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Tomás Tenorio Galindo

OTRO PAÍS

* Peña Nieto: el regreso del pasado

Enrique Peña Nieto asumió la Presidencia en un clima de bajas expectativas y una elevada desconfianza social, según documentó el sábado pasado Reforma. De acuerdo con los resultados de una encuesta nacional realizada por ese diario, “47 por ciento de los ciudadanos dijo confiar mucho o algo, mientras que el 48 por ciento dijo confiar poco o nada en el nuevo mandatario”. A esos datos debe agregarse el hecho de que Peña Nieto haya suscitado solamente 44 por ciento de opiniones favorables, porcentaje notablemente reducido en comparación con el 52 por ciento que obtuvo Felipe Calderón cuando empezó su gobierno hace seis años, y aún más bajo que el 60 por ciento de Vicente Fox hace doce años. La encuesta señala que el 48 por ciento de la población se siente optimista con el regreso del PRI al gobierno, y 36 por ciento pesimista, aunque solamente 35 por ciento cree que el gobierno de Peña Nieto será “muy bueno /bueno”, frente a 52 por ciento que cree que será “regular /malo /muy malo”. Es decir, no existe precisamente euforia por la asunción de Peña Nieto, el país no espera gran cosa de él y el regreso del PRI al poder tampoco despierta un gran entusiasmo.
Datos como estos recuerdan y confirman la sustancial precariedad del triunfo de Peña Nieto. Que una vez traspuesta la elección y en el comienzo de su presidencia afloren desconfianza y bajas expectativas sociales en torno a su gobierno, indican la blanda cimentación de su victoria. Es posible que esa frialdad social esté relacionada con las cuestionadas y oscuras circunstancias que rodearon el triunfo del PRI el 1 de julio, con el hecho de que haya ganado apenas con un poco más de un tercio de la votación, y con la duda sobre la autenticidad de muchos de esos votos.
O es posible que la sociedad simplemente no crea en la supuesta renovación del PRI, en el supuesto de que Peña Nieto representa a una nueva generación de priístas, ni en el pregón de que su regreso al poder no significa el regreso del autoritarismo y la corrupción que caracterizaron a los gobiernos priístas durante setenta años, que es la carta con la que este partido se presentó en los comicios aunque no aportó ninguna evidencia de que semejante cosa sea cierta. Al contrario. La elección misma es una prueba de que el PRI no ha cambiado y de que el ahora presidente de la República lleva en sus entrañas el virus del pasado.
Aunque sus apologistas retratan a Peña Nieto como un genio de la política y talentoso articulador de su equipo, y atribuyen a ello su triunfo, la historia de las elecciones indica que no ganó por esas presuntas dotes personales, sino por el despliegue de dinero para la compra de votos y la desvergonzada alianza que el candidato estableció con las televisoras, particularmente con Televisa, para la construcción de su imagen a costa del presupuesto del estado de México. Por otra parte, la formación de Peña Nieto en el ambiente del legendario grupo Atlacomulco, pero más específicamente al lado de su tío el ex gobernador mexiquense Arturo Montiel, un priísta que posee una riqueza descomunal y practica toda clase de actitudes repudiables, dudosamente podría ser distintivo de un nuevo PRI. Pero si eso no fuera suficiente, la mejor prueba sobre la naturaleza real de Peña Nieto es su gobierno en el estado de México. La campaña de la candidata panista Josefina Vázquez Mota ofreció en su momento numerosas pruebas del incumplimiento de los compromisos del mexiquense, y no se ha borrado aún la memoria de la represión que ordenó contra los campesinos de Atenco, los graves abusos de la policía y la virulencia con la que su gobierno procedió contra los dirigentes de aquel movimiento, especialmente contra Ignacio del Valle. Si se eliminaran esos feos componentes de la biografía de Peña Nieto, todavía quedaría el gobernador que sin ningún escrúpulo usó dinero público para fortalecer su candidatura presidencial. Si no existieran todos estos hechos, entonces sí quizá aparecería un político sagaz y visionario. Pero ahí están.
De ahí proviene la desconfianza con la que Peña Nieto inauguró su gobierno, y en ello consiste el mayor de sus desafíos, demostrar que podrá cumplir los compromisos que planteó en su discurso de apertura en el Palacio Nacional, aun cuando eso signifique entrar en colisión con intereses económicos y políticos a los que históricamente han estado asociados el PRI y las cúpulas priístas, y él mismo. Pongamos por caso las dos nuevas cadenas de televisión abierta que dijo se licitarán pronto. Para que tenga sentido crear dos nuevas cadenas, es preciso impedir que Televisa y TV Azteca traten de apoderarse de esas nuevas concesiones, pues de lo contrario solamente se alimentará el gigantesco monopolio que esas empresas ejercen en el mercado televisivo. ¿Impedirá Peña Nieto que Televisa, a quien debe todo, trate de apoderarse de esas cadenas por sí misma o a través de prestanombres?
Por discursos nunca paró el PRI, y en el que pronunció el nuevo presidente el sábado en el Palacio Nacional dijo lo que la nación quería escuchar. El problema es que todos esos compromisos se conviertan en realidad. Por ejemplo, si el nuevo gobierno efectivamente está comprometido con la justicia y la ley, como dijo Peña Nieto, debería esperarse que con presteza investigue al ex secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, y actúe en consecuencia después del voluminoso expediente público que el ex funcionario acumuló en sus funciones. Sobre todo en el contexto del testimonio de Edgar Valdez, La Barbie, quien dijo que García Luna recibía dinero de los cárteles del narcotráfico. Pero es también dudoso que eso ocurra. Al menos en la comparecencia del ex funcionario la semana pasada en el Senado, el PRI y el PAN mostraron una conducta comedida, encubridora, cuando García Luna fue increpado sobre las acusaciones en su contra.
Y si Peña Nieto anunció un programa de austeridad en su gobierno, debemos preguntarnos por qué no dio curso a un compromiso más específico en esa materia, como una reducción significativa en los sueldos de los altos funcionarios, empezando por el suyo. Nada le impedía hacerlo, aun cuando los detalles tuvieran que precisarse más tarde, excepto su convicción, universal en los priístas, de que su bienestar es intocable. Así pues, sobrará tiempo para comprobar si el PRI cambió y si Peña Nieto es de los nuevos priístas. La población cree que no, lo que podría significar que empieza a creer que quienes votaron por el PRI cometieron un error.

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