Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

* Yo conocí el amor, es muy bonito…

No conozco la leyenda de San Antonio, que estos días anda de cabeza, ni cómo es que se han maridado tanto las ganas de “echar novio” con los abusos televisivos y mercantiles, pero aquí está el Día del Amor y, por si fuera poco, de la Amistad. Ayer apenas fue el gran día: Veo cantos, veo corredores donde grita una virgen, veo frazadas y órganos y hoteles, dice vulgarmente Pablo Neruda. Pero el 14 de Febrero ofrece reventón y regalo para todos: comida con los amigos, cena con la novia, globos, abrazos, tarjetas, chocolates, paletas en forma de corazón.
Bienaventurados quienes hoy –15 de febrero– sufren terrible cruda de amor. ¡Ay –dice uno entonces, como César Vallejo– tanto amor y no poder hacer nada contra la cruda! Para los que festejaron ayer y hoy siguen coruscosos y contentos, preparamos el siguiente mini coctel anti resacas: unos cuantos poemas amorosos o dedicados al amor (o de a tiro con el amor como pretexto), que puede ser tomado, leído o untado de preferencia junto al o a la que le roba la emoción, siempre y cuando lo acompañe con unas gotas de lima agria y su respectiva remolida de sal de grano.
Empezamos con dos guerrerenses aplicados en la cachondería poética, y al final agregamos a un maestro suriano totalmente barco en ortografía amorosa.
Lamberto Alarcón (1905-1981) nació en Chichihualco, fue maestro, funcionario de gobierno, diputado federal y administrador de aduanas. En 1944 publicó una Antología de Poetas Guerrerenses incompleta y muy dispareja, en la que aparecen poemas que seguimos leyendo pero también versos de su maestra de tercero y de su tía. Su poema más ilustre es Al laurel del templo de Chilpancingo, pero no se queda atrás Quisiera amar a todas, su poema más enamoradisco y pozolero. Va:

Quisiera amar a todas
las mujeres
en las diversas formas
del amor;
amarlas en el rayo de la luna
que se cuela a hurtadillas
por la oculta rendija de
un balcón
y penetra en la alcoba,
silencioso,
como ladrón medroso,
novato en el oficio, que
tiembla de emoción.

Amarlas en la brisa de los
trópicos,
cálida y voluptuosa,
en un desvaneciente
atardecer,
para besar sus ojos,
para rozar sus cuellos,
para ceñir sus talles y
acariciar sus senos
y alejarme cargado con
los tibios aromas de su piel.

Amarlas en el agua que
tiembla
cuando siente la caricia
inefable de su tez,
o que aparta sus ondas
como si fueran
ondulantes brazos,
para apretar en ellos las
curvas
que palpitan como la
clara
caricia de las aguas al caer.

Amarlas en el cáliz,
en la dulce génesis de
otras vidas,
amarlas en las flores
de un extraño perfume
turbador,
para sentir temblar sus
aletillas
que aspiran sensualmente,
cual si estuvieran
absorbiendo el germen
que obrar pudiera el
inmortal milagro
de hacer fecundo el seno de
la virgen
con aspirar tan sólo
la fragancia de una flor.

Amarlas en la luz, en
la penumbra,
en la sombra, en el campo,
en la ciudad;
volverme fresca brisa de
la sierra,
sus ateridos cuerpos ver
temblar,
y ser después las sedas
que las visten,
las pieles que las cubren,
y aprender a volverme
cadencioso
con el roce continuo de
sus curvas
que ondulan al andar.

En fin, amarlas con la
vida entera:
con espíritu y cuerpo y
corazón,
con todos los sentidos,
con el alma como potro
sin freno
que relincha a los vientos
su robusta y salvaje libertad,
o dividirme en mil y mil pedazos
y amar con cada uno
lo que con todo entero
puedo amar.

