Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Silvestre Pacheco León

En el mundo laboral  de la ciudad

Durante los diez años que viví en la capital de la república se produjo la mudanza del modelo de desarrollo estabilizador en la economía al periodo de las crisis recurrentes que desembocaron en el actual neoliberalismo.
Cuando mi hermano mayor se empleó en la fábrica de muebles a finales de los sesenta, sin saberlo, estaba siendo beneficiado por aquel modelo demandante de mano de obra que en la academia se estudiaba como sustitución de importaciones.
Es posible que ninguno de mis paisanos convertidos en obreros a principios de los setentas se haya percatado que su emigración del campo a la ciudad respondía al modelo  de crecimiento ideado por el gobierno para alentar a la industria a costa de los mal llamados y engañosos precios de garantía impuestos a los productos alimenticios procedentes del campo.
Pero lo cierto es que aquellos campesinos convertidos en obreros dejaron el surco sin ningún afán aventurero por conocer la vida de la ciudad. Dejaron el pueblo y sus familias porque las parcelas ya no fueron suficientes para que en ese intercambio desigual con la ciudad les garantizara el sustento.
Si con mis compañeros de secundaria venimos a la ciudad buscando oportunidades para estudiar, nuestros padres y tíos pronto llegaron huyendo de la pobreza. Por fortuna muchos de ellos consiguieron empleos permanentes y bien remunerados. Medio pueblo se hizo urbano aunque no todos mis paisanos con la ventaja del modelo de desarrollo estabilizador, pues los más jóvenes se incorporaron al mercado laboral marcados por la economía de la crisis.
En pocos años como habitante de la capital de la República me hice plenamente urbano. La moda y la filosofía del movimiento hippie no me pasó desapercibida y la adopté con todas sus consecuencias.
Larga melena, pantalones acampanados, pulseras y collares de chaquira, camisolas y chaquetas muy de tipo militar. Esa era la indumentaria, el rock y las tocadas la forma de divertirse.
Cuando se anunció el festival de Avándaro, en septiembre del 71, la organización juvenil para el viaje fue espontánea.
En aquel año nos habíamos mudado a la colonia del Carmen, en la calle Xicoténcatl de Coyoacán. Con un moreliano vecino que estudiaba en la prepa de Liverpool  organizamos la excursión a Valle de Bravo. Metidos en una camioneta de mudanzas de aquellas de redilas pintadas de azul, con llamativa letras blancas, una decena de estudiantes emprendimos la aventura y nos unimos con los miles de jóvenes que pasiva y festivamente demandaban en Avándaro respeto a la libertad de expresión.
Después fue la vuelta a la realidad. En ése año de 1971 dejé la vocacional 7 del politécnico por la escuela preparatoria 5.
En 1974 cuando ingresé a la facultad estaba desempleado. En ése año acepté cobrar mi liquidación como obrero despedido de la Cervecería Modelo renunciando a mi demanda de reinstalación.
Como para mí era básico tener empleo para proseguir mis estudios, empecé mi peregrinar como desempleado sin conseguir un puesto fijo durante el primer año de carrera.
Si en algo me especialicé en ese año fue en llenar solicitudes de empleo. Para no sentirme tan mal pensando que todos los de mi condición padecían lo mismo, llegué a creer que efectivamente mi nombre estaba boletinado en las empresas como agitador, imposible de ser contratado después de mi experiencia en la Modelo.
Convencido del poder represivo de la organización patronal que en México encabezaba Juan Sánchez Navarro, principal accionista del Grupo Modelo, cejé en mi empeño de emplearme en una empresa importante.
En mi experiencia laboral empecé como despachador en una gasolinera; luego aprendí el oficio de lavador de carros donde tuve margen para aprender a manejar, con todo y choques porque, aplicado en ése propósito, recuerdo que mientras el dueño de aquel mustang modelo 68 color azul celeste, automático, con palanca al piso, volvía por su carro, me dio tiempo de manejarlo por el amplio patio que servía como pensión en una esquina de la calle Hidalgo de Coyoacán, hasta que en un descuido resbaló mi pie del acelerador y sólo recuerdo que el carro rebotó de un bidón lleno de agua que me salvó de chocar con una barda de sólida roca.
Fue precisamente ése día que, contra su costumbre, el viejo y flaco español, fumador empedernido y dueño del vehículo, se detuvo a revisarlo casi con lupa, confirmando lo bien lavado que estaba, pero descubriendo también el choque mal disimulado.
Mi inexperiencia me hizo pagar en esa ocasión el golpe provocado, pero en otro caso fue mi ingenuidad lo que me costó caro. Resulta que un taxista pícaro de los que abundan en el DF, alburero, gruñón y enojón, llegó a la gasolinera donde yo trabajaba. Se supone que yo no debía preguntarle de qué gasolina deseaba cargar porque cualquier despachador con experiencia sabía que los taxis usan de la más barata.
En aquellos años había tres clases de gasolina: Super, Mex, y Pemex. La gasolina Super (Supermexolina) era la más barata. Pemex era 40 centavos más cara y eran raros los carros que la usaban.
