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Silvestre Pacheco León

De campesino a obrero industrial

Silvestre Pacheco León

Muchos años después seguí despertándome sobresaltado por la pesadilla de ver desfilar y apretujarse en la banda transportadora los miles de botes de cerveza, expulsados por la máquina llenadora perteneciente a la moderna  línea de producción de la Cervecería Modelo en la colonia Anáhuac.
A los 16 años me admitieron como obrero en la fábrica y al mismo tiempo como estudiante en la vocacional 7 del IPN cuando esa escuela se había cambiado de Tlatelolco a Iztapalapa en ese intento gubernamental de desaparecer o dispersar los centros de la revuelta estudiantil del 68.
Recuerdo que cada día de la semana era una excursión ir desde Coyoacán a la colonia Anáhuac donde aún está la fábrica, y de ahí a Iztapalapa para tomar clases. Las excursiones duraron un año, tiempo suficiente para confirmar que mi vocación no era la de fisicomatemático. Por eso me cambié a la UNAM aprovechando que había aprobado el exámen de admisión en las dos instituciones.
Recuerdo que en una tarde de esas excursiones diarias, por la radio del camión de pasajeros dieron la noticia del asalto al palacio de la Moneda en Chile contra el presidente Salvador Allende, perpetrado por Augusto Pinochet al servicio del gobierno norteamericano.
En contra de la intromisión del Ejército en la vida civil y por la defensa del gobierno socialista de la Unidad Popular en la ciudad de México se manifestaron unidos todos los partidos políticos y las organizaciones sindicales marchando desde Chapultepec hasta el Zócalo.
Con la reciente experiencia de la represión estudiantil en Tlatelolco, la muerte del Che Guevara en Bolivia y el duro golpe para la guerrilla en Guerrero, el futuro no parecía envidiable ni para la lucha democrática vista la experiencia chilena de la Unidad Popular.
Del pesado surco en el campo había pasado a la experiencia de obrero industrial en un sector moderno de la economía. Fueron intensos años de aprendizaje más allá de lo concerniente a mi trabajo fabril, pues la única diferencia que pude encontrar entre la ruda jornada del campo con la industrial es que allá el campesino es quien impone el ritmo del trabajo, mientras que en la industria hay que convertirse en un engranaje más de la maquinaria que trabaja con la  intensidad y precisión que reclama el nivel de la tasa de ganancia.
Durante mis años de trabajo en la Cervecería Modelo aprendí y dominé prácticamente todos los puestos en la línea de producción de la fábrica, y eso me sirvió para tener siempre asegurada mi contratación, a pesar de que era trabajador eventual, como los más de 3 mil jóvenes que diariamente entregábamos a la empresa una hora de trabajo impago para ocupar las plazas vacantes.
Oficialmente la jornada laboral iniciaba a las 7 de la mañana, pero desde las 6 y media nos requerían para diversos trabajos donde los capataces seleccionaban entre los trabajadores eventuales el equipo que los acompañaría durante la jornada laboral convertida en una competencia frenética que ganaba la línea de envasado que más producción entregara a la empresa.
En cada puesto se requería cierta destreza, desde el proveedor de las cajas de cartón que revisaba y seleccionaba las de buen estado, pasando luego con quien recibía las botellas usadas para su lavado y luego con el inspector de su limpieza, hasta el operario de la máquina llenadora, auxiliado por dos ayudantes que vigilaban el correcto llenado de los envases.
Después estaba el etiquetador de las botellas y luego el empacador. La zona de más alto riesgo en la línea de producción era desde el llenado hasta el empacado donde se producían las explosiones de botellas de vidrio cuando éstas se apretujaban al salir de la pasteurización en un desfile sin fin, llevadas por las bandas y cadenas transportadoras a una velocidad  calculada por el rendimiento esperado.
Cuando llegó a la planta industrial la más moderna máquina para el envasado de la cerveza en bote, fui seleccionado para ocupar el puesto de ayudante del operario de la máquina de llenado.
Mil botes por minuto que requerían la dotación de sus respectivas tapas era mi trabajo cotidiano. Alimentaba incesante la máquina que tragaba las tapas a velocidad endemoniada mientras checaba que ningún bote tuviera el atrevimiento de acostarse por la banda transportadora por el riesgo de que en el trayecto pudiera obstruir el paso, provocando un atasco cuyas consecuencias eran parar la producción, suceso  inconcebible para la voracidad del capital.
Era el trabajo con aquella intensidad y la urgencia de llegar puntual por la madrugada lo que a veces, hasta hace pocos años, durante mi sueño se convertía en pesadilla.
