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Jesús Mendoza Zaragoza

 

Amor humano, salud social y construcción de la paz

 

 

Jesús Mendoza Zaragoza

 

Mucho desgaste hemos tenido en estos años a causa de la violencia y de sus consecuencias. Si pensamos solamente en el desgaste económico, resulta que es abismal. Las pérdidas económicas generadas por el crimen organizado contribuyen al rezago que México tiene en este campo y a la abultada pobreza extrema que padecemos. Estas pérdidas, como reza la sabiduría popular, son superables porque “el dinero va y viene”.
Quiero referirme al desgaste humano y social que estamos padeciendo, en cuanto que las personas son el centro mismo de la sociedad y la razón de ser de todas las instituciones sociales y las del Estado. Muchas personas han sufrido, de manera directa o indirecta, los horrores de la violencia, convirtiéndose en víctimas de una situación que se ha vuelto incontrolable. Muchas personas han sido violentadas en su integridad y en su dignidad por la espiral de violencia que se ha desatado de manera tan irracional.
Y lo que sucede en cientos de miles de personas victimizadas afecta a toda la sociedad de manera traumática. Además, las secuelas del miedo y de la desconfianza ha ido permeando todos los estratos sociales y han ido paralizando las energías de los hombres y de las mujeres, hecho que impacta en el desarrollo del país. ¿Qué hace una nación con millones de personas desmoralizadas que experimentan una honda orfandad en medio del dolor que se les impone de manera brutal? Las energías espirituales, que caracterizan a las personas, se marchitan y disminuyen sus capacidades para afrontar la vida.
Al mismo tiempo que presenciamos este declive humano, también apreciamos innumerables señales de vitalidad que emergen del fondo del dolor de las personas, de las familias y de las comunidades. Se percibe la resistencia a derrumbarse en la frustración y en la derrota generadas por la violencia. Se manifiesta una gran necesidad de consuelo y una imperiosa búsqueda de escucha que implican el deseo de seguir viviendo más allá del dolor. El deseo de vivir y de vivir bien no está apagado a pesar de que no hay razones para esperar que ello suceda.
En el corazón de las comunidades se han ido generando dinámicas de resistencia a la desesperanza y se han ido cultivando dinámicas comunitarias de solidaridad con los dolientes. La vida se resiste a la muerte. Aún cuando el panorama sigue siendo desolador, el amor a la vida es más fuerte y eso es lo que cuenta. La gente echa mano de sus reservas amorosas para sobrevivir y para no dejarse morir en vida. Cuando se toca fondo y se reconocen los límites humanos, hay la posibilidad de valorar la vida y valorar lo que le da sustento.
Los pueblos están condenados a su desaparición cuando se rompe el equilibrio entre el amor y el desamor, entre la bondad y la maldad. En este sentido, si estamos aún de pié, quiere decir que aún tenemos reservas de amor que nos sostienen. Los medios han magnificado, muchas veces, el lado oscuro y salvaje de la sociedad, pero no han hecho lo propio para enfocar el lado luminoso y noble que hay por todas partes. Al lado de criminales hay mucha gente buena, sencilla y generosa que de manera discreta y silenciosa ejercita el amor al prójimo en lo cotidiano y asume acciones solidarias con las víctimas de la violencia.
Este lado luminoso está ahí y necesita ser enfocado, simplemente, por interés de supervivencia. Las múltiples violencias que campean por todas partes, las ocultas y las manifiestas, las pequeñas y las imponentes, las antiguas y las nuevas, las personales y las institucionales ensombrecen todos los escenarios. Pero no son menores las acciones bondadosas de tantas personas, comunidades e instituciones que nos rescatan de la desesperanza.
Es preciso valorar este hecho. El amor, esa actitud de apertura al prójimo, es lo que marca la diferencia entre la desesperanza y la esperanza. Cuando la sombra del dolor invade a las personas, lo único que nos queda son los gestos amorosos de familiares, amigos y, aún, de extraños. El amor es ese hecho misterioso que nos tiene vivos y nos proporciona las esperanzas para seguir viviendo y para trabajar por la justicia y para construir la paz. Es lo que da sentido a las relaciones con el prójimo, tanto en las micro-relaciones como las personales, familiares y comunitarias, como a las macro-relaciones como lo son las económicas, políticas y sociales.
El amor humano se convierte en solidaridad, que no es un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos. El dolor de los otros suele ser una oportunidad para sensibilizar a la solidaridad, pues despierta fibras profundas del ser humano para salir al encuentro con quienes sufren. En este sentido, el contacto con el dolor ajeno es decisivo para despertar actitudes solidarias.
Pero el gran problema está precisamente aquí. Ante el dolor ajeno hay dos opciones. O lo reconocemos o nos ocultamos para no dejarnos afectar. Esta segunda opción suele ser preferida en una sociedad vulnerable que no está pertrechada de la fortaleza espiritual capaz de afrontar el poder del Mal. Por ello, las maneras de huir y de evadirse se han multiplicado. Reconocer el dolor del prójimo es sentirse afectado y aceptar este hecho. No es posible permanecer indiferente ante el dolor ajeno reconocido. La solidaridad es la respuesta “natural” de quien acoge a los dolientes para acompañarles y para ofrecerles la propia humanidad como una respuesta ante su dolor.
Miles de historias de dolor hay a nuestro lado esperando ser reconocidas y acogidas. Están esperando respuestas de elemental humanidad que no debieran postergarse. El reconocimiento y la acogida de los dolientes es indispensable para sanar el dolor. De otra manera se da el riesgo de que ese dolor derive en más violencia. El amor solidario es el gran remedio para sanar tanto dolor y para la construcción de la paz.
Concluimos hoy un año que ha traído mucho dolor a tantas familias. El amor solidario es lo que las ha sostenido y las mantiene en pie. O también, es la carencia de ese amor solidario, que se manifiesta como indiferencia, lo que ha matado muchas esperanzas. Tenemos que apostar a la solidaridad. Solidaridad con las víctimas para animarlas a recuperar la esperanza y a ponerse en pie. Solidaridad con la sociedad para activar acciones, iniciativas y proyectos comunitarios y sociales a favor de la paz. Lo que salva es el amor. Y muchos gestos, miles de ellos están junto a nosotros. Solo hay que abrir bien los ojos y acercarnos al dolor sin prejuicios y sin miedos.
De hecho, no hay muchas razones para esperar que la paz se establezca entre nosotros. Pero sí hay razones para mantener la esperanza contra toda esperanza. Estas no vienen de los ámbitos institucionales o estructurales de la sociedad. Vienen de personas dispuestas a amar sin aspavientos y sin protagonismos, que tocadas por el dolor de los demás buscan dar alivio y devolver la esperanza. Estas son nuestras razones para creer que la paz es posible y para seguir tercamente convocando a sumarse a su construcción.

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