Un idilio cadencioso e intenso ve la maestra Judith Damián entre ciertos elementos del paisaje que el ometepecano Juan García Jiménez (1916-1967) esboza en Canción de amanecer. El lector que los sospeche se ganará fotocopias del ensayo de la maestra Judith:

Sueña por los senderos
la madrugada…
empapada en fragancias,
frescas y finas,
los erectos pezones de
las colinas
y los vientres desnudos de
la hondonada.

Un ruiseñor que arrulla
por la cañada,
sueña en el aire un sueño
de mandolinas;
y ardorosas y amantes,
las campesinas,
tiemblan con sus labriegos
en la enramada.

Dice azules recuerdos la
lejanía…;
se descuelga en alondras
el nuevo día…
se estremecen los surcos
bajo la azada…;

Y rimando en la noria
sus madrigales
y aromando en las rosas
de los rosales…,
¡sueña por los senderos
la madrugada!

Ni García Márquez se anima a echar historia y rollo sobre el amor en tiempos de cólera. Es seguro que al nicaragüense Ernesto Cardenal se le habían olvidado El cantar de los cantares y El Decamerón y hasta dudó del sacerdocio cuando escribió la memorable Oración a Marilyn Monroe y el Epigrama que dice:

Al perderte yo tú y yo
hemos perdido
yo porque tú eras lo que
yo más amaba
y tú porque yo era el que
te amaba más.
Pero de nosotros dos tú
pierdes más que yo:
porque yo podré amar a
otras como te amaba a ti
pero a ti no te amarán como
te amaba yo.

En la poesía se concentran emociones, situaciones, deseos, sueños, paradojas y hasta chistes, y no hay que pagar cable ni iva por eso. Va de pura poesía, que los poetas hablen por sí mismos y por los amantes a los que les venga el saco. La lista de prospectos de empalabradores del amor se volvió inmensa y decidí atenerme a mis recuerdos y los libros que tuviera a mano. No viene un no sé qué / que queda / balbuciendo de San Juan de la Cruz, ni los sonetos de Garcilazo de la Vega y Sor Juana que tanto nos gustan, ni siquiera el muy sabido de Quevedo en que queda claro que el amor es contrario en todo a sí mismo. No extrañaremos los veinte poemas de amor de Pablo Neruda porque creo que todo mundo se sabe de memoria hasta la canción desesperada. Nada de Los amorosos de Jaime Sabines. Me hubiera gustado empezar este pozole verde con aquello de: Yo conocí el amor, es muy bonito…, que dice Agustín Lara en el primer LP del álbum agustiniano que vendía Selecciones de Readers Digest por correo y que Carlos Monsiváis reproduce en su primer libro de crónicas. Pensé en Me duele, hay veces, una gana ubérrima, política, de querer, de besar al cariño en sus dos rostros, de César Vallejo, en que el tono dolido hace aún más directo y auténtico el amor mundial, interhumano y parroquial, provecto del poeta peruano, pero entonces abriríamos la puerta a No amo mi patria, de José Emilio Pacheco, y a Canto de amor a la ciudad, de Efraín Huerta, y párenle de contar. Los poemas que leímos y los que vienen se centran en la pareja amorosa, desde diferentes perspectivas. Si falta una, la ponemos:
Cuando vivimos tanto que hay que pagar exceso / hay algo en el amor como una luz suicida. / Quizás es sólo eso, / y hay amores / que duran algo menos que un beso, / y besos que han durado algo más que una vida…
Versos sudamericanos que recuerdan los más domésticos y enajenados del español Juan Ramón Jiménez (1881-1958), en Qué goce triste (fragmentos):

¡Qué goce triste este
de hacer todas las cosas como ella las hacía!
Me inclino a los cristales
del balcón,
con un gesto de ella,
y parece que el pobre corazón
no está solo. Miro
al jardín de la tarde,
como ella,
y el suspiro
y la estrella
se funden en romántica
armonía.

¡Qué goce triste éste
de hacer todas las cosas
como ella las hacía!
Dolorido y con flores,
voy, como héroe de la
poesía mía,
por los desiertos corredores
que despertaba ella con
su blanco paso,
y mis pies son de raso
–¡oh ausencia hueca y fría!–
y mis pisadas dejan
resplandores.