La desigualdad y la injusticia que vivíamos a diario en el trabajo muy pronto tuvo consecuencias en el ánimo de los miles de jóvenes, en su mayoría estudiantes de CCHs, vocacionales, preparatorias y escuelas profesionales del IPN y la UNAM. A pesar de la buena paga, no nos agradaba el trato despótico y racista que se nos daba, y nos parecía inadmisible que el sindicato sólo se ocupara de cobrarnos la cuota semanal sin hacer nada por conseguirnos mejor trato y plazas de base habiendo la materia de trabajo permanente.
Los eventuales o transitorios que trabajábamos no más de 28 días al mes para no generar antigüedad ni reclamar la base, contábamos casi el doble de los viejos trabajadores que gozaban de privilegios pero, en general, todos nos reconocíamos víctimas del control caciquil que ejercía la CTM a través de una directiva sindical a modo de la empresa.
Como los únicos que negociaban el contrato colectivo de trabajo y los aumentos salariales eran los líderes charros, sin discusión de la base trabajadora, pronto el descontento se encauzó en un movimiento sindical de los obreros eventuales que nació precisamente en mi área de trabajo.
Clandestinamente organizamos la lucha por la reivindicación de nuestros derechos. Como la manera de hacerlo dentro de la legalidad era a través del sindicato, enderezamos nuestras baterías en la demanda de democracia sindical ganando primero el reconocimiento de nuestros derechos de sindicalizados para participar en la elección del comité ejecutivo y luego para enfrentar a los negociadores de la empresa para la basificación.
El pequeño grupo obrero pro democracia sindical tomó para su sede un cubículo del viejo edificio de la preparatoria popular de Tacuba, cercano de la fábrica. A nuestro movimiento sindical lo bautizamos con el nombre de Ricardo Flores Magón y desde ahí comenzamos el trabajo para atraernos a la mayoría de los eventuales.
A pesar de la represión al joven movimiento sindical comenzó con éxito realizando reuniones con grupos cada vez más numerosos tomando la experiencia organizativa al interior de la empresa de las Comisiones Obreras en la España franquista.
La lucha por la democracia sindical de los trabajadores cerveceros tuvo tal impacto en el movimiento sindical de aquella época que inmediatamente atrajo la solidaridad y el apoyo de grupos radicales.
No creo que se deba regatear a miembros de la Liga Comunista 23 de Septiembre su participación, pues aún antes de detonar nosotros el movimiento ellos ya hacían labor proselitista en algunos de los departamentos de la fábrica.
Es justo recordar aquí a Rafael Ramírez Duarte, calentano guerrerense, estudiante de Economía en la UNAM quien fue mi compañero de trabajo y alentó con su apoyo económico aquel movimiento sindical.
También vale la pena decir, a 35 años de su desaparición, que Rafael trabajaba en el laboratorio de control de calidad en la Modelo. A menudo nos veíamos durante nuestra jornada de trabajo y platicábamos de nuestra tierra. Cuando yo fui despedido de la empresa identificado como uno de los dirigentes del movimiento llegué a encontrarme con él en varias ocasiones, algunas veces en Ciudad Universitaria, y otras por el rumbo de Tacuba.
Leyendo ahora la información que publica la organización de los hijos de desaparecidos recuerdo que un una ocasión paseamos en el viejo jeep del que hablan, mientras platicábamos sobre las novedades del movimiento en la Modelo.
En la preparatoria de Tacuba, ya como activista de tiempo completo en la lucha sindical, conocí a Francisco Quezada, un obrero trotskista, alegre y estudioso, que vivía feliz entregado a la causa de la revolución.
En unas vacaciones vino a mi pueblo causando novedad con una grabadora de las pocas que había. Recuerdo que grabó en ella un poema declamado por aquel personaje que se identificaba como el Trovador de la Sierra, medio alcohólico o alcohólico y medio, partidario de la guerrilla de Lucio Cabañas y promotor entusiasta de sus hazañas en las escuelas de la UAG.
Francisco Quezada admiraba y leía a Octavio Paz a quien veía como un intelectual de valía para la izquierda. Él me enseñó la técnica de la serigrafía para la impresión de carteles y el uso del mimeógrafo para reproducir volantes. Era excelente orador y alguna vez me sugirió ingresar al trotskismo para completar mi formación. En aquellos años mi amigo leía y se sabía casi de memoria el libro que Adolfo Gilly escribió desde la cárcel, La Revolución interrumpida.
Con el trabajo para la democratización sindical en la Modelo conocí al legendario Rafael Galván, dirigente de la Tendencia Democrática de los electricistas y al equipo de su revista obrera Solidaridad en la que destacaba como colaborador José Woldenberg.

 

Twitter.com/SilvestrePL

 

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