Sin saberlo cometí el error del novato preguntando al taxista de qué gasolina le despachaba y él con sarcasmo me respondió: ponle Pemex.
De manera que obediente de mí, le llené el tanque con Pemex. Cuando le cobré no daba crédito al hecho y menos aceptó pagar semejante cuenta. El cargo fue a mi coste y lo tomé como parte de lo que hay que invertir para  aprender.
Después de trabajar en la gasolinera un fin de año vendí tarjetas de Navidad y luego suscripciones para un servicio dental.
Fui vendedor de libros. Con Mario, compañero de partido y amigo compartíamos puesto en la terminal de autobuses en CU. Su esposa Pilar nos agasajaba de vez en cuando con una rica tortilla española que le ponía de bastimento a su marido.
Un tiempo trabajé en una empresa distribuidora de medicamentos. También formé parte de un equipo de encuestadores para conocer la  opinión de los residentes de la unidad habitacional de Tlatelolco para su autoadministración. Como nos pagaban por encuestas aplicadas, no faltaba el listo que se ponía a llenarlas para ahorrarse las entrevistas sin pensar que había quien monitoreaba el trabajo. Los listos luego quedaron despedidos.
En la aplicación y codificación de encuestas tuve amplia experiencia porque después de Tlatelolco formé parte del equipo que contrató Iván Restrepo para su Centro de Ecodesarrollo que trabajaba entonces con organizaciones cafetaleras de Chiapas.
Como a través de las encuestas a productores cafetaleros uno podía conocer sus condiciones de vida, a menudo nos alarmábamos de la pobreza en la que vivían, víctimas de los acaparadores que les pagaban lo que querían por un poco de alimento que les vendían a cuenta de la cosecha.
Como los encuestadores no eran ejemplo de claridad en sus escritos algunas veces en la oficina adivinábamos lo que decían y otras inventábamos.
Una compañera prejuiciada, por ejemplo, nos dijo indignada que en una encuesta había leído que el acaparador le pagaba con “cuentos” al productor. Y todos nos imaginamos que se trataba de cómics. ¡el acaparador le pagaba con cuentos quizá de Memín Pinguín, o de Kalimán o a lo mejor del Llanero Solitario! Sintiéndonos tan indignados como la compañera por aquel abuso, nos pusimos a discutir el hecho hasta que caímos en la cuenta que eso no podía ser cierto porque los campesinos indígenas cafetaleros chiapanecos no hablaban español y menos sabían leer, por eso quisimos conocer la encuesta de referencia que al leerla colectivamente concluimos que la compañera había leído mal, pues decía “cientos” en vez de “cuentos”.
Fue un año de intensa experiencia en trabajos temporales porque en 1975 tuve la suerte de emplearme en una compañía de seguros en el área de contabilidad. Ahí laboré durante dos año antes de casarme y a unos meses de terminar la carrera.
El departamento de casados lo conseguimos en la calle de Huatabampo, en la colonia Roma, era un viejo edificio muy cercano de la unidad habitacional del ISSSTE, colapsada en el temblor del 85.
En 1978 tuve mi primer empleo aplicando los conocimientos propios de mi carrera contratado para trabajar en la planeación regional de la desembocadura del río Balsas en una dependencia de la Secretaría de Desarrollo Urbano y Ecología del gobierno federal.
Casi un año en el trabajo estuve dedicado a estudiar economía para conocer los modelos de desarrollo regional. Después me dieron a escoger la jefatura de regional entre el puerto industrial de Lázaro Cárdenas en Michoacán y el turístico de Zihuatanejo.
Sin pensarlo ni conocerlo opté por el lado guerrerense del río Balsas pues Palmira, mi mujer, me hablaba maravillas de Zihuatanejo, aquel puerto donde las almejas podían verse desde la superficie de aguas cristalinas de su bahía.
Al volver a mi estado traje conmigo el bagaje cultural de la ciudad. Las grandes luchas de la izquierda, la rebeldía opositora, la carga emocional de las derrotas y la esperanza de alcanzar los cambios sociales que demandamos se expresaba en mis gustos musicales  de protesta y en la literatura contestataria. Iba de los Beatles, Rolling y Doors rebeldes, a Violeta Parra, Mercedes Sosa y Alfredo Zitarroza con su canción del exilio, a Víctor Jara su plegaria a la derrota, Joan Manuel Serrat con su canción solidaria y, desde luego, a la joven y reivindicadora trova cubana. Leía a Mario Benedetti y a Pablo Neruda, a José Martí, Alejo Carpentier y Nicolás Guillén.
Muchos años después mis hijos recordaban y me hacían ver que en general mi música no era alegre, quizá triste y melancólica, aunque mi hija menor me hizo el honor  de aprenderse aquel mínimo verso del poeta cubano: Quisiera / hacer un verso / que tuviera / ritmo de primavera; / que fuera como una fina / mariposa rara / como una mariposa que volara / sobre tu vida / y cándida y ligera revolara/ sobre tu cuerpo cálido / de cálida palmera.
Los tres año siguientes fueron de trabajo en la región de la Costa Grande para elaborar el Plan de Desarrollo Regional de la Desembocadura del Río Balsas. Pero esa es otra historia.

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