueblo. Gracias al trabajo de mandadero aprendí tempranamente a relacionarme con los adultos, a escuchar y ser escuchado; tuve idea de los pesos y medidas así como de la importancia de cumplir los encargos con eficacia si de por medio iba el reconocimiento a mi desempeño.
Muy cerca de mi casa vivía la tía “Velli” y su marido tío “Chico”. Ella vendía nanches, dulces y perfumados que recogía de los árboles del campo. Era el matrimonio más viejo del pueblo. Los dos eran muy delgados y desdentados. Todas las tardes descansaban en su barda de piedras al pie de la calle. El tío “Chico” contaba cómo fue la llegada de los revolucionarios zapatistas al pueblo y el alcance que tenían sus maúseres y las carabinas 30- 30.
En seguida de esos viejitos vivía doña Chabel Atempa, otra viejecita de cabeza blanca, también delgada que se dedicaba al comercio. Ella salía a las cuadrillas a vender pan o a cambiarlo por huevos y gallinas. El pan lo compraba a las propias panaderas del pueblo y escogía las piezas más apetecibles cubiertas de pasta y azúcar, y también las más llamativas por el color rojo y amarillo del royal.
Montada en un burro y jalando otro con la mercancía doña Chabel iba casi siempre sola por esos caminos, comprando y vendiendo. Regresaba a la semana con su carga que contaba y recontaba ante la rueda curiosa de sus nietos.
Doña Julia vendía queso fresco en trozos que compraba a los señores del monte. Ella y mi tía Oliva vendían el mejor queso, y sus casas en la época de lluvias se inundaba con olor del queso fresco. Las rebanadas eran llamativas porque en aquel tiempo en vez de aros de plástico los rancheros utilizaban mecates de zoyate para formar los quesos, de modo que las piezas quedaban marcadas con la palma como si fuera un empedrado fino.
En la misma calle vivía doña Beta, un señora de Costa Chica muy querida en el pueblo porque trajo la costumbre del chilate, la bebida prehispánica hecha a base de cacao mezclado con arroz, canela y azúcar. Todos los días de toda su vida doña Beta, junto con su hermana Marina, alegró  y endulzó la vida de los habitantes con su bebida fresca, dulce y espumosa que servía con jícara en vasos de vidrio.
Doña Chabel Morales tenía su tienda de abarrotes y los domingos sus hijas, Yolanda e Irene llevaban su puesto de sal a la plaza.
Doña María Grande era una de las matanceras del pueblo. Los jueves eran recordados por los mugidos del animal que sacrificaba en plena calle de su casa. Su marido don Chacón vivía del comercio de reses. Salía a los pueblos vecinos todo el tiempo para comprar los animales para el sacrificio, por eso era común encontrarlo por los caminos arriando o jalando las reses.
Doña María también mataba cerdos en el patio de su casa. Freía chicharrones y vendía manteca. Los “chancásclis” eran los chicharrones menudos que quedaban en el fondo del cazo y una delicia si los revolvían con masa de maíz para hacer las memelas.
Muchas veces fui a comprarle manteca que  vendía por onzas. Recuerdo que mi mamá me regañaba siempre porque calculaba que la señora no pesaba bien las onzas, y nunca le dije que la merma se debía a las probadas que le daba con la punta de mi dedo.
Como casi siempre la manteca se compraba para freír los frijoles, éstos era costumbre acompañarlos con chiles en vinagre, y nada comparable con los que preparaba la tía Melín, allá en la calle de la barranca.
Más lejos de mi casa, pasando el puente del pueblo, doña Nati, la esposa de don Chiguán tenía también su carnicería, le hacía la competencia a doña María Grande y creo que era ella la que despachaba mejor. Era una mujer alta y blanca, muy platicadora y nunca dejaba de fumar.
El queso, si era fresco, lo vendían por rebanadas envuelto en hoja de “totomoscli” como si fuera tamal. Si el queso era seco en las tiendas lo despachaban en papel de estraza, igual que el azúcar y la canela.
Mi tía Gunda se especializaba en frutas y hortalizas que compraba en Chilpancingo. En el pueblo compraba semillas de toda clase y aves para llevar a vender a la capital. Eran tres señoras dedicadas al mismo giro comercial y vivían en la misma calle, a parte de mi tía Gunda era doña Mónica y doña Chucha. En frente de ellas vivía doña Luchin, quien compraba maíz al tiempo y luego lo vendía en volumen.
Las tenderas eran mi tía Lupe, doña Adelita y doña “Viela”. Aunque todas vendían casi lo mismo, cada una tenía su genio para tratar a los clientes. La tía Lupe vendía barato pero se tardaba mucho para despachar. Doña Adelita despachaba rápido pero regañaba a uno si se tardaba en decir lo que quería o si nomás iba a preguntar por el precio de algo.
La tienda de doña Viela era la más antigua en su casa de hacendada, con piso de ladrillos y un amplio mostrador de madera vieja. Cuando yo iba a comprar ya no despachaba la señora, sino su empleada, doña Tachita, quien tenía fama de no conocer el manejo de la báscula y como podía pesar de más como de menos.
Fue aquella una generación de mujeres emprendedoras, dedicadas al comercio. Entre ellas había unas señoras conocidas como “atajadoras”. Todos los domingos muy de mañana se iban a los caminos a esperar a los indígenas que bajaban de las comunidades a la cabecera municipal para vender sus productos y comprar lo de su gasto. Algunas de ellas hicieron negocio arrebatando las gallinas, guajolotes y huevos a los pobres indios pagándoles lo que se les antojaba. Era como competencia entre esas mujeres para ver cual de todas acaparaba más por menos.
La cadena del comercio empezaba ahí, en los caminos y luego esas mismas señoras juntaban sus animales para llevarlos a  vender a Chilpancingo. De ése comercio nació el mote con el que se conoce a los viejos camiones de pasajeros conocidos como “guajoloteros”, porque en ellos subían gallinas y guajolotes en jaulas hechas de varas, o solamente amarradas de sus patas y colgadas en racimo del lomo del autobús.

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