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La Roqueta, sitio obligado de visita para turistas en el penúltimo día de vacaciones

Karla Galarce Sosa

En el penúltimo día de vacaciones de invierno, la afluencia de visitantes disminuyó visiblemente en las playas de Caleta, Caletilla y la isla de La Roqueta.
Sin embargo los pocos turistas que aún disfrutan de las playas de Acapulco no desaprovecharon la oportunidad para visitar la isla de La Roqueta y dar un paseo por lancha, nadar y caminar por sus senderos.
La familia Rodríguez Nájera salió de su hotel, ubicado cerca de la glorieta de La Diana, abordaron un camión Caleta-Base y después de atravesar varios tramos de tráfico pesado llegaron a la zona Tradicional, caminaron unos metros y llegaron a la zona de embarque y desembarque para llegar a la isla de La Roqueta.
Antes de llegar hasta las embarcaciones y comprar sus boletos de abordaje, decenas de comerciantes ofrecían a los visitantes una gran variedad de productos: lentes, playeras, cremas, aceites, elotes, esquites, quesadillas, ostiones y hasta peinados con las trencitas. Nadie compró nada o contrató algún servicio.
Tras 20 minutos de asedio, los turistas llegaron por fin a una de las taquillas para las lanchas de fondo de cristal. Contrataron el paseo completo para ver, a distancia, las casas de los artistas.
Durante los minutos de espera, los cuatro integrantes de la familia se detuvieron frente a lo que alguna vez fue el Mágico Mundo Marino y observaron que el acuario, las focas y los espectáculos, habían sido sustituidos por bodegas de ropa de playa, artesanías y puestos de comida.
Por un pago de 60 pesos por persona disfrutaron de un paseo por las famosas casas de los artistas que vivieron en Acapulco durante la época dorada del cine mexicano y hollywoodense, vieron cómo un equipo de buzos alimentaban a los peses de ornato, fueron abordados por “ladrones piratas” quienes ofrecieron frutas y mariscos desde otra embarcación, y desembarcaron en la playa de la ínsula.
Los cuatro integrantes de la familia, originaria de Iguala, llegaron al famoso restaurante El Palao y allí comieron. Observaron la playa, caminaron por los senderos de la isla y posteriormente bajaron a la playa “escondida”, ubicada en la parte posterior de la Roqueta. Volvieron a la parte frontal y nadaron un rato.
Al volver a la playa Caletilla, nuevamente, los comerciantes ambulantes ofrecieron sus productos, las trenzadoras les mostraban sus catálogos y los vendedores de ostiones mostraban la mercancía. De nueva cuenta, nadie les compró nada.
Un vendedor de caracoles a bordo de un cayac, atravesó por debajo el puente que divide las playas Caleta y Caletilla.
Camila, la integrante más joven de la familia, de apenas 16 años, escuchó el llamado del vendedor, quien hizo retumbar un caracol. Camila compró un puñado de caracoles con el nombre de Acapulco grabado en sus recovecos y dijo que uno de los caracoles, lo regalaría a su mejor amiga, otro lo guardaría para escuchar cada noche el sonido del mar atrapado entre los minerales que formaron la concha.
Dijo que lo más hermoso de llegar a Acapulco era escuchar las olas del mar, que lo único por lo que valía la pena volver a la Roqueta, a pesar del asedio de los vendedores, era nadar en sus olas y disfrutar de su tranquilidad y su clima.

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