¡Qué goce triste éste
de hacer todas las cosas
como ella  las hacía!

En pozolera colación no puede faltar un fragmento del poema titulado El fuego junto al mar”, del permanentemente revolucionario Ro-berto Fernández Retamar:

El amor vivirá, el amor tendrá sentido, la vida vivirá, / fuego nuestro, pájaro inmortal volando sobre las aguas / amargas y profundas del mar.
Los que caminan cogidos de las manos, / con sus manos levantan una torre, / construyen una casa, / limpian el aire de hojas rotas, / saludan el amanecer, / acuestan el ocaso, / defienden los primeros frutos, / aseguran, afirman, juntan.
Y nos rompen el corazón.

Entre sus puntadas, Marcel Proust afirmó que prefería dejarle las mujeres bellas a los hombres sin imaginación. También dijo que el enamoramiento es una cuestión de palabras, que al que no conoce las palabras del amor le será más difícil enamorarse. Antes que preguntar qué fue primero: el huevo poético o la gallina ponedora, muchos daríamos un súbito brinco pa’ atrás, como en las caricaturas, y responderíamos que no sabíamos qué era el amor antes de leer Adolfo, de Benjamín Constant, El diablo en el cuerpo, de Raymon Radiguet, Rojo y negro, de Stendhal, o cierto poema de Paul Eluard. El propio Stendhal escribió una sesuda teoría del amor, en la que propone que es un proceso de enajenación sentimental muy parecido a la “cristalización” proustiana. Aún me tocó la época en que los poetas enamoraban a una mujer como a una potranquita ingrata, pero también, de gallo, entonábamos las canciones de Álvaro Carrillo y Mía, de Armando Manzanero, que resultó una de las canciones emblemáticas de mi generación secundariana; decíamos los versos del capitán de Neruda y nos gustaba Luis Cernuda cuando escribe: No decía palabras, / Acercaba tan sólo un cuerpo interrogante, / porque ignoraba que el deseo es una pregunta / cuya respuesta no existe…, y a Breve romance de ausencia, de Salvador Novo, hasta le pusimos música:

Único amor, ya tan mío / que va sazonando el tiempo; / ¡qué bien nos sabe la ausencia / cuando nos estorba el cuerpo!
Mis manos te han olvidado, / pero mis ojos te vieron / y cuando es amargo el mundo / para mirarte los cierro.
No quiero encontrarte nunca, / que estás conmigo y no quiero / que despedace tu vida / lo que fabrica mi sueño.
Como un día me la diste, / viva tu imagen poseo, / que a diario lavan mis ojos / con lágrimas tu recuerdo.
Otro se fue, que no tú, / amor que clama en silencio / si mis brazos y mi boca / con tus palabras partieron.
Otro es éste, que no yo, / mudo, conforme y eterno / como este amor, ya tan mío / que conmigo irá muriendo.

Antes de que la cosa se ponga más grave, despidámonos con Jacobo Cabello, un oriundo de Cuautla pero que se desenvolvió como maestro en Iguala, muy cerca del igualteco Isaac Palacios Martínez. De él es Tus besos y tu ortografía:

Para cerrar la carta con
broche de oro
¡oh linda y cariñosa
morena mía,
tras del acostumbrado:
“¡mi vien te hadoro!”
dices: “te mando un veso
”; cuánto deploro
en este infausto trance
tu ortografía.

Y no creas que me enfado
porque tropieces
en tan arduo camino ni que
te tache
la confusión eterna de zetas
y eses,
bien sabe Dios que muchas
y muchas veces
he pasado que escribas
amor con h.

Pero con esta errata se
me consume
la indulgencia y decirte me
es necesario
¿cómo quieres, mi vida,
que no me abrume
si así el veso es un bicho
de mal perfume
según las prescripciones
del diccionario?

Mas para consolarte si en
tus excesos
sufres porque te digo que
no eres diestra,
certifico con timbre de a
cinco pesos
que si escribir no sabes
muy los besos
para darlos me consta
que eres maestra.

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