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Jesús Mendoza Zaragoza

Llamados a la oración ante
la violencia que no cede

Últimamente algunos personajes de la política, como el gobernador y el secretario de gobierno, entre otros, han invocado la necesidad de la oración y de la fe para contrarrestar la espiral de violencia desatada en el país y en nuestra región a partir de la estrategia gubernamental contra el crimen organizado. Que hagan esto en público resulta novedoso a la vez que inquietan las motivaciones que les hace integrar el discurso religioso en su manera de tratar el tema de la violencia que no cede.
¿Qué podría estar pasando para que invoquen, desde sus responsabilidades públicas, acciones de orden espiritual y sobrenatural, que la tradición política ha ignorado sistemáticamente en nuestro país? ¿Será que tienen información privilegiada sobre las dimensiones reales del poder del crimen organizado que les hace experimentar impotencia e incapacidad? ¿O será que acudiendo al discurso religioso buscan tocar una fibra muy sensible de la población para darse credibilidad y ganar confianza? ¿O será que quieren dar un mensaje de que los poderes públicos han hecho lo que les tocaba hacer y lo demás se lo dejan a la Providencia? En realidad no es fácil saber la motivación que les lleva a acudir al discurso religioso pero los llamados a la oración en el contexto de violencia son una señal que hay que descifrar y comprender. ¿Qué es lo que nos quieren decir con estas llamadas a la oración y al recurso de la fe?
En el ámbito de la Iglesia católica se ha promovido desde hace dos años una línea de acción que se orienta a promover la oración por la paz. Incluso hay una oración que se ha compuesto para ello y que es conocida por gran parte de los fieles católicos del país y es recitada de memoria aún por niños de tres años. La oración como actividad religiosa es parte integrante de la práctica religiosa en cualquier grupo religioso que se precie de buscar las respuestas divinas ante las situaciones humanas que afectan o atormentan a las personas y a los pueblos, como es el caso de la violencia que padecemos.
En la tradición cristiana, la oración implica un acto de fe en la presencia divina que se experimenta y ante la cual se desarrolla un diálogo en el que se le habla y se le escucha. La oración es una experiencia espiritual de carácter religioso que vincula al creyente con su Dios en un dinamismo vital en el que despliegan aspiraciones, deseos, miedos, impotencias y anhelos humanos. El creyente encuentra en la oración una manera de asimilar sus experiencias pasadas, presentes y futuras.
Pero hay un hecho que hay que tomar en cuenta. La oración participa de la ambigüedad de todo lo humano. Hay gente que hace oración y vive de manera perversa mientras que en otras personas la oración genera bondad y valentía. El problema estriba en la manera de relacionar la oración con la vida concreta. Para unos, la oración es una manera de simular bondad y justicia, o una manera de evadir los problemas de la vida, o un modo de refugiarse ante lo insoportable del sufrimiento o, también una mera formalidad religiosa y exterior que no toca la vida espiritual e interior. Mientras que para otros, la oración es una experiencia que genera consuelo, paz y bondad y dispone para vivir en la justicia y en la fraternidad.
La oración cristiana, como la que Jesús enseñó supone, al menos, la disponibilidad para vivir en la justicia y en la verdad y por ello, incluye la aceptación de una vida de rectitud, de amor y de solidaridad. Si la oración no tiene estos fundamentos, es una mera simulación o pretexto. También los criminales tienen sus rezos que pretenden negociar con la divinidad tal como se la imaginan el éxito sobre sus enemigos. Utilizan, en este caso, lo religioso para sentirse favorecidos en sus planes criminales.
Por tanto, una oración que surge de la fe no puede ser utilizada para cualquier pretexto. Ni para huir de la realidad por más deprimente que nos parezca. Ni para encubrir irresponsabilidades o injusticias, ni para ganar imagen de justos o de buenos. Por el contrario, la oración coloca a quien la hace de cara a la justicia y a la verdad, de frente a la dignidad de todas las personas y de sus derechos, coloca en el lugar de la responsabilidad humana y del servicio gratuito al prójimo.
Estas consideraciones sirven a los creyentes para plantear su fe y su oración como un recurso fundamental para vivir con la dignidad de hijos de Dios, y de ellas surgen energías espirituales que inspiran para vivir el amor al prójimo. La fuerza de la oración libera, por una parte, de las tentaciones de la corrupción, de la violencia, de los engaños y de los abusos y, por otra parte, alienta para la rectitud, la justicia y la construcción de la paz. Por ello, si los políticos se pusieran a orar, tendrían la capacidad para tomar decisiones ajustadas a la dignidad humana y a los derechos que se derivan de ella. La oración no es una tapadera para irresponsabilidades, complicidades, rapacerías u omisiones. Y no es el camino fácil para la evasión y para la indiferencia porque forja actitudes coherentes con la dignidad humana.
Como quiera, más que hacer llamados a orar, se espera que los políticos sean coherentes con los valores que presumen, que en el caso del combate al crimen organizado cumplan con la ley y la hagan cumplir. Se espera que se abran al bien común, más allá del interés partidista o de facciones, que respeten los derechos humanos de las personas y de los pueblos, que dignifiquen la política y el servicio público. ¡Qué bien que presuman sus creencias religiosas! Pero no van a dar cuentas de ellas a este pueblo necesitado de justicia. Van a dar cuenta de sus acciones y omisiones en el cumplimiento de sus responsabilidades públicas que, en contextos de violencia como el nuestro, debieran encaminar hacia la construcción de la paz.

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