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Humberto Musacchio

Primera prueba para el  nuevo canciller

En política importa ser, pero también parecer. Es más: con frecuencia resultan más importantes las apariencias que los hechos, pues en la política las apariencias son por sí mismas realidades. De ahí que las palabras y las adhesiones que susciten sean oro molido para el gobernante.
Salvo la mejor opinión de un sector de la izquierda, podemos decir que el sexenio de Enrique Peña Nieto empezó con buenos augurios. En esto cuentan los mensajes enviados por el nuevo mandatario a todas las franjas del espectro político, los arreglos que él y sus principales colaboradores han sabido concretar y, muy especialmente, la incorporación al gabinete de hombres y mujeres experimentados en las lides públicas, varios de ellos provenientes de la oposición.
En suma, difícilmente pudo ser mejor el arranque de sexenio, sobre todo si lo comparamos con lo ocurrido hace seis años, cuando Felipe Calderón se hizo de la Presidencia “haiga sido como haiga sido” y para lavar la mugre de la ilegitimidad declaró a tontas y a locas una guerra que produjo entre 60 mil y cien mil muertos, por lo menos 20 mil desaparecidos y más de un cuarto de millón de mexicanos desplazados de sus lugares de residencia.
El horror desatado por la irresponsabilidad de Calderón duró todo el sexenio y contribuyó a mantener a la economía dentro del marasmo en que se encuentra sumida desde hace treinta años. Sangre, desempleo, bajos salarios, desastre en la salud y la educación, son algunos de los nefastos resultados de una gestión que se recordará por sus peores rasgos, porque poco o nada hay que agradecerle al Ejecutivo que se fue.
Tan mala situación ha constituido un bono a favor del presidente entrante, una ventaja que mucho debe pesar en los meses iniciales del sexenio. Así sea tímidamente, pero el discurso, los nombramientos y algunos hechos –pocos– han servido para reencender luces de esperanza, luces tímidas, pero luces al fin que de mucho sirven después de la noche panista que se alargó doce años.
Pero políticamente la esperanza es un bien volátil. Suele agotarse en un plazo muy corto. Los que gustan de medir estas cosas le llaman a ese plazo “los cien días”. Quizá sean tres o cuatro meses, pero sin resultados, la primavera peñista no durará más. Los mexicanos esperan hechos importantes, y éstos sólo se pueden obtener mediante un drástico cambio de rumbo.
Algunos nombramientos no se compadecen de la cortedad del plazo. Por ejemplo, a Relaciones exteriores llega un hombre con antecedentes hacendarios. Se le envía a ese frente, suponemos, con la misión de buscar y ensanchar mercados, importando poco, como a Fox y a Calderón, la tradición mexicana en el campo internacional, el prestigio ganado con una actitud digna que más de una vez sacrificó el interés pecuniario por salvaguardar los principios.
Ahora mismo parece confirmarse el empeño en alejarse de nuestra mejor historia en las relaciones exteriores. Es lamentable que la Cancillería se asuma como mero auxiliar contable de la potencia imperial, a la que deben entregarse datos, pelos y señas para que hagan el favor de incluirnos entre los países que actúan como buenos muchachos.
Ante los asesinatos, persecución y abusos contra mexicanos en territorio estadunidense, la Cancillería no da señales de vida. Todo indica que se trata de no despertar las iras del vecino. Pero no es con la táctica del avestruz como se podrá reconstruir nuestra política internacional. Lógicamente se requiere tacto, pero también una inteligente firmeza que hasta ahora no se ha visto. Hay que hacer negocios, pero no vender el alma por unas monedas.

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