Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Silvestre Pacheco León

Los personajes de mi
pueblo. La Rorra

Todos lo conocíamos en el pueblo como La Rorra, aunque mi mamá siempre se dirigió a él por su nombre de pila: Jesús. Era un hombre chaparro y forzudo, moreno claro, pelo chino y el cuello raramente alargado. Caminaba con pasos  cansinos como dando tiempo a contarlos. Se empleaba como peón de cualquier cosa, aunque prefería alquilarse para trabajar en las casas y, cuando no se podía menos, también iba al campo. Tenía fama de ser flojo y lento, pero  todos recurrían a él a falta de otro peón disponible.
Su apodo se lo ganó por la facilidad con la que se dormía aunque fuera en horas de trabajo, y en ese estado parecía una muñeca dormilona y chapeada.
La Rorra era un hombre parsimonioso. Todo lo hacía con paciencia extrema. Hasta su modo de hablar era lento. Pronunciaba las palabras con grandes gesticulaciones, como si a punto de salir se resistieran y la boca las obligara a guardar compostura para fluir de manera ordenada.
Tenía un carácter plano, nada lo alteraba y nunca se le conocieron ni enemigos ni pleitos.
Es posible que haya sido en el pueblo quien más ocupaciones desempeñó para ganarse el sustento. Era peón de todos y para todo. Cuando el trabajo escaseaba vendía paletas. Se cargaba sobre su cabeza el cajón con las paletas y caminaba por las calles polvorientas gritando con desgano pa-le- tas, pa-le-tas, pa-le-tas.
Se rasuraba sin rastrillo usando una simple hoja Gillette entre sus dedos, y lo hacía tan meticulosamente y con tal calma que daba tentación a quien se ocupaba de mirarlo. Se sentaba en cuclillas a la orilla del río, se enjabonaba la cara y con la meticulosidad de un cirujano avanzaba por milímetros sobre su cara redonda para cortar cada pelo que le sobraba auxiliándose de un espejo portátil, pequeño y redondo que siempre cuidaba en una bolsa de su camisa.
Era cumplido en la vieja costumbre de ir a misa todos los domingos y vivía en la creencia de que era pecar si trabajaba ese día. Guardarlo implicaba vestirse con su ropa de calle y adosarse su cuidado y redondo sombrero de palma.
Ciertamente, no tomaba. Su vicio sólo llegaba a la fumada. Nunca le faltaban sus cigarros Casinos, y durante la jornada de trabajo era obligado el receso para que fumara.
La Rorra tuvo un hermano, también de tez blanca y pelo negrísimo que peinaba en copete. Le decían El Prieto, pero al contrario de su hermano, éste hablaba rápido, demasiado, al grado que sus palabras se atropellaban y salían de su boca en tropel como frases entrecortadas. Era tartamudo.
Los papás de La Rorra y El Prieto, dicen los viejos que los conocieron, eran buenas gentes, don Sixto y  doña Agrícola.
La Rorra nunca se casó ni se le conoció alguna novia. Su lugar predilecto era una de las bancas del jardín donde uno lo podía encontrar a falta de otros peones a cualquier hora del día, siempre disponible cargando a todas partes su mala fama como peón.
Desde aquella banca del jardín seguía con desgano cada partido de basquetbol en la cancha municipal donde nunca mostró entusiasmo ni asombro y menos tomar partido por uno u otro de  los contrincantes.
La Rorra en un tiempo trabajó como ayudante en un camión de pasajeros que cubría la ruta de Chilpancingo a Colotlipa. Era el responsable de subir y bajar la carga que el camión trasportaba en su lomo. La Rorra subía y bajaba con toda la calma del mundo por la escalera trasera del camión ante los desesperados pasajeros que le apresuraban.
El último día que trabajó en el camión casi sucede una tragedia. Era Semana Santa y el tráfico había aumentado y se atascaba con frecuencia en cada una de las paradas de los tantos pueblos que cruza la carretera del Circuito Azul.
Los choferes entonces se peleaban el pasaje y para ganarlo trataban de no perder tiempo en cada parada, pero sucedió que habiendo tomado la delantera el camión del que La Rorra era ayudante, de pronto se vio urgido de hacer una maniobra para avanzar que le exigía echarse de recule en una esquina forzada. Por fortuna el chofer sabía que contaba con el auxilio de su ayudante para aprovechar lo despejado del camino.
Desde su asiento el chofer gritó con urgencia a su ayudante que se sostenía con las dos manos agarrado de la escalera:
–¡Rorra, avísame si paso porque me voy a echar de recule!
Con su calma característica la Rorra respondió:
–Viene, viene, viene.
Gritaba La Rorra sentado en la parte trasera del lomó del camión, en respuesta pero sin estridencia. Entonces el confiado chofer pisó hasta el fondo el acelerador con la reversa puesta saliendo en el acto disparado para impactarse aparatosamente contra el camión que lo seguía.
Cuando el chofer bajó y miró lo que había sucedido se dirigió molesto a La Rorra para reclamarle:
–¿Por qué no me avisaste que venía el camión?
–Es lo que te estaba avisando, que venía el de atrás –le respondió con toda calma sintiéndose despedido.
La Rorra a veces trabajaba en la casa de mis papás. Recuerdo que una tarde de noviembre, mientras deshojaba la mazorca cosechada para encajillar llegó de pronto la lluvia cuyas gruesas gotas mojaban a mi hermano pequeño que se entretenía sentado en una silla en medio del patio.
Como momentos antes de la lluvia mi madre se había metido a la casa, no se percató cuando el hijito se mojaba, hasta que escuchó el grito parsimonioso de La Rorra:
–Lupe, Lupe –le gritaba. Se está mojando el cielo (aludiendo al niño que de cariño mi madre le llamaba “cielo”).
Cuando mi madre vino al rescate del niño, reconvino a La Rorra:
–¿Por qué no lo cargaste para meterlo a la casa?
–Porque me alquilaron para deshojar, no para cargarme al cielo –respondió con toda tranquilidad.

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