Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Silvestre Pacheco León

Re-cuentos
Si nomás fuera querer, yo
también quisiera

A principio de los años setenta los trabajos para terminar la carretera costera eran intensos. Los costeños recuerdan que era el propio presidente Echeverría quien supervisaba los trabajos de la obra cuya conclusión estaba ligada al florecimiento de Ixtapa y de Zihuatanejo donde el ex presidente había decidido residir por temporadas.
En el Coacoyul, poblado vecino de Zihuatanejo, se había instalado uno de los campamentos de trabajadores que construían la carretera y el residente de ese tramo de la obra era un joven ingeniero que se había abonado con una de las viejas familias del poblado para que lo asistieran.
A la señora de la casa le ayudaba una muchacha de no muy malos bigotes que era la encargada del quehacer en la cocina. Se llamaba Juanita y dicen que su trabajo diligente no pasaba desapercibido para nadie de la familia.
Juanita iba al río a lavar los trastes, barría la casa y estaba siempre atenta para lo que se le ofreciera al joven ingeniero quien cada vez alargaba más su estancia en la mesa haciéndole plática a ella.
Como el ingeniero no ocultaba el interés que empezó a mostrar por la muchacha, pronto se habló en la familia de ese hecho.
Una tarde cuando el día empezaba a refrescar salió en la plática de los miembros de la familia el asunto del joven enamorado. Doña Blandina lo comentaba con su marido como si fuera un asunto delicado que atender porque ponía en riesgo la propia estabilidad de la casa.
Ambos veían como hecho consumado la posibilidad de que Juanita un día decidiera irse con el ingeniero. En esa plática estaban cuando llegó el señor grande de la casa, el papá de la señora, un hombre macizo pero ya entrado en edad,  de unos setenta años.
–Cómo ve, papá –le dijo doña Blandina– el ingeniero quiere a la Juanita.
–¿Ah, sí? Y ella que dice. ¿Le corresponde?
–Ella dice que no.
–¡Ah, bueno, si nomás fuera querer, yo también quisiera.
Ah, mamá, al que le toca le toca

No se sabe si su nombre era Pedro, y hasta era posible que él mismo lo desconociera, pues en la costa pasa con frecuencia que de tanto usar los apodos o mal nombres, hasta sus dueños se olvidan del nombre original.
Diga si no el famoso Loro Maganda, taxista que vive en Agua de Correa. Cuentan que un día llegó una señora a buscarlo porque le urgía un servicio de transporte. Iba y venía la señora por la misma calle con las señas que le habían dado. A todos los vecinos preguntaba por don Alejandro Maganda, sin que nadie le diera razón, hasta que con los datos de que era taxista pudo dar con el domicilio. Dicen que quien salió a la puerta fue un hermano del Loro.
–Busco a don Alejandro Maganda, dijo la señora.
–Aquí no vive, respondió rápidamente el muchacho, pero a insistencias de la señora, le pidió más datos para ayudarle.
–Dicen que tiene un apodo.
–¿Y cual es? –preguntó impaciente el muchacho.
–Tiene apodo de pájaro, creo que le dicen cotorro o loro, pero recuerdo que es de un pájaro que habla.
–¡Ah, el Loro! sí vive aquí, es mi hermano.
La historia de Peyeyo es parecida. Aunque todos lo conocen, pocos saben su nombre. Ni siquiera el que esto escribe sabe su nombre de pila, aunque sus dichos y anécdotas sean parte del saber popular. Cuando a alguien le sucede algo que es irremediable, no falta la sentencia: “como dice Peyeyo…”.
En el pueblo Peyeyo era de todos conocido porque a pesar de que lo veían como falto de razón, en los hechos no lo era tanto y a menudo confundía con sus respuestas acertadas y a veces simpáticas.
Dicen que tenía un hermano, más de razón, que de niño murió en un accidente y la madre que nada más dos hijos tenía, lloraba desconsolada quejándose de la injusticia divina. A menudo la gente la escuchaba en sus lamentos.
Un día de luto en que algún familiar llegó a la casa de Peyeyo para dar consuelo a su mamá por la pérdida irreparable, no faltaron los lamentos y la respuesta que el vecindario escuchó:
–¡Por qué eres tan injusto, Dios mío! –reclamaba desconsolada la madre– ¡Por qué me quitaste a mi hijo!
–¡Por qué te llevaste al hijo bueno! Siquiera te hubieras llevado a Peyeyo, seguía la madre con su reclamo, pero esta vez Peyeyo la escuchó sin aguantarse y le respondió:
–¡Ah mama, al que le toca le toca!

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