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Tlachinollan

Frente a las disculpas a medias,
la organización de los pueblos

Las violaciones a los derechos humanos dejan una estela indeleble de agravios en las víctimas y en la sociedad. Frente a ese legado, los gobiernos democráticos están obligados bajo el derecho internacional a reaccionar en varios niveles: procurar justicia de manera expedita y pronta es un componente central de este deber, pero no es el único. Más aún, el deber de las autoridades incluye también garantizar el derecho a la verdad y reparar integralmente los daños.
Así, las medidas de reparación, en casos de violaciones graves, son diversas. Incluyen, por ejemplo, medidas que no son materiales, como los actos de reconocimiento de responsabilidad.
En nuestro continente, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha ordenado recurrentemente la realización de actos de reconocimiento de responsabilidad como una medida reparatoria.
Ha sido señalado que los actos de reconocimiento, cuando comprende tanto la aceptación de la responsabilidad por lo ocurrido como la emisión de disculpas, poseen un enorme poder de reparación frente a las violaciones de los derechos humanos; se trata de expresiones de justicia restaurativa que abonan a la reconstrucción de las relaciones entre la ciudadanía agraviada y las autoridades.
Es cierto que los actos de reconocimiento no sustituyen el acceso a la justicia y que cuando se llevan a cabo en ausencia de sanciones penales el efecto reparador puede ser menor para las víctimas y sus familias; pero incluso en esos casos, su relevancia no es menor: cuando las víctimas de abusos han sido ignoradas por años o desconocidas sus denuncias los actos de reconocimiento contribuyen a que la verdad sea nombrada formalmente en el espacio público. Así sucedió, por ejemplo, en los actos de reconocimiento de responsabilidad realizados como parte del cumplimiento de las sentencias dictadas por el Tribunal Interamericano en los casos de Valentina Rosendo Cantú e Inés Fernández Ortega.
Como señala Carlos Martín Beristáin, connotado especialista en estos temas: “Los actos de reconocimiento público de responsabilidad del Estado forman parte de las medidas simbólicas de reparación moral. Están orientados a dar satisfacción y dignificar a las víctimas promoviendo un reconocimiento público de responsabilidad, ya sea por haber ocasionado directamente las violaciones, o por no haber protegido a las víctimas. Como parte de su sentido, estos actos deben incluir también una petición de disculpas a las víctimas, un reconocimiento a su dignidad como personas, y una crítica a las violaciones […] son medidas muy sensibles, dado que tienen un fuerte componente simbólico para reconocer la injusticia de los hechos y la dignidad de las víctimas, y porque suponen compromisos públicos del Estado en la prevención de las violaciones. También podrían significar un hito que marque nuevas tendencias en la relación con el Estado”.
Pero, como el propio especialista advierte, los actos de reconocimiento de responsabilidad sólo tienen relevancia cuando ponen al centro de su diseño y su realización a las propias personas agraviadas. En este sentido, resulta esencial que las autoridades y las víctimas alcancen acuerdos claros sobre la fecha y el lugar del evento; el esquema del evento; el uso de la palabra por parte de las personas víctimas por un tiempo suficiente y por medio de varias personas; la presencia de funcionarios de primer nivel; la lectura de mensajes acordes con el significado del acto, entre otros.
Las palabras pronunciadas por los representantes del Estado son también determinantes. Para que un acto de reconocimiento público sea en verdad reparador es preciso que las autoridades se dirijan expresamente a las personas víctimas y sus familiares, haciendo referencia a los hechos ocurridos y a la responsabilidad del Estado, rechazando esas acciones y reconociendo el daño causado. Asimismo, deben contener una manifestación expresa de perdón y un compromiso hacia el futuro con la justicia.
Sirvan las consideraciones precedentes para poner en su contexto las fallidas disculpas que esta semana pidió el gobierno estatal por las violaciones a los derechos humanos cometidas el 12 de diciembre de 2011.
Una vez más, fuimos testigos de cómo se desperdició la oportunidad de convertir un acto de reconocimiento de responsabilidad por las violaciones acaecidas el 12 de diciembre de 2011 en un hito en “la política de derechos humanos del estado de Guerrero”. En efecto, el acto se realizó con precipitación, en ausencia de las víctimas, en un lugar y en una fecha que no guardan relación con los hechos, y en medio de un clima marcado por los nuevos ataques contra los estudiantes de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos.
Lamentablemente, esta vez no puede decirse que sea un error inédito. Ocurrió lo mismo hace apenas un año, cuando los gobiernos federal y estatal impulsaron unilateralmente un acto indigno para simular el cumplimiento de la sentencia dictada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el llamado caso Rosendo Radilla Pacheco, a espaldas de sus familiares y de su hija Tita, quien durante décadas impulsó la demanda.
Las similitudes entre ambos eventos son palpables: no fueron las personas agraviadas el centro de los actos, sino que en las dos ocasiones las autoridades procedieron precipitadamente poniendo en primer término su pretensión de acatar, sólo en la forma más no en el fondo, las medidas ordenadas por instancias de derechos humanos, sin importar que las víctimas estuvieran ausentes.
¿Qué significado pueden tener unas disculpas pedidas en estas condiciones? ¿Cómo puede considerarse veraz el reconocimiento de responsabilidad cuando en las intervenciones de los funcionarios ni siquiera son llamadas por su nombre las violaciones a derechos humanos? ¿Cómo se puede pedir perdón en ausencia de las víctimas? ¿Qué pensar de un gobierno que reincide en la realización de actos sin los ofendidos? El saldo es obvio y ya ha sido puesto de relieve por diversos articulistas en días pasados. Como ocurrió en el caso Radilla Pachecho, en el caso Ayotzinapa, el acto de reconocimiento de responsabilidad se convierte en un nuevo agravio.
Frente a esta realidad, quienes en Guerrero siguen trabajando día a día por una sociedad más justa, sólo tienen la opción de perseverar en sus afanes en un entorno donde la simulación del compromiso con los derechos humanos es recurrente. Precisamente por ello, a manera de conclusión, es preciso contrastar la desazón que dejan las disculpas fallidas de esta semana con la esperanza que despierta en Guerrero y en todo México un aniversario más de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias y el Sistema de la Policía Comunitaria (CRAC-PC), de la Costa-Montaña. En condiciones adversas, ante el acecho de un sistema de justicia que desconoce en la práctica el pluralismo jurídico y con la amenaza latente de los poderes fácticos que pululan en los agrestes caminos montañeros, la CRAC–PC cumple un año más de mostrar día con día que se manda obedeciendo y que la legitimidad del servicio público se construye cotidianamente mediante la cercanía con la gente. Hoy, que México se desangra por una guerra absurda que ha evidenciado la quiebra en que se encuentran los sistemas de seguridad y justicia, el ejemplo de la Policía Comunitaria de Guerrero brilla como un ejemplo de congruencia y como una alternativa para pensar la seguridad desde el buen vivir. Ante los reiterados mensajes de desdén frente a las obligaciones en materia de derechos humanos, la CRAC nos sigue mostrando que el camino de la organización sigue siendo la alternativa para las mayorías excluidas de nuestra entidad